LECTURAS
› Por Delia Crochet
Cerró con un portazo. Que se quejaran los vecinos.
Qué le importaba. La canilla perdía y el golpe regular y monótono de las gotas en el fondo de la pileta le había crispado los nervios. El ventilador arrojaba un aire caliente, no se podía estar. Fue entonces cuando decidió salir a la calle. Era la hora de las víboras.
El sol la deslumbró. Unos pocos autos corrían despavoridos. Espejos y cromados disparaban fogonazos cegadores, señales secretas, centellantes rayos entrecruzados. Poco después vio venir un taxi a paso de hombre, como si boqueara. Le hizo señas. Cuando se detuvo sintió el vaho ardiente del motor subiéndole por el cuerpo.
Dé unas vueltas por ahí indicó.
¿Por dónde?
Por ahí. De unas vueltas.
Las manos del taxista, laxas sobre el volante, rotaron hacia arriba y volvieron sin apuro a su posición anterior. Los dedos oscuros entablaron una conversación privada, subiendo y bajando alternativamente. No hacían falta las palabras. Por las ventanillas abiertas entraba un olor ferroso, alquitranado. Los árboles estaban inmóviles, con las hojas blandas y desfallecientes. La ciudad se derretía.
Se recostó en el asiento. El pelo se le vino a la cara sin qUe intentara sujetarlo. Observó los frentes de las edificaciones, las vidrieras, los graffitis. El empedrado se le imprimía en las entrañas. Así iba ella por la vida. A los tumbos, como los trastos que se atan a los coches en qUe huyen los recién casados. El taxi desembocó en la costanera y la marcha se hizo más lenta. Se entregó a la más completa soledad, sin tapujos, porque el chofer no Se hacía notar, iba en silencio, no fumaba, no llevaba la radio prendida ni estaba conectado a central alguna que taladrara los oídos. Era como si el auto marchara a control remoto.
Rosario se escurría hacia el río. En la Bajada Sargento Cabral confluían en pronunciada pendiente sedientas calles que olfateaban el Paraná. Qué cambiada estaba la ciudad. Qué ajena. Como un golpe de suerte en el juego, mostraba una riqueza reciente, casi despiadada. Las torres se alzaban frente a la costanera como un rosario de arrogancias. Como si hubiera decidido vivir a espaldas de sí misma. La costa se había desnudado, quitándose de encima su laborioso pasado. El centro languidecía. El comercio elegante se había corrido algunas cuadras huyendo de vendedores ambulantes y artesanos que pululaban al caer las sombras o cuando los inspectores se declaraban en huelga. Las cadenas de supermercados habían asfixiado un sinfín de comercios pequeños y amigables. Los shoppings habían amarrado sus carpas y ya nada era como antes. Ni se podía andar por las calles con seguridad, ni dejar las casas solas, ni quedaba esperanza de cambio.
Pero allí estaban los palos borrachos, los jacarandaes, los tilos. El Monumento. La Fluvial. Y las retamas bajando por las barrancas. Tanta belleza y tanto vacío. Hasta que más tarde empezara la afluencia de gente a ocupar los paseos. Entonces ella volvería a su encierro, incapaz de ir al cine o de salir a comer, porque ¿cómo hacerla? Había algo en las miradas que no podía soportar. Perdía naturalidad. Ni siquiera podía controlar los músculos de la cara para que no se notara lo difícil que era ir sola por la vida. Los días de semana, en cambio, le devolvían la seguridad, cierta liviandad para andar por ahí, para salir de compras o para lo que fuera.
El taxista llevaba el brazo izquierdo acodado en la ventanilla y manejaba con la mano derecha. De tanto en tanto los dedos de la mano que descansaba acompañaban alguna maniobra del volante, pero eso duraba poco, la mano se desentendía y el brazo colgaba entonces fuera del auto. Los canteros de la costanera habían quedado atrás y aparecía el manchón verde del Parque Urquiza. Las barrancas convertían la calle en un desfiladero. Enfrente, la fisonomía portuaria se mantenía en cierta forma, hasta que alguna pasión inmobiliaria, algún interés indescifrable, borrara para siempre una memoria de barcos y marineros.
Todo estaba muy quieto. De repente, el auto se deslizó a paso de hombre y se detuvo. La cabeza del taxista se inclinó hacia delante hasta tocar el pecho con el mentón. Lo golpeó en el hombro. Algo estaba mal, muy mal. Sintió un terror repentino pero no pudo articular palabra. Se bajó, asustada, y lo miró desde afuera. No tenía color en la cara. Los párpados entornados apenas dejaban ver unos ojos vidriosos. El pobre era como una prenda vieja colgada en un perchero. ¡Estaba muerto! Tembló violentamente y un sollozo se abrió paso en su garganta. Trató de refrenado. Respiró lo más profundamente que pudo. Un ser se había extinguido sin provocar ni siquiera el movimiento de una hoja, sin que pasara una nube en señal de luto. Cómo serenarse. Quería llorar.
Cruzó corriendo la calle. Un tejido impedía el paso hacia el río. Se aferró a él con las dos manos, desesperada. Necesitaba ayuda. Necesitaba que alguien, por una vez, se hiciera cargo de todo. La policía haría preguntas. La mirarían como a una anomalía. Ah!. .. ella conocía muy bien esas miradas salvajes, miradas que manosean, bocas torcidas, envalentonadas. No estaba en condiciones de contar lo sucedido. Se enredaría con las palabras. Cómo decides que iba en el taxi para dar unas vueltas, nada más. Debía ser la única mujer paseando en taxi a esa hora. Cómo decirles que había salido a la calle porque no podía respirar, porque no tenía aire acondicionado, porque la canilla perdía y la estaba volviendo loca, justamente eso, faltaba decir esas cosas y todo estaría perdido.
El tejido se descascaraba en sus manos. Se liberaba de una capa rugosa. Lo sacudió con fuerza. Tema que pasar, llegar a la orilla. Pero unas manos la tomaron por los hombros, firmes, fuertes. El pánico le impedía darse vuelta y se quedó quieta, sin respirar.
¿Qué está haciendo? dijo alguien.
Ella empezó a girar la cabeza sin soltar el tejido. Era un desconocido. Un hombre común que la interpelaba. ¿Qué le pasa? ¿Qué intenta hacer?
Ella dirigió la vista hacia el taxi.
Ya sé. Está muerto dijo el hombre.
¡Yo iba en el taxi!
¡Suelte el tejido, mujer! ¡Está histérica!
¡Es que me impresioné! ¡Nunca me pasó algo así!
Venía manejando y... el auto se paró... Yo lo golpeé en el hombro y nada, nada ...
Bueno cálmese. Está muy nerviosa. ¡Dios mío, ustedes, las mujeres! ¿Tiene celular? Yo me lo dejé en casa. Habría que avisar.
Iba muy callado. no hablaba. ¡Y de pronto ... !
Bueno, bueno. Afloje. Afloje el tejido, ¿no ve que está oxidado? Mírese las manos. Cómo lo habrá apretado.
El hombre le sacudió las costras oscuras con unos golpecitos de sus dedos.
Me siento mareada. Corrí hasta acá, no sé porqué, ¡pero no se puede pasar! Es el mal momento.
Necesito acercarme a la orilla.
Hay un hueco más allá. A veces vengo a pescar.
Pero, qué pasará con él ..
Ya va a caer alguien. Venga. Por aquí. Así se tranquiliza un poco. Después veremos.
Cruzaron a través de un hueco abierto en el tejido y avanzaron entre malezas y algunos arbustos. Una vieja barcaza estaba fondeada muy cerca. El agua la golpeaba incesante, como si quisiera quitársela de encima, como hace con los peces muertos que se pudren en la orilla con la mitad del cuerpo dentro del río y la mitad fuera. La corriente encrespaba el agua bajo cuya superficie rojiza anidaba una vida feroz.
No hay mucha pesca pero yo vengo algunas veces.
Se está tranquilo y no viene nadie. Desde afuera no se ve.
Ella miraba el agua en silencio. La sombra que proyectaban los arbustos era relajante. Él hablaba echándole rápidas miradas. En la calle, un auto se había detenido detrás del taxi y dos policías con las camisas mojadas se acercaban al taxista, pero ellos no lo advirtieron.
¿Vive cerca?
No. Vivo en la zona sur. En un departamento.
Con razón. Por eso la gente está cada día más loca.
Yo tengo una casa con mucho fondo, con árboles, lleno de plantas. Mi mujer...
El hombre calló y la miró de reojo. Después, fijó él también los ojos en el río. Y allí, sobre el agua, fue hilando frases que ella escuchaba sonriendo de tanto en tanto, ya casi repuesta. El sol bajaba poco a poco imprimiendo tonalidades de un naranja azulado. En la calle sonaba una sirena.
Las manos del desconocido se movían muy próximas. Ella encontró sosiego en la perorata del hombre. Mientras, dos enfermeros ponían al chofer en una camilla y lo llevaban hacia una ambulancia. Uno de los brazos colgaba hacia abajo. Lo acomodaron a lo largo del cuerpo, debajo de una manta de color verde. La ambulancia partió y la sirena se perdió a lo lejos. Pero el hombre y la mujer junto al río no se enteraron.
La tarde caía y el agua se hacía mansa esperando la noche.
¡Qué pedazo de río! dijo él.
Ella entrevió un enorme pez brillante. La luz del ocaso doraba sus escamas. Las aletas se agitaban en el ondulante ascenso que lo traía a la superficie y el agua circundarte se encendía en una fosforescencia extraña. por un instante las órbitas de oro se cruzaron con los ojos de la mujer. Enseguida se abismó y la fosforescencia se apagó tras él.
¿Lo vió?
¿Qué cosa?
El pez.
No. ¿Cómo era?
Era maravilloso.
El hombre soltó una risa despreocupada. Sus manos se arremolinaban.
En la calle circulaban innumerables autos sin apuro. El taxi ya no estaba.
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