OPINIóN
› Por Sonia Tessa
La discusión que abre el caso de Ana María Acevedo no se limita a sus escasas posibilidades de sobrevida, un argumento que muchos blanden como si fuera concluyente. Ni siquiera a su concurrencia a la ligadura de trompas ya aprobada, otra forma de revertir la responsabilidad sobre la víctima. Aún si sólo hubiera vivido seis meses más, como expresó el director del hospital Iturraspe Andrés Ellena, ella tenía derecho a decidir cómo quería hacerlo. La complejidad de su historia está determinada desde el principio porque Ana María era pobre, mujer y vivía en una zona cuyas características son más parecidas al Chaco que a Rosario. Nadie le dio la posibilidad de elegir, porque muchos médicos -no sólo en los hospitales públicos pero especialmente allí- consideran que los pacientes no tienen por qué ser parte activa de sus tratamientos.
El desprecio por la vida de una persona con una enfermedad de mal pronóstico para priorizar un concepto (el niño por nacer) se filtra en las argumentaciones. La indiferencia ante su dolor lastima. Ana María era una mujer presente, que debía recibir un tratamiento (paliativo, argumentan) y los médicos decidieron suspenderlo ante un embarazo de tres semanas. Defendieron sus convicciones "religiosas y culturales" antes que los derechos de una persona presente, con tres hijos y ganas de vivir, según cuentan quienes la conocían.
El Código Penal no indica que el aborto terapéutico deba ser autorizado por un juez. Pero el Subsecretario Legal y Técnico del Ministerio de Salud, Carlos Dulong, consideró necesaria la intervención judicial. "Ligeramente dicen que sí se puede, que está autorizado, pero después queda al libre albedrío y se hace un chiquero", arguyó.
El derecho de una mujer a decidir sobre su cuerpo es un crucial aspecto de este dramático caso. Pero no el único. La práctica médica en su conjunto, y la organización del sistema de salud, quedan cuestionadas. Durante varios meses esperó una derivación del Centro de Salud de su ciudad a uno de mayor complejidad. Debió intervenir un abogado. La ligadura de trompas, aprobada, no llegó a hacerse. Los médicos afirman que no concurrió, pero no se conocen los detalles de esa ausencia. ¿Tuvo que ver con su enfermedad, con sus condiciones sociales? Las discusiones sobre el derecho a la salud se refieren a la garantía del acceso, un punto fundamental cuando se trata de sectores vulnerables.
Y también el derecho a la información está puesto en la picota. Muchos médicos creen que, por sus falencias educativas, los enfermos pobres no tienen por qué ser notificados sobre su diagnóstico y posibilidades. Un agente del Iturraspe ejemplificó el desprecio por las personas que atienden. "En Oncología se pasa sala en inglés, para que los pacientes no entiendan qué se dice". Desde otros sectores de la institución se les informó que tienen derecho a saber.
La voluntad de los padres de Ana María para luchar por su hija fue notable. Fueron a la Justicia, donde los derivaron a la Defensoría del Pueblo. También allí concurrieron. El tiempo, precioso en este caso, transcurría. Hasta que encontraron un abogado. Pero ya era tarde. Ellena los había desafiado a llevar la orden de un juez, sin acompañarlos ni adjuntar una prescripción médica, como forma de dilatar -y complicar- el ejercicio de sus derechos.
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