Domingo, 30 de junio de 2013 | Hoy
Por Juan José Giani
Un problema clásico de la comunicación y, por ende, de cualquier ejercicio analítico, es establecer con nitidez de qué hablamos cuando hablamos de una determinada cosa. O, puesto de otra manera, que territorio de lo real abarca cada una de las palabras que asiduamente pronunciamos. La vaguedad o la imprecisión semántica interfiere la transparencia de cualquier diálogo y, cuando de clasificar se trata, muchas veces arroja la polémica al ámbito del más puro malentendido. Es obvio, por lo demás, que cuando estos extravíos invaden los lenguajes políticos la perplejidad se agudiza, pues afecta nada más ni nada menos que al cruce de ideas que impacta de lleno en la calidad de vida de nuestros pueblos.
Veamos sino lo que ocurre en estos días en el país con la apropiación del término "República". Desplegado como ariete por la oposición para colocar bajo su invocación un arcoiris de disgustos, se patentiza rápidamente sin embargo su utilización incorrecta o cuanto menos parcial. Enancados en el prestigio que esa canónica palabra conlleva, se recurre habitualmente a ella para reivindicar la manera en que los ciudadanos debieran resguardarse de un estado que los agrede, o de los equilibrios institucionales que habría que activar para obstaculizar la desaforada prepotencia del Poder Ejecutivo. No obstante, esta aplicación de la tradición republicana es, como decíamos, sesgada, pues remite a la matriz liberal, por la cual, la base de cualquier convivencia racional son un plexo de derechos individuales prepolíticos que no deben ser de ningún modo asediados.
En ese contexto, el kirchnerismo suele incurrir en el error de rehuirle a esa palabra en lugar de disputar su sentido, que es bien otro si uno se aferrase simplemente a la versión que dan de ella autores tan célebres como Cicerón, Maquiavelo o Hegel. Sintetizando, para ellos autogobierno no es sinónimo de individuos que anhelan ser protegidos de un poder vertical que los apabulla, sino ciudadanos que participan fluidamente en los asuntos públicos a través de un estado que les resulta amigable.
En las últimas semanas, este debate se trasladó flagrantemente del plano teórico al dinámico escenario del contrapunto político. En la propuesta de elección popular de los miembros del Consejo de la Magistratura, la oposición denunció una intromisión antirepublicana en la independencia del Poder Judicial, mientras que el gobierno nacional se exhibió como muy (pero muy) republicano, sólo que en el sentido exactamente contrario; favoreciendo un mayor involucramiento social en la lógica de conformación del más aristocrático de los poderes del estado.
Estos mismos cabildeos se suscitan sin dudas con la palabra "Democracia". No es tan sencillo aquí organizar la querella exegética en apenas dos campos pero, a los efectos de estas reflexiones, podríamos colocar de un lado a quienes aceptan catalogar como "democráticos" a aquellos gobiernos que respetan ciertos mecanismos (tenidos como universales) para la selección de gobernantes y la toma de decisiones en el ámbito de lo público; y del otro a quienes, denunciando lo anterior como puro ritualismo, festejan tanto otras formas de participación popular como la capacidad de una determinada gestión para generar mejoras tangibles en la calidad material de vida de los sectores socialmente menos favorecidos. Colisionan aquí entonces un énfasis en la pureza de los procedimientos con una preocupación en la eficacia de los resultados, entendiendo lo primero como engranaje de validación de la opinión mayoritaria y lo segundo como subsunción de ese engranaje en un orden sustancial de valores que le otorga finalmente su sentido más profundo.
No obstante, aún en su discrepancia, ambas corrientes llevan implícita la admisión de un principio antropológico primordial. Me refiero a la existencia de un sujeto de imputación soberana que está plenamente facultado para elegir a sus representantes. O dicho de otra manera, que el ciudadano al que se convoca a ejercer sus derechos democráticos tiene un nivel suficiente de aptitud para intervenir responsablemente en los asuntos que hacen a su propio destino como hombre en comunidad. El pilar inerradicable de cualquier sistema democrático es que cada uno de sus miembros acepte sin dudar que los otros saben decidir por sí mismos; que advierten perfectamente cuáles son sus intereses y el modo más conveniente de satisfacerlos. Suponer entonces que la conciencia humana es arcilla manipulable para la mentira, la cooptación o la dádiva es (aunque no se admita explícitamente en toda su radicalidad) el funesto salvoconducto a diversas formas de restricción autoritaria.
Ser un demócrata cabal implica inexcusablemte admitir que las opiniones diferentes a las propias (aún las más intragables) no son producto de la tontería del adversario, sino un error de apreciación que sólo podremos revertir presentando mejores argumentos o corrigiendo nuestro desempeño en el ejercicio de la función pública. Con el contrincante contumaz sólo queda en todo caso el combate electoral. El que gana conduce, y el que pierde acepta.
En estos años de kirchnerismo este principio nodal ha sido reiteradamente vulnerado. En el caso de buena parte de la oposición, esgrimiendo que la base electoral del gobierno es una turba de morochos y fanáticos sobornados por la prebenda o enceguecidos por una falsa épica; y en el caso del oficialismo, adjudicando sus desventuras a las tropelías descaradas de los monopolios mediáticos que buscan desesperadamente horadarlo.
Volvamos entonces al punto. El pueblo sabe lo que elige aunque en ocasiones no nos plazca la orientación de sus opciones (o en todo caso, no hay ningún grupo de iluminados que pueda sustituirlo en la calibración de sus padecimientos), y cuando acompaña al gobierno es porque sus políticas públicas han acertado en detectar las demandas más imperiosas, y cuando deja de acompañarlo es porque algo de su gestión considerado como relevante está efectivamente trastabillando.
La verdad muy simple entonces. Cuando la sociedad consiente es que porque estamos haciendo las cosas más o menos bien, y cuando nos cuestiona es porque las estamos haciendo más o menos mal. Dejando en claro que hacerlas bien no implica necesariamente corrección ideológica del rumbo emprendido, sino apenas (nada menos) perspicacia para canalizar la prevalencia mayoritaria de un orden de prioridades mutable e históricamente situado. Recuerdo al respecto una sentencia que le escuché alguna vez al General Perón, y que se me ocurre como sustancial al pensamiento democrático: "Pocas personas pueden equivocarse durante mucho tiempo, y muchas personas pueden equivocarse durante poco tiempo; pero nunca muchas personas puede equivocarse durante mucho tiempo".
Aceptado ésto, se abre sin dudas un fructífero debate acerca de cómo elaborar una filosofía del buen opositor. Quiero decir, ¿cómo reaccionar cuando pregonamos con insistencia una verdad identitaria que la mayoría ciudadana desestima? ¿cómo mantener en alto el arduo combate contra un oficialismo que sin embargo es reiteradamente aprobado en las urnas? El dilema básico es obvio. O soy un demócrata y admito la sabiduría de un pueblo que no me presta atención o tácitamente no lo soy, y mi desdén por las preferencias de ese mismo pueblo difícilmente permita que alguna me visualice como un reemplazante apto para el gobierno que enfrento. Cuanto más duradera se torna la hegemonía de ese oficialismo, el problema se agudiza. Las mayorías lo apoyan porque en algo fundamental se ven reflejadas en él.
Frente a esta encrucijada, me atrevo a señalar dos opciones. Una, la más habitual, es la teoría de la pertinaz ignorancia. Quiero decir, suponer que el repiqueteo de una verdad propia considerada como impecable alguna vez logrará horadar la obnubilación de aquellos que tardan en darse cuenta de lo que efectivamente ocurre. Y la otra, que defiendo, es la filosofía de le selectividad. Esto es asumir como piso a garantizar aquello que la sociedad con su voto valora recurrentemente como positivo, y trabajar como agenda alternativa las facetas de una gestión que tras largos años permanecen como irresueltas. Difícilmente alguien simpatice con un candidato que califica su comportamiento electoral anterior como resultado de una completa negligencia cívica.
En este punto, la oposición al kirchnerismo y la oposición local se parecen en mucho. Imaginan que el ocaso del rival llegará por implosión, catástrofe final de una supuesta bomba de tiempo que está siempre a punto de estallar. Máscaras que se caerían luego de un asistencialismo social a mansalva o de la eficiencia de un marketing tan astuto como traicionero. Así de mal les viene yendo a ambas. Empecinamiento de la voluntad que sólo anticipa continuidad de aquello que tanto se cuestiona. Para inaugurar otro camino se trata en principio de ser un buen demócrata. Respetar los progresos que el pueblo ya incorporó como patrimonio histórico y estar seguros de que si sofisticamos la oferta programática alguna vez nuestra perdedora voz será más atentamente escuchada.
*Filósofo.
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