OPINIóN › SIETE DíAS EN LA CIUDAD
Con la sensibilidad que le aportó el caso Candela, la muerte de Maximiliano Storani en Casilda tuvo una dimensión inesperada. El papel de los medios y otros dos hechos policiales en la provincia que vuelven a poner a la fuerza bajo análisis.
› Por Leo Ricciardino
El peronismo siempre le endilgó a este gobierno provincial que "no maneja a la policía". Desde el entorno de Hermes Binner sostienen que lo que cambió después de 25 años de administraciones justicialistas es que "ahora los hechos de corrupción policial los denunciamos y los ponemos a consideración de la justicia". El lector podrá sacar sus propias conclusiones, quizás de una manera azarosa porque, hay que convenir que muy pocos pueden saber hoy si la policía que hay es mejor a la de 10 o 20 años atrás en la provincia. Aunque hay una tendencia a ver las cosas en perspectivas de evolución positiva. Todas son especulaciones en la materia y observaciones políticas más o menos interesadas. Y, por supuesto, no se refiere solamente a la efectividad para combatir el delito, sino más bien a la mayor o menor distancia que los uniformados tengan con el mundo del hampa.
El socialismo esgrime que ahora un policía santafesino debe cursar por lo menos dos años para salir a la calle con un arma y que próximamente serán tres y cuatro. Y ya se piensa en cinco años de carrera, con una licenciatura en juego. Esto, en teoría, daría otro tipo de agentes para patrullar las calles de la ciudad. Pero la visión apocalíptica de los hechos sugiere que la policía no se cambia sólo "con más estudio". Se indica que la policía es una institución vertical que se maneja con rigor y conducción política. Como sea, nadie podrá decir que controla totalmente a la fuerza desde la política. Porque la fuerza en sí misma o, mejor dicho, las circunstancias que hacen de la policía un poderoso elemento del Estado, contiene una manera de entender el proceder político. Un poder en sí mismo que se diferencia a veces de la gestión por dinámica propia.
En los últimos días, una serie de hechos, revela que hay una policía que aún se resiste a dejar viejos hábitos. La detención de ocho agentes de la ciudad de Santa Fe acusados de golpear y hasta picanear a tres menores que detuvieron mientras lavaban parabrisas en el bulevar Gálvez es un síntoma preocupante. Lo mismo que la acusación de la hermana de un menor que en Cañada de Gómez aseguró que al pibe lo molieron a palos y lo tiraron inconsciente en un baldío porque "quieren que vuelva a robar para ellos". Asegura que su hermano es un adicto en recuperación y que cuando era más chico "había robado en ocasiones para la policía".
Desde la esfera oficial se argumentará nuevamente que los agentes santafesinos fueron rápidamente detectados, sumariados y puestos a disposición de la justicia. Lo cual es un paso adelante, pero que ya no alcanza porque nunca se sabe muy bien si esos efectivos se reciclan en la fuerza o son exonerados. Tampoco se termina por tener conocimiento acerca de si estos son hechos aislados o si constituyen una manera de proceder que termina por ser habitual y que pasa fundamentalmente por criminalizar la pobreza y ejercer el mayor rigor de la represión contra los excluidos más débiles.
La coima filmada del comisario Lentini, ¿es un hecho aislado, extraordinario, o se trata de una práctica extendida y nunca erradicada de la fuerza? Si el poder político sabe la respuesta es grave que se oculte, pero si no la conoce, también genera un escenario de absoluta vulnerabilidad de la administración frente a la gestión de la institución policial.
A los hechos mencionados se sumó el viernes el caso del chico Maximiliano Storani, asesinado en Casilda cuando era buscado intensamente desde hace más de 20 días. En teoría, la policía pasó y repasó el lote en donde se encontraron sus restos pero nunca encontró nada. También la sociedad pone en duda el accionar judicial en este caso en el marco de la especial sensibilidad con la temática que desató en todo el país el horrible final de la nena Candela en Hurlinghan.
La seguridad pública es un terreno resbaladizo sobre el que se deslizan las mejores intenciones y las más profundas conceptualizaciones. Una muerte en especial, un robo con características inusuales, un disparo inesperado en medio de la noche; pueden hacer tambalear en instantes la más sesuda gestión política en la materia. ¿Los delincuentes leen los diarios y en una especie de cónclave deciden qué asaltan todos juntos en un momento determinado? ¿Por qué durante un tiempo se ven robos a taxistas todos los días con las consiguientes nuevas medidas de seguridad que lanza el Concejo para el servicio, y las reuniones de los funcionarios con los choferes se multiplican? Y de pronto, basta de taxis, los cacos determinan vaya a saber en base a qué parámetro, que ha llegado el turno de asaltar las estaciones de servicio. Vuelven las reuniones de los funcionarios -esta vez con playeros y estacioneros- y la discusión de las medidas de seguridad extra, incluida la de sacar el efectivo en el turno de la noche.
Quizás no exista ningún sindicato o reunión secreta de ladrones y, efectivamente, los delincuentes actúen impulsados por las crónicas de los medios. Cabe también la posibilidad de que los medios construyan una realidad que involucra a ladrones, víctimas y observadores, al aumentar como con lupa un determinado rincón de los hechos en sí. "Usted no habla, es hablado. Usted no piensa, es pensado", repite el filósofo José Pablo Feinmann al describir una doxa mediática que puede involucrar tanto a víctimas como victimarios.
Los medios y la política construyen una realidad que a veces puede tener consecuencias catastróficas. Otras veces esa sociedad se quiebra y la política es la que hace su tarea de operar sobre lo cotidiano y obtiene un vínculo directo con la gente, más allá del discurso mediático. Sólo basta ver el resultado de las últimas elecciones para ver claro este caso. Con los hechos policiales pasa lo mismo: la madre de Candela creyó quizás que con los medios creaba un escenario que presionaba a sus captores y a la vez sacaba a la nena del sórdido mundo del delito donde el padre y otros parientes se habían movido. Los medios con gusto se prestaron a esa estrategia, porque nunca perdían. Si Candela era rescatada con vida la historia hubiese sido tan atractiva para contar como interesante fue la truculenta historia de su horrible muerte. Los medios no tienen sentimientos. Operan con el cálculo y eso deben saberlo todos aquellos que se acercan a ellos para algún fin determinado.
Los funcionarios políticos y policiales también se mueven con este compás. Si el comisario Matzkin, segundo de la policía bonaerense, no salía a hablar con la gente la noche de la semana pasada en la que apedrearon la comisaría; seguramente la cosa habría sido peor con todos los canales apostados en la puerta de la seccional. Si el gobernador Scioli no recibía a la madre de Candela, hubiese sido un insensible. Como la acompañó y siguió de cerca la investigación hasta la aparición misma de la nena muerta, paga un costo político. Lo saben de cerca los funcionarios, también los de la provincia de Santa Fe, en la materia no hay mucho para ganar. A lo sumo, no perder por goleada sigue siendo la receta que encuentra más adeptos.
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