LECTURAS
Tal vez no haya perdón para los soberbios para los tristes para los arrepentidos
tal vez no haya perdón para los carniceros zapateros panaderos
tal vez para nadie haya perdón
tal vez todos estén condenados a vivir
Juan Gelman
Rosario, 2001. Hay una señora que está sentada frente al televisor. Tiene los ojos vidriosos y en la mano derecha sostiene el control remoto. La señora pulsa un único botón y va saltando de canal en canal y de programa en programa. Un hombre de corbata azul conduce un noticiero y la imagen central es la misma siempre. Plaza de Mayo, sol de frente, policía montada, palos y balas. La turba de las bacantes enardecida en medio de una lluvia de balas de fuego. De pronto se corta la luz y la señora se angustia. Sin luz no hay televisión y sin televisión no hay dentro de ella más que un agujero negro lleno de angustia. La señora da vueltas por la casa sin saber qué hacer. Piensa en su hija, que hace poco menos de dos meses se ha ido a vivir a España, y al pensar en ella se lleva una mano a la frente como si pretendiera evitar el sol. Y piensa: Acá es un desastre, hijita, menos mal que te fuiste, menos mal. Ni luz tenemos acá.
De pronto la señora oye que alguien golpea el portón y pronuncia su nombre. La voz le resulta familiar y abre la ventanita. Es su vecina, preguntándole si tampoco ella tiene luz. No, no tiene luz. Claro que no tiene luz.
"¿Y ahora?" -pregunta su vecina.
Las dos mujeres levantan sus hombros y se miran a los ojos. No dicen nada, no pueden decir nada y entonces arrugan la cara y se lamentan, se sienten desgraciadas, traicionadas.
En ese mismo instante pasa un muchacho conduciendo un carro tirado por un caballo.
"Mirá cómo mira", dice la dueña de casa.
"A estos negros de mierda", dice la otra mientras señala con el índice, "habría que matarlos de chiquitos. Antes de que nazcan habría que matarlos".
Luego se despiden y se encierran en sus casas. Se esconden.
Hay un hombre que está sentado sobre un banco de madera en el pasillo de la morgue. El hombre está solo y el silencio desordena sus pensamientos. Ha ido a reconocer el cuerpo de Gervasio y el forense le ha pedido que espere unos minutos. Siéntese, abuelo, le dice y el hombre asiente con la cabeza pero le tiemblan las manos, la mandíbula. La espera lo atormenta. El hombre tiene poco más de sesenta años y aún no ha perdido su capacidad de horror. En un instante de lucidez decide dominar sus pensamientos, pero no lo consigue. Intenta poner su mente en blanco pero no lo consigue. Una mancha negra se desplaza a través de sus pensamientos como un alacrán en el desierto.
El hombre se llama Abelardo, Abelardo Pappini según el certificado de su baustismo, fechado en algún mes impreciso del año 39, y ahora está leyendo el diario de ayer, aunque ya se ha enterado de los hechos.
Gervasio tiene veintitrés años. Tiene, además, un carro tirado por un caballo que lo lleva adonde quiera, y un gorro para el sol. Son las nueve y media de la mañana y dentro del carro de Gervasio todo parece prolijamente ordenado. Sobre un costado del carro hay dos cajones repletos de hojas de lechuga madura. Del otro lado se apilan botellas de vidrio, y hay un par de bolsas de consorcio con ropa usada de diversos talles. También hay una silla con el tapizado roto y unas cuantas maderas atadas con un piolín. El caballo es blanco y sólo mira hacia abajo. Ahora se está quieto.
Gervasio es delgado. Causa impresión verlo de cerca. La ropa que lleva puesta le queda algo grande. Dos talles más grande, como mínimo. Tiene la camisa desabotonada en los puños y las botamangas del pantalón rozan la tierra de la calle por la que arrastra unas alpargatas. Ahora el muchacho se detiene frente a una casa de rejas negras que dan la impresión de custodiar con celo unas pocas macetas y un rectángulo de césped inglés. Ahora Gervasio golpea las manos. No hay timbre en ésa ni en ninguna de las casas de aquel barrio residencial. Unos segundos más tarde oye el movimiento de una llave girar dentro de la cerradura y alguien que se asoma.
"¿Tiene algo?"- pregunta Gervasio, y sus ojos brillan bajo el reflejo del sol.
"¿Qué busca? -dice el que abre la puerta, asomando la mitad de su cuerpo detrás de ella como si lo hubieran sorprendido en calzoncillos.
"¿Tiene algo? -repite Gervasio.
"No. No tengo nada".
"Algo para comer..."
El señor se toma su tiempo para pensarlo. Luego suelta un suspiro, pega media vuelta y se dirige a la cocina. Antes ha cerrado la puerta con media vuelta de llave y ahora camina hasta la heladera y observa lo que hay dentro: medio salamín, un pedazo de queso, tres milanesas de soja, cinco o seis huevos en la puerta de la heladera, un pimiento, unas cebollas y unas papas.
Después regresa a la puerta de calle. Da media vuelta de llave y comprueba que el muchacho aún sigue esperándolo en el lugar exacto en que lo ha visto minutos atrás.
"No tengo nada"- le dice. Perdonáme.
"¿Y ropa?"
"No tengo nada".
El verano está por comenzar y ya no se respira una gota de aire siquiera bajo la sombra de los árboles.
"¿Y un vaso de agua?" -le pide.
El dueño de casa sigue con medio cuerpo detrás de la puerta y lo mira a los ojos como si lo viera por primera vez. Hace un gesto que dura un instante y después pega media vuelta y vuelve a cerrar con media vuelta de llave.
"Negro de mierda", murmura mientras abre una de las puertas del aparador y saca del fondo un vasito de plástico. Después abre el grifo del agua fría y lo llena. Ahora camina hasta la puerta y en el camino el agua se balancea y una gota cae al suelo, y putea mientras da media vuelta a la llave, pero al asomarse a través de la puerta comprueba que el muchacho ya no está esperándolo detrás de las rejas.
El pasillo de la morgue huele a naftalina, piensa Abelardo Pappini. Huele a azufre, a creolina. Abelardo está asustado. Ahora se frota las manos y tiembla y ha comenzado a latirle el párpado derecho. Paciencia, se dice. Paciencia. Y mientras piensa en el joven que ha muerto, mientras piensa en la cara del joven que ha muerto, la cara destrozada que ahora él debe identificar ante el forense, porque solamente él se había ofrecido a reconocer el cadáver de un fantasma. Y en sus pensamientos, Abelardo corre de aquí para allá. Tan pronto sube, baja. Está confundido, se marea, siente deseos de vomitar.
De pronto comprende: lo único que hace es correr dentro de sus pensamientos. Correr, correr, correr. Pero no puede evitarlo y su pensamiento sigue corriendo, huyendo hacia cualquier destino en permanente fuga, buscando una respuesta, siempre corriendo y sin llegar nunca a ninguna parte.
Una pelota llega rodando hasta los pies de Gervasio, y hay cinco caras transpiradas que lo observan. Son cinco niños que lo contemplan inmóviles como si posaran para una fotografía.
Gervasio patea la pelota y alguien dice gracias.
"Está desinflada" dice Gervasio, casi gritando.
Los demás niños se quedan viéndolo con las bocas abiertas, como si estuvieran frente a un fantasma.
"Está desinflada" repite, ahora en un tono más suave.
"Y a vos qué te importa" grita uno de los niños.
Gervasio lo mira. El pibe también está mirándolo a los ojos, y aunque su corazón esté más agitado que el del resto de sus amigos, se atreve a demostrar que es capaz de sostener la mirada de alguien más grande que él.
"A vos qué te importa" repite.
Gervasio no puede articular una sola palabra. En cambio, siente un dolor inmenso. Pero de la boca de Gervasio no sale una sola palabra.
"¿Cómo se llama?"-dice otro de los niños.
"¿Yo?"-se sorprende Gervasio.
"No, el caballo" dice. "Cómo se llama el caballo".
Gervasio se acomoda el pantalón mientras mira a su pony. La tierra de la calle se le ha metido en los ojos y se limpia los lagrimales con una mano.
"Chiquito" responde. "Se llama Chiquito".
Luego se produce un silencio prolongado.
"¡Lucio!" se oye la voz de una madre. "¡Vení adentro!".
Gervasio repara en los ademanes de aquella mujer, en su actitud, en su mirada. Ella, en cambio, no le quita los ojos de encima a su hijo. El niño se mete en la casa con la pelota bajo el brazo, pero antes de entrar le dirige una última mirada a Gervasio. Por entonces los demás niños ya han desaparecido.
Desde dentro de una casa un hombre ha observado la escena.
"¿Qué hacés, pelotudo? -le grita. "¿Qué hacés molestando a los pibes?"
Gervasio levanta las cejas y los hombros.
"¿De qué te reís?" -insiste el hombre detrás de las cortinas.
Gervasio mira hacia los costados.
"Soltále el perro, Juan" - dice la voz de una mujer. "Soltále el perro, a ver qué hace".
El hombre la mira a los ojos y luego de un instante hace una mueca y sale al patio.
Unos segundos después aparece, abre la puerta de calle y deja salir a su rottweiler, que se abalanza sobre Gervasio y le destroza la cara.
La ambulancia llega demasiado tarde.
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