OPINIóN › MITRE Y MACRI SE VIERON EN LA ENCRUCIJADA DE TENER QUE ACEPTAR LA FIGURA DE GüEMES
Mitre tuvo que poner a Güemes en su historiografía un poco a regañadientes, porque era finalmente un caudillo. Y Macri debió celebrarlo este año con un feriado nacional.
› Por Juan José Giani*
Bajo una rápida mirada, la simbología de la patria muestra en principio una faceta desconcertante. El acto fundacional de una entidad política soberana tiene dos fechas que lo celebran. Dispositivos litúrgicos y movilizaciones ciudadanas no se concentran en un punto neurálgico de la historia sino que dispersan sus sonoros efectos narrativos en un 25 de mayo y un 9 de julio.
Sobre este linaje bifronte se ha escrito mucho, pero si por simplicidad analítica tuviésemos que reducir esta variedad interpretativa a un eje articulador diríamos que cuando las primeras conciencias americanas comenzaron a tomar distancia crítica del vínculo colonial de ninguna manera estaban convencidas de convertir esas disconformidades paulatinas en un gesto de plena ruptura independentista.
Disgustos con el despótico carácter de la dominación hispánica se habían ya sin duda venido apilando, aunque sin radicalizar sus alcances institucionales. Los levantamientos de Tupac Amaru y Tupac Katari, los quejas contra las rigideces del monopolio comercial, el malestar contra la presión impositiva y la discriminación contra los criollos en el acceso a la administración pública eran caldo de cultivo de una tendencia a la escisión que sólo será catalizada sin embargo cuando Napoleón Bonaparte (interesado como estaba por expandir los ideales de la revolución francesa bajo el formato de las anexiones imperiales) invade España y precipita la escandalosa abdicación de Fernando VII.
Por lo demás, esa axiomática moderna que ahora se desplegaba por Europa bajo el impulso de las tropas napoleónicas, impactaba en las atentas reflexiones de pensadores y activistas rioplatenses, que se plegaron con ahínco a la convicción de que el poder político ya no era una prerrogativa de una autoridad divina que se depositaba en la cabeza de un monarca, sino un ejercicio de consentimiento que se originaba en la voluntad autónoma del pueblo.
La secuencia de los acontecimientos tomó una dinámica imprevista, y la propia percepción de los protagonistas pendula al interior de un proceso que se inicia con la decisión de acompañar la proliferación de juntas que en defensa de la figura del Rey se desata en la propia España. Primera gran paradoja entonces, pues el instante iniciático de lo que luego sería la construcción de una nación emancipada no fue disparado para repudiar al monarca sino para resguardarlo de la recién ocurrida invasión.
El autonomismo de aquellos primeros patriotas, esto es generar crecientes márgenes de autogobierno sin quebrar bruscamente la sujeción colonial, pronto demostró su inviabilidad. Los liberales peninsulares jamás toleraron que en el orden posmonárquico que imaginaban las colonias tuvieran una representación igualitaria respecto de los reinos, y Fernando VII cuando retorna al trono tras la derrota definitiva de Napoleón borró de un plumazo tanto los bríos modernizadores que impregnaban la Constitución de Cádiz de 1812 como cualquier intentona americana de establecer un trato más horizontal entre los dictámenes del imperio y las aspiraciones libertarias de los pueblos rioplatenses.
Las deliberaciones en el Congreso de Tucumán de 1816 fueron escenario tardío de esas mismas tribulaciones, que por otra parte ya se había manifestado en la en parte frustrada Asamblea del año XIII.
Las comunidades de la América del Sur tenían en sus manos el autogobierno, pero al momento de poner en juego su voluntad para elaborar una institucionalidad republicana entronizaban funestos caudillos que eran la consecuencia directa de su minusvalía cultural y su desbocado igualitarismo social.
Allí estaba Rosas como suprema personificación de esa deplorable anomalía histórica, y su abrumadora presencia ponía en jaque la entera raigambre del proceso emancipatorio conducido a su turno por la generación iluminista.
Pero cuidado, Rosas compartía invectivas con una extensa galería de caudillos, palabra maldita que venía a designar a líderes de las provincias que impugnaban la supremacía de Buenos Aires y encolumnaban a la salvaje tropa gaucha en base a una mezcla de veneración y culto a la muerte. No es casual que Sarmiento escriba su texto más célebre atraído por la figura Facundo Quiroga, expresión pulsional más genuina de un régimen bárbaro de gobierno que Rosas encabeza con igual rigor pero mayor sistematicidad de ejercicio.
La tarea de los jóvenes intelectuales de la época es justamente la de entender mejor esta perturbadora circunstancia, donde el ingrediente romántico viene a penetrar con superior agudeza lo que la razón deshistorizada de los rivadavianos había subestimado. Esa barbarie era consecuencia de una singularidad que debía ser concienzudamente detectada, y a la hora de hacerlo Sarmiento afirma que tanto la herencia hispánica como el inmenso territorio despoblado eran las causas de una América del Sur imperdonablemente reacia al imperio de la ley y el capitalismo pujante.
Sin embargo, la historia oficial sobre nuestra independencia la edificó Bartolomé Mitre, quien luego de la batalla de Caseros se dedica a la tarea de construir una genealogía prestigiosa que brinde apoyatura simbólica a la Argentina supuestamente próspera que se inauguraba tras el bienvenido derrocamiento del Restaurador de las Leyes. "Historia de Belgrano y la independencia argentina" e "Historia de San Martín y la emancipación sudamericana" serán los clásicos textos en los cuales se instituye un procerato de perdurable influencia.
Mitre, sin embargo, establece allí una diferencia sustancial con Alberdi (como bien este le reprocha en su artículo póstumo "Belgrano y los historiadores"). Las revoluciones de la independencia no fueron el resultado de descalabros externos sino la coronación de una nación preexistente que hacía tiempo empujaba para irrumpir democráticamente en un orden ya insanablemente decrépito. Aunque por distintas razones, Mitre también considera a los caudillos un denso incordio, pero ya no solo por su rebeldía plebeya sino fundamentalmente porque su obcecación federal había amenazado desmembrar la integridad de esa nación que tan gallardamente ocupaba ahora su lugar en la historia más virtuosa de Occidente.
El relato mitrista encuadra así perfectamente una figura como la de Artigas, quien en su prédica confederal parece atentar contra esa supuesta homogeneidad ancestral de la nación. El gran problema sin embargo lo tiene el fundador del diario "La Nación" al intentar ubicar a la potente figura de Martín Miguel de Guemes. El llamado "padre de los pobres" era a todas luces una rotunda encarnación de ese talante indómito y antiporteño que tanto incomodaba a la tradición liberal, pero a su vez al firmar el Pacto de los Cerrillos con el General Rondeau permitió que al Congreso de Tucumán sesionar y cumplir la sustancial tarea que había tomado a su cargo. A regañadientes y en sucesivas reediciones de sus obras originarias, Mitre hace malabarismos interpretativos para culminar concediendo que aún en la barbarie se alojan pequeñas cuotas de patriótica sensatez.
Respecto a este personaje, Guemes, ha acontecido un insólito episodio. En homenaje a su desempeño se ha suscitado un nuevo feriado nacional, que lo equipara con los ilustres apellidos de Manuel Belgrano y José de San Martín. Súbita irrupción de un siempre sospechoso caudillo en un estrellado de la patria por siempre intocado. Es un producto claro de los jugosos atrevimientos culturales del kirchnerismo, quien si por un lado cometió la torpeza de promover el anacrónico revisionismo del Instituto Dorrego, por el otro dejó como estimable huella simbólica la reivindicación de una mujer indígena (Juana Azurduy) y un populista salteño que enfrentó a los ejércitos realistas con su guerra de guerrillas.
Pero la complejidad del fenómeno no culmina allí, pues tal feriado se concreta en pleno gobierno de Mauricio Macri. Dubitativo entre vetar la ley y no colisionar con el peronismo amigable de Juan Manuel Urtubey, el Presidente tiene la misma incomodidad que Bartolomé Mitre. Cuando concurre a los actos correspondientes balbucea vaguedades, que hacen por cierto sistema con la mezcla de angustia y disculpas que en las recientes celebraciones del bicentenario le transmitió en vivo al ex rey de España.
Su linaje ideológico lo impulsa a despreciar cualquier tufillo populista y toda arenga que abomine de los imperios, pero el déficit de historicidad de su proyecto lo arrastra a convalidar aquello para lo que aún no cuenta con adecuada réplica. Problemas de la herencia recibida.
*Filósofo
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