OPINIóN
› Por Sonia Tessa
A fines de marzo del año pasado, Rosario/12 publicó la situación de Jesica Balmaceda: llevaba 35 denuncias por violencia de género, era hostigada permanentemente por suex pareja, Néstor Anchaval, pero en la justicia no la escuchaban. Después de aquella tapa, una fiscal de Cámara se interesó por el tema. La violencia machista sufrida por Jesica llegó, a fines de abril, al primer juicio oral y público con esta carátula en la provincia. La desazón demostraría, una vez más, que la justicia es ciega, sorda y muda a las vidas de las mujeres: el 5 de mayo, la sentencia del juez Carlos Leiva, a tres años de prisión, provocó estupor en la joven de 29 años, madre de cuatro hijos. Su vida corría peligro. Lo dijo durante el juicio, se lo explicó al juez, lo dijo después, a principios del mes pasado, cuando Anchaval fue excarcelado. La embestida del violento continuó. Como lo había hecho antes del juicio, Anchaval volvió a pintar "te tengo" en la puerta, esta vez de otra casa, en otro barrio, al que Jessica debió mudarse con sus cuatro hijos. A quienes no lo sufren, les resulta difícil imaginarse cómo es vivir huyendo, escondiéndose, con una mochila de emergencia para levantar a cuatro niños y salir de apuro con rumbo desconocido (o que al menos por un tiempo, sea desconocido para el violento).
La situación de Jessica es grave, extrema. Como a muchas otras mujeres, en los Tribunales no la escuchan con la celeridad y seriedad que su situación requiere. El violento no sólo demuestra su poder, sino que manda un claro mensaje: no va a parar. ¿Por qué, en esas circunstancias, el juez Leiva no ponderó el grave riesgo para la vida de Jessica que suponía dejar libre a quien anuncia que tiene intención de matarla?
En la Justicia, la formación en violencia de género es insuficiente. Incluso quienes han estudiado los ciclos de la violencia machista, quienes saben cuáles son las vulnerabilidades de las mujeres que sufren estas agresiones, quienes han avanzado en algo de formación, arrastran prejuicios de género: lo primero que hacen es descreer de la denunciante.
La palabra víctima es además un arma de doble filo: cuando una mujer se presenta ante la Justicia con fortaleza y decisión, resulta menos creíble para los operadores del Poder Judicial. ¿Cómo una víctima va a escapar al estereotipo?
Cuando un violento amenaza con matar a su expareja, lo va a hacer. O al menos, lo va a intentar. Rosalía Benítez escapó por un pelo en septiembre de 2012, en Villa Gobernador Gálvez. Recibió ocho disparos. Hace pocos días, el 20 de julio pasado, a una mujer cuyas iniciales son A.S., la expareja la hirió con cinco puntazos en la puerta de su casa. Para los fiscales, se trata de delitos como "amenazas", o "lesiones leves", que no ameritan una pena de prisión.
Sin buscar soluciones a un fenómeno complejo únicamente desde lo punitivo, es necesario aclarar que el Estado tiene obligación de proteger a las mujeres de la violencia machista. Está estipulado en la ley 26485 y en los tratados internacionales rubricados por la Argentina.
Hace falta una escucha más atenta, un acompañamiento interdisciplinario, una contención específica, políticas sociales. Pero la primera necesidad es que el sistema judicial pondere con seriedad los riesgos que corren las mujeres acechadas por hombres que se sienten habilitados, en gran medida, porque se les está garantizando impunidad.
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