Dom 05.01.2014
rosario

LECTURAS

De un epitafio

› Por Beatriz Actis

"No voy a escribir sobre él sino a andar a su lado y hacer de eso, por fin, un diario". (Julio Cortázar, sobre "Imagen de John Keats")

Todo lugar es fugaz. Nos conocimos en Roma, hace diez, doce años. O quince. Era difícil -después, sentados en un cafecito bullicioso cercano a la plaza- olvidar la máscara mortuoria de Keats al lado de su cama. Keats vivió poco tiempo en Roma y allí murió, en aquella casa de la Piazza di Spagna, al lado de las escalinatas que llevan a la iglesia de la Trinità dei Monti. Mientras en la Piazza la oleada de turistas a la que hasta hacía instantes nosotros habíamos pertenecido se sentaba en las escalinatas o daba breves paseos circulares cuyo centro era la fuente de Bernini, nosotros dos, por separado y sin saberlo -sin conocernos todavía pero fieles a nuestros destinos de travesía-, entramos al museo en que con los años se había convertido la casa (Keats llegó allí porque en Inglaterra se agravó su tuberculosis y los médicos le aconsejaron que se alejase del frío y marchara hacia el clima benévolo de Italia; así lo hizo, invitado por Shelley).

El contraste entre el silencio interior de esos pequeños salones y el bullicio de afuera hacía que la calma quieta del museo resultara respetuosa, adecuada para un homenaje al muerto célebre cuyos manuscritos, retratos y objetos personales íbamos a contemplar. Nos rozamos, nuestros brazos se tocaron apenas, frente a la máscara mortuoria; estábamos absortos, como detenidos. La tradición funeraria buscaba capturar el rostro del muerto a través de una máscara que preservara la memoria visual y táctil de su cara; lograba, en cambio, algo cercano al horror.

Octavio era entrerriano, de Concepción o de Concordia (no lo recuerdo ahora, pero el nombre de la ciudad empezaba con "C", como "ciudad"). Me dijo que en el Palacio San José, en la Sala de la Tragedia, se exhibía en una vitrina la máscara mortuoria de Justo José de Urquiza. A partir de ese momento, empezamos a llamar a nuestros infames hotelitos -porque desde allí decidimos continuar juntos el viaje- "salas de la tragedia". Se había recibido de ingeniero agrónomo, a eso sí lo recuerdo, porque la familia tenía campo en Entre Ríos y ésa había sido su obligación, a la que no se pudo rebelar, pero lo que le interesaba en verdad era la pintura; había ahorrado en los últimos años de la carrera trabajando como mozo, traductor o restaurador aficionado, y pudo hacer entonces su viaje iniciático de los veintipico de años, la ida a Europa que siempre había soñado. Su destino inicial fue Venecia, en donde dictaban un curso sobre "El fresco italiano"; recuerdo eso muy bien, aunque no así su ciudad de origen o el año de aquel periplo, de aquel encuentro.

Yo soy de Córdoba fue una de las primeras frases que le dije "aunque era evidente por la tonada", tal vez para apuntar hacia alguna complicidad provinciana. Estaba en esos días sola en Roma porque había terminado mi breve curso de inglés en Londres y decidí recorrer un poco el continente. En Londres, le dije, en Hampstead Heath, rodeada por jardines, hay otra casa de Keats y yo la había visitado antes de viajar a Italia. Llegué tarde, había terminado el horario de visitas vespertinas pero no estaban corridas todavía las cortinas o no había cortinas? y el interior se notaba iluminado. Atravesé el jardín y pude rodear la casa, espiando a través de los vidrios, casi encaramada, absorta, como tiempo después lo estaría ante su máscara mortuoria. Allí se guardaba el anillo de compromiso que él le dio a su amada Fanny Brawne. Era noche temprana, en otoño oscurece muy pronto por aquellas regiones, y rondaba la casa de Keats como un espíritu nocturno; yo misma, una sombra romántica.

Nos quedamos en Roma más tiempo del previsto (como Keats, si bien no había escapado de mis toses, sí había huido del frío y los grises de Londres); otro motivo de complicidad lo daban los intereses compartidos, nuestras lecturas. Me causaba gracia deambular por Roma con alguien con nombre de Emperador. En el cementerio protestante, la tumba de Keats está cerca de la de Shelley. El poeta ya no se fue de Italia. (Se dice que cuando Shelley fue encontrado muerto tenía en el bolsillo un libro de poemas de su amigo).

Hace días que comenzaron a inquietarme estos recuerdos, que estuvieron postergados durante una década o más, como hibernando, y al principio vinieron a mí sólo como la cara borrosa de un amigo de la primera juventud del que no había vuelto a tener noticias (ni siquiera a través de las redes sociales, como suele ocurrir en estos tiempos) o como una secuencia inconexa de algunos bellos lugares de paso. Me mudé de Villa María a Córdoba y ésa fue la oportunidad de limpiar cajones olvidados, el fondo y lo alto de los placares, todo aquello con función de desván de trastos en diversos lugares de la casa. Entre las chucherías halladas en un alhajero de madera pintada, encontré el anillo. Tal vez era de plata, aunque se había desgastado y en partes la capa superficial color plateado había dado lugar a otra, color cobre. Tenía una piedrecita verdosa en el centro. Me lo había comprado Octavio en un mercado de Roma; fue ése el primero de los recuerdos recuperados y fue además una de las tantas cosas que tiré o di a mis sobrinas para que jugaran. Lo entendí como un obsequio que me hacía el pasado antes de extinguirse.

Tras mudarme, el primer día que salí a recorrer el barrio de mi nueva ciudad, junto con el reconocimiento de adónde estarían el supermercado, la lavandería, un kiosco abierto hasta la medianoche, lo vi. Barría, era joven, vivía a la intemperie. Entre sus pertenencias escasas se destacaban las señales de tránsito, que parecían salidas de un curso de educación vial (pensé: -Adónde las consigue?): cascos, banderines, carteles, conos anaranjados. Una de las primeras noches de deambular por las "para mí" nuevas veredas lo vi sacando fotos de un modo compulsivo, como era esperable; apuntaba durante largo tiempo, fogonazo tras fogonazo, hacia el mismo lugar, la vereda de enfrente, desierta, y sólo el flash intermitente iluminaba su rincón desolado y oscuro. Otras veces lo encontré dibujando o tal vez escribiendo, sentado en la improvisada cama-mesa de una esquina de Alta Córdoba, en un cuaderno espiralado.

Pasó más o menos un mes. Empezó el frío y en mi recorrido diario lo perdí de vista. Tuve la inexplicable necesidad de salir a buscarlo. Se había mudado de improviso de la esquina habitual pero, según lo supuse, no se había alejado demasiado del barrio. Así fue; lo encontré atrincherado a unas cuadras del paraje anterior, como en un fuerte improvisado hecho con un carro de supermercado y las señales viales. Me pareció que estaba demasiado expuesto esta vez, en una esquina sin reparos; pensé que no tardaría en mudarse de nuevo (la cara cada vez más tiznada, las manos arrugadas por el frío). Tras su Fortaleza Bastiani, apenas asomaba: tenía un mapa extendido sobre las piernas y lo examinaba con una linterna. Afuera, la ciudad era su deserto dei Tartari.

En esos días, uno de los vecinos del edificio que me cruzaba habitualmente en el ascensor y era el único con quien intercambiaba algunas palabras, me había visto contemplándolo, a metros de su lugar. Y una mañana, en el palier de entrada, me sacó el tema: Al tipo le gusta conversar, una vez me dijo que anda de paso, que viene de viajar por el mundo, y no sólo dibuja, a veces escribe. -Volvió? Se ve que estaba al tanto de sus últimas mudanzas y que me consideraba una especie de protectora del Loco o una especialista en el tema. Le conté que no había regresado a la misma esquina anterior, aunque el vecino ya lo supiera; que estaba viviendo en otra, cercana. Después el vecino recordó que había escuchado al Loco una vez cuando simulaba hablar por un teléfono público; disentí: yo lo oí hablar realmente y pedir helado, al rato, un cadete de la heladería le llevaba el pedido a su pequeño campamento (a su guarida). Seguimos conversando sobre sus peculiaridades y él especuló sobre el origen, sobre la historia trágica que lo habría llevado a vivir en la calle. No sabíamos su nombre.

Enmudecí. Me di cuenta de que estaba preocupada por él pero nunca me había atrevido a mirarlo de frente, cara a cara; lo que sabía, lo sabía porque lo espiaba de lejos o, si pasaba a su lado, lo observaba por el rabillo del ojo, tratando de que no se diera cuenta. Me daba pudor enfrentarlo, que se sintiese acosado por mi mirada, creí en aquel momento. El vecino volvió a preguntar en qué esquina lo había encontrado en los días recientes y esta vez le respondí con la precisión que seguramente aguardaba, con nombres de calles que cruzan y descripción del ancho de la vereda y de los negocios u otras referencias próximas al lugar. Hizo un gesto de alivio: Temí que el barrio lo perdiera.

Esa noche me costó dormir. A la mañana siguiente lo encontré (había salido a buscarlo) sentado entre sus cosas; tomaba café en un vasito de plástico, con la mirada perdida. Hacía mucho frío y él tenía las piernas cubiertas por una frazada. Me detuve a su lado y lo saludé con la mirada clavada en sus manos, en el vaso de café. Después le pedí -mi voz era un susurro; temblaba- que me mostrara los dibujos. Tardó en responder, en entender tal vez; sonrió apenas y me extendió con gesto mecánico el cuaderno. Estaba abierto en una de las páginas y mostraba un boceto a lápiz, inconcluso. Di vuelta la hoja, la misma imagen ocupaba todo el espacio, pero más completa, con detalles. Vi otra página, parecida.

Era el dibujo de una tumba en la tierra, de una lápida rodeada de lirios, de un cementerio antiguo. En la lápida no se leía ningún nombre, sólo fechas, palabras en inglés, signos. Traduje la evidencia con los ojos húmedos: "Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua". No me atreví a intentar, siquiera, mirarlo a la cara.

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