OPINIóN
› Por Juan José Giani*
Se ha ya señalado con suficiente extensión y énfasis el conjunto de transformaciones que viene disfrutando la Argentina a lo largo del período que se inicia con la Presidencia de Néstor Kirchner, el 25 de mayo de 2003. Repasemos, no obstante. Una política internacional autónoma y de claro perfil latinoamericanista, un compromiso contra la impunidad que llevó al banquillo de los acusados a una gran cantidad de genocidas de la última dictadura militar, una democratización de la palabra pública a través de la hoy vigente Ley de Servicios Audiovisuales, un fortalecimiento del poder estatal frente a presiones corporativas varias, el retorno al sector público de servicios escandalosamente privatizados, una ampliación de derechos que involucró a peones rurales, empleadas domésticas, minorías sexuales y una política social con inversión sin paragón en América Latina, cuyas expresiones más notables son la Asignación Universal por Hijo y una casi universal tasa de cobertura previsional.
Esto es parte de un listado de realizaciones que se sostuvieron a su vez en los méritos de una política económica duraderamente exitosa. La apuesta al mercado interno como dinamizador de la demanda agregada y el despegue industrializador, la defensa del mundo del trabajo y del salario a través de la proliferación del mecanismo paritario, la persistente desactivación de todos aquellos elementos que habían distinguido al prolongado lapso de auge de la valorización financiera del capital, un tipo de cambio competitivo con flotación administrada por el Banco Central, superávit fiscal y comercial como modo de apuntalamiento de un sistema autosustentable y la estrategia de desendeudamiento como ariete destinado a rehuir intromisiones de los mismos organismos internacionales de crédito que nos habían arrojado al precipicio de la pobreza estructural, fueron los pilares de un proceso que nos permitió crecer a tasas altísimas, disminuir drásticamente el desempleo y mejorar sensiblemente la distribución del ingreso.
Frente a la contundencia de estos datos, la oposición ha esgrimido básicamente dos argumentaciones. La primera, que todo esto fue posible gracias a una coyuntura económica internacional particularmente favorable para la Argentina, debido a la maximización de los precios de las materias primas que exportamos. Y la segunda, que este círculo virtuoso se detuvo a partir de 2007, para nunca retornar a la senda que le brindó impulso originario.
Respecto del primer punto se impone indicar que ya en otros momentos de nuestra historia gozamos de un flujo extraordinario de divisas (el endeudamiento externo inducido durante la dictadura militar y los ingresos por la furia privatizadora en los años del menemismo), y el resultado fue para el país a todas luces nefasto. Por lo demás, el salto en el precio de los commodities comienza bien entrado el gobierno de Néstor Kirchner; lo que se suma a que nuestro país gozó de tasas de crecimiento bien por encima del grueso de los otros países de la región, beneficiados también por la pujanza exportadora de su producción primaria. Fueron entonces sabias decisiones políticas adoptadas por el kirchnerismo y no la gracia del espíritu santo lo que permitió canalizar fructíferamente los componentes de una circunstancia propicia.
Es obvio, respecto del segundo señalamiento, que la formidable crisis del capitalismo global que despuntó en 2008 erosionó la fortaleza del modelo (por ejemplo con el aumento de un imprescindible gasto público contracíclico que deterioró la solidez fiscal), pero aun así los principales desempeños de la economía continuaron siendo auspiciosos para los sectores populares.
Sin embargo, en ese contexto comenzó a vislumbrarse un problema de creciente dimensión. Me refiero al proceso inflacionario que muestra sus primeras fauces a fines del mandato de Néstor Kirchner. En aquellos años se tendió a asociar ese fenómeno a las tensiones propias de un crecimiento muy acelerado, pero la realidad fue luego refutando esa apreciación, siendo que por ejemplo en los años 2009 y 2012 el crecimiento se redujo y el desplazamiento de los precios mantuvo su inquietante presencia.
Escapando a todo ejercicio interpretativo de cuño conservador y monetarista, que asocia este episodio al exceso de emisión y gasto público, hay cierto consenso en destacar tres causas alternativas: 1) una puja distributiva en alza, entre un poder sindical fortalecido por el bajo desempleo y un empresariado que no resigna un ápice de su tasa de ganancia. 2) mercados de conformación oligopólica, con capacidad de fijar precios distorsivos que afectan al resto de la cadena de valor. 3) el efecto de los aumentos internacionales del precio de los alimentos, en un país como el nuestro que exporta en gran medida lo que consume.
El punto central a considerar es que, a diferencia de otras experiencias históricas, la inflación no es hasta ahora primordialmente un drama social, pues la política de ingresos del gobierno permitió resguardar el poder adquisitivo del salario, sino una fisura macroeconómica, pues deteriora progresivamente la competitividad del tipo de cambio. Quiero decir, no es sustentable una economía sana con un dólar contenido y tasas de inflación de dos dígitos durante 4 o 5 años, más aún en el marco de una economía material y culturalmente apegada al billete verde.
El gobierno nacional subestimó el problema, sea como se dijo vinculándolo exclusivamente a un crecimiento intenso, sea buscando atajos (como una torpe reforma del INDEC que hoy obstaculiza contar con estadísticas públicas confiables para una discusión salarial razonable), sea dilatando un plan integral no ortodoxo que atacase las tres causas apuntadas anteriormente, sea tolerando una sobrevaluación del peso como acicate al consumo.
La delicada situación que estamos atravesando tras la devaluación de los días pasados es consecuencia de esa subestimación, inconsistencia macroeconómica producto de no haber accionado a tiempo, y generadora de atolladeros productivos palpables (ver por ejemplo el estancamiento de las economías regionales). A esto se suma además la reemergencia de una vía crucis estructural de la economía argentina, denominada usualmente restricción externa; lo que traducido quiere decir que las divisas que ingresan por las exportaciones del sector primario no alcanzan para pagar insumos para la industria, deuda externa y cubrir el déficit energético. La Presidenta ha tomado atinadas medidas al respecto (procurando sustituir importaciones y nacionalizando YPF) pero a ritmos de ejecución menos veloces que lo necesario.
Frente a esto, el gobierno optó por cuidar reservas a través de severas restricciones para acceder a la compra de dólares. Y si bien se detuvo bruscamente la fuga de capitales, como era de esperar se edificó un mercado paralelo con efectos doblemente perniciosos. Una alteración negativa de la balanza de pagos por el déficit de la cuenta turismo y principalmente una mecanismo de presión política y desestabilización de las expectativas a partir de las oscilaciones del llamado dólar blue.
Por supuesto que no estamos dispuestos a navegar en el mar de la ingenuidad. Los jerarcas del poder económico detestan al kirchnerismo, y han buscado siempre la manera de desgastarlo, al punto de que puedan utilizar esta ardua coyuntura para intentar maniobras de alteración institucional. Lo que responsablemente hay que preguntarse es por qué en este momento encuentran terreno fértil para su despliegue conspirativo; lo que requiere una visión autocrítica que permita corregir falencias a futuro y que la palabra de los funcionarios recupere confiabilidad en la opinión pública. Puntualmente, si se logra, como es de esperar, que las principales variables económicas se reordenen (con una devaluación eficaz donde lo recuperado en competitividad no se malogre por una espiral inflacionaria), es fundamental no recaer en los cuellos de botella que desembocaron en esto.
Los tiempos que hoy nos afectan requieren firmeza y templanza. Los que formamos parte de este proceso político debemos apuntalar la autoridad de la Presidenta votada por el 54 por ciento de los argentinos, la oposición moverse en el terreno de la crítica seria y prudente, los actores económicos evitar el egoísmo sectorial tendencialmente autodestructivo, los sindicatos conservar criterio histórico para que no se desmadren las inminentes paritarias y el gobierno nacional detener maniobras especulativas, mantener en aceptable equilibrio la cuestión monetaria, fiscal y cambiaria, lanzar medidas sociales de emergencia para paliar los efectos más nocivos de la devaluación (como el aumento de la Asignación Universal por Hijo) y por qué no, avanzar en el control estatal del comercio de granos, para evitar que algunos forajidos afecten como siempre la salud de la República.
*Partido del Frente Grande
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