LECTURAS
› Por Marcelo Britos
El deseo todo lo puede. Acaso más que el odio y la tristeza, que encuentran siempre alguna manera de detenerse, el instinto de supervivencia, la misma humanidad. El deseo es impulso, el trueno que sigue al relámpago, porque son la misma cosa, somos la misma cosa. Y cuando no suena el trueno, espera. El deseo tiene una infinita paciencia y todo está gobernado por él, araña muda que teje puentes entre las casas. Cuando pensé en esto -esto que estoy escribiendo como si ocurriera ahora mismo- estaba arribando por segunda vez a Roma. He vuelto por un deseo irrefrenable de hacerlo. Nada de ese anhelo era concreto, nada tenía nombre ni forma y cuando abrí los ojos frente a la ciudad, lo entendí, entendí lo que buscaba, aunque nunca hubiera sabido realmente qué era. Sus calles vacías en la noche de invierno, los bares arrinconados en el empedrado, marea de mil años escondida en las miradas, la tibieza de la luz artificial en las ventanas. Las casas suelen esconder todo -pensé-, y fue justamente cuando recordé esto. A través del océano, lo recordé.
Esta familia tenía una mansión en La Cumbre y esa casa enorme resistida por el tiempo era todo lo que quedaba, brisa memorial de resignación y nostalgia. Lo podían decir todos y en cualquier segmento de existencia. Era todo lo que quedaba del apellido, de un tiempo breve y feliz, de una imagen filial que ellos habían soñado por otros. No heredaban sólo el material acumulado en la ladera -a veces le decían la casa de la montaña- entre árboles y piedras, sino también una alegría ajena, lo mejor de los muertos propios, lo imposible de alcanzar. Se repartían la propiedad por quincenas y en navidad y año nuevo coincidían con sus esposas y esposos, con los hijos, primos entre sí, que aún aceptaban los mandatos de la sangre y eran amigos y se extrañaban, acaso los únicos que querían que llegaran esos días. La casa tenía tres pisos que rodeaban por el centro las estancias con galerías de arcos victorianos, y desde allí podía verse hacia el Este al sol saltando entre las cimas, y todos vieron un amanecer, al menos una vez, para repetir en los bares de la ciudad o en las reuniones obvias, que eran dueños de un lugar que garantizaba esa vista. Todo tuvo su tiempo allí y a eso lo medían con la edad de sus hijos. Hubo meriendas con cascarilla y escones después del río, hubo caballos de madera pudriéndose después de la tormenta. Llantos después de haber caído con las manos sobre ortigas, horas en el baño después de las moras silvestres, matanzas crueles de sapos y serpientes ciegas. Repitieron la felicidad, lo hicieron cuanto pudieron. Hasta esa tarde del último día del 78, todos guardaban en la memoria una noche, precisa y nítida, dos años antes, luna llena en una cabalgata, luz de gas azogando la oscuridad. Se veían las caras y era como estar de tarde, se miraban las risas y cada detalle del pliegue de los cabellos y la piel. Y fue como desafiar la misma tiniebla, algo distinto y audaz, el principio de un recuerdo propio que no dependiera del álbum ni de las viejas anécdotas.
Estuve en el norte, en el norte de todo y en el del lugar en donde nací. Ahora estoy en el corazón de occidente. Los hombres son iguales. Las mujeres también; ahora es correcto decirlo. Ojos claros y negros. Pómulos hacia afuera y blancos, tostados y brillosos. Las sonrisas son iguales, las lágrimas también. Pero en algunos lugares la belleza viene de la naturaleza misma. No sólo los paisajes, sino que la belleza es todo y todo es la tierra, y quienes la habitan parececieran ser también parte de ella, y quienes la visitan desde otras culturas, son claramente ajenos; muñecos de plástico perdidos en el césped del fondo. Todos desean por ella y para ella. Mis ojos lo vieron así, acaso pudo haber alguna esperanza que no haya entendido. La belleza aquí, en cambio, es lo que el hombre ha hecho. Y el deseo es el de poseer lo que él mismo ha creado, y a la vez también ha fabricado ese deseo, espiral hedónico y siniestro de insatisfacción eterna. Sin embargo hay un deseo que los iguala, nos iguala. Viene de la misma sangre, de cualquier aire. Resiste al miedo, no lo amilana la muerte ni la calma. Ahora pasan unos pájaros y se mueven en grupo como un cardúmen. Es increíble, pero la formación y los movimientos son impredecibles. Vienen de la campiña y me han contado que trataron de erradicarlos porque ensucian la calle y los autos. Pero no pudieron. Es la única señal de naturaleza y la rechazan. Y aún así no lo logran. La vida se abre camino, aquí como en cualquier lado.
Ese año había cambiado algo en las ceremonias. Los chicos habían crecido. Había que bajar más al pueblo a que pudieran acercarse a los otros adolescentes, sobre todo Lorena, la más grande de Raúl. El mayor de los hermanos. Raúl había heredado el negocio, un comercio minorista de insumos de panadería en la parte buena de Saladillo. La menor de las hermanas era soltera, una soledad elegida, sin fracasos como solía decir, como quien no quiere jugar una ficha de dos pesos en un casino, para no perder. La del medio tenía tres varones, uno de doce, otro de once, y un recién nacido. El marido trabajaba en el comercio, como repartidor. Lorena se estaba haciendo mujer -eso decían todos-, Lorena ya no iba al arroyo con los chicos ni jugaba a la pelota con ellos, ni a la Oca. Usaba corpiño y amaba secretamente a un joven que la doblaba en edad. Amaba, claro está, como uno cree amar a los catorce años, con prescindencia de la carne, con una eternidad de cine. Su abuela le enseñaba a tejer, su aporte al pasaje del mundo femenino, y hablaban horas en la galería, a veces con fingida dedicación, a veces porque llovía y no había otra cosa que hacer.
El día anterior a esa tarde había llovido tanto que no dieron abasto las canaletas que rodeaban el techo para desagotarlo. Las piezas y la galería más alta se inundaron, otras estaban plagadas de ollas en el parqué para detener las goteras. Pero no fue sólo eso. El depósito se llenó y las deposiciones de toda la familia empezaron a salir desde abajo del pasto del parque de entrada. El olor era insoportable y no podían entender de dónde venía tanta suciedad, tanta putrefacción. Todos limpiando el pasto, descalzos y mirándose los pies negros de algo que no era barro, algo que había venido desde adentro de ellos mismos. Hubo cola en el baño para ducharse desde la caída de la luz. Había sólo un baño con agua caliente y era el que estaba en la planta baja. Era enorme, casi como una habitación. La ducha era con termotanque eléctrico y contra el azulejo había un respiradero en forma de rejilla que daba a la despensa, la única parte de la casa construida absolutamente de madera. Nadie sabía que función cumplía, pero quien se bañaba y escuchaba a alguien entrar del otro lado, tapaba con la palma de la mano el respiradero, si es que se había olvidado de cubrirlo con algo. Lorena esa tarde escuchó abrirse la vieja puerta de madera, pero no de la forma decidida y violenta con la que la habrían todos, la oyó despacio, con sigilo, como si la intención no fuera otra que espiarla. Atinó a cubrirse con las manos los pechos incipientes, pequeñas colinas rosadas salpicadas de lunares, y luego lo hizo con una mano y con la otra cubrió la mirilla. Durante la cena miró con recelo a sus primos y ellos se reían, pero no podía culparlos sin probarlo, y se moriría de vergüenza de aceptar delante de todos que la habían visto desnuda.
En el último día de año viejo se distrajo en la galería con su abuela, con el atardecer manchado por un arco iris débil, témpera aguada por la lluvia, y por la vegetación que comenzaba, con esfuerzo, a ganar la pulseada de olores a la marea nauseabunda. Cuando le dijeron que entrara al baño lo hizo con el tejido en la mano y sin la toalla, para no perder el turno. Habían puesto la mesa sobre la galería baja, la más concurrida de las dos, mantel blanco y las copas, y los primeros platos para el aperitivo. Fuentones con hielo y botellas, bandejas de sandwiches con repasadores mojados. Su madre le alcanzó la toalla y prendió la ducha. Cuando terminó de quitarse toda la ropa, oyó, otra vez, la puerta de la despensa. De la misma manera que la había oído antes, con el rumor sombrío del acecho, imaginó incluso a los dos estúpidos, risueños saltarines, caminando en puntas de pie entre las cajas, acercándose al respiradero con la carcajada contenida. Esta vez la reacción fue distinta, odio incontenible. Tomó una de las agujas del tejido y esperó. Cuando lo creyó propicio dio un latigazo recto y veloz entre las pequeñas divisiones de lata, y oyó a alguien trastabillar en la madera y cerrar fuerte la puerta, a la carrera. Retiró la aguja con algunas salpicaduras de sangre en la punta. No oyó gritos ni quejas. Fue a la habitación que compartía con su tía, y allí se cambió. Entró ella y también su madre, y no parecía ocurrir nada fuera de lo normal. No se oía a sus primos, solían estar corriendo en el parque delantero, jugando con los perros o con la pelota. Sólo podía escuchar las voces de su padre y su tío que hacían el asado en el quincho. Fueron sentándose en la mesa. Ya los veía llegar desde el extremo de la galería, munidos de pirotecnia y hablando en voz alta, pero no podía verles la cara. Tendría que ser el mayor, al otro no le interesaban esas cosas. El mayor, sí. Se sentaron. Los rostros limpios, sanos. Las orejas, podían ser las orejas, pero también estaban intactas. Estaba segura que había sido el ojo. Mientras pensaba en lo segura que estaba, sí, el ojo, había sido el ojo de alguien, entró su tío. El boludo de tu marido -decía el tío- mirá cómo se lastimó. Atrás su padre, la cabeza gacha, el tajo que cruzaba el párpado y se alejaba hacia la sien. El boludo dice que metió la cabeza para acomodar una brasa, y se raspó con un alambre de la parrilla. ¿Quién? El Raúl. Pero eso está feo che. No, no es nada -dijo su padre-. No es nada.
Asumo el riesgo. Yo no voy a juzgar al deseo de nadie. Lo harán los demás. Nunca falta nadie para eso. Ahora bajo por una calle en el barrio Monti, las enredaderas y los cables cubiertos de luces festivas, de colores y amarillas. Y la Vía Corso también, luces en todas partes, la araña ha tejido así con luz para que todos quisiéramos venir. Como tirar de la cuerda de la telaraña que indica que ha caído algo, que es hora de la voracidad. Un amigo me ha explicado que los pájaros que viajan en cardumen se llaman estorninos. Y viajan así para protegerse de los predadores, mantienen una distancia perfecta entre cada uno para evitar que otro pájaro se meta entre ellos, y viran inesperadamente, y cambian de forma, no ellos, sino todos, lo que forman entre todos. Nunca es la misma figura. Pero eso ya es otra historia.
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