Domingo, 26 de enero de 2014 | Hoy
Por Natalia Massei
"es feuilles mortes se ramassent à la pelle,/ les souvenirs et les regrets aussi". Jacques Prévert
Trescientos cincuenta y dos proyectores y veinte mil lámparas encienden la torre Eiffel sobre el fondo nocturno de París. La ciudad es un telón negro interminable detrás de la pirámide de hierro. A pesar del encandilamiento es fácil imaginarse toda París iluminada por el resplandor: los picos, los techos, las antenas, las chimeneas, los gallos en las veletas... Una fisura oxidada interrumpe el trazo de luces a la altura de uno los cuatro pilares de acero. El cartel se ha resquebrajado en un extremo: Florería de Paris. Av. Francia 1986. Justo al lado del cementerio. Otro letrero ubicado sobre la puerta del local "una vista panorámica de la avenida de Champs Élysées" indica que la florería fue fundada en 1965. Dudo que los clientes se detengan en las gigantografías y mucho menos que noten la grieta antes de entrar a comprar flores para un finado.
Tengo atragantado un cuento que empieza así pero no sé cómo sigue. Nada. Ni un conflicto, ni un personaje. Sólo este punto de partida: Paris de noche en un cartel, una florería, el cementerio. Busco la intersección donde vibra el nudo de una historia.
La alucinación de París es algo que me pasa todo el tiempo, escucho una canción y me transporto. Si el tema es viejo y con fritura de fondo, mucho mejor.
"Sur les quais du vieux Paris,
le long de la Seine
le bonheur sourit,
sur les quais du vieux Paris,
l'amour se promène
en cherchant un nid." (1)
Es una suerte de idilio, nada original, que tengo desde chica, reforzado por mi profesión de profesora en francés. Idilio no es lo mismo que idealización aunque se rocen. Hay cosas que jamás haría, como pegar calcomanías de la bandera francesa en mi agenda; conversar en francés con otros profesores que hablan el español argentino como lengua materna; saludar a los estudiantes fuera del aula con un bonjour; traducir mi nombre y convertirme en Nathalie cuando doy clases.
París es aquí una foto sobre un chapón. Un cementerio es la realidad lindera a mi fantasía donde el relato encalla. Froto las teclas con las yemas de los dedos, les doy golpecitos como si escribiera pero sin presionar. Estoy seriamente paralizada. Reviso mi correo electrónico, ingreso a Facebook para distraerme. Actualización de estado de Marcelo Enrique Scalona: "Tengo una buena y una mala noticia. La buena es que existe vida (o algo así) después de la muerte. La mala es..." Suficiente. No termino de leer la frase. La cita es de Roberto Bolaño. Ya sé lo que tengo que hacer.
Empecé a visitar el cementerio invocando a Bolaño. Que apareciera en mi cuento y me brindara el giro necesario para resolver la historia como lo hace en la novela de Javier Cercas, Soldados de Salamina. No la leí pero me contaron que hace eso y es justo lo que necesito. Se me ocurrió mientras leía "El Retorno": un muerto que piensa, siente, habla, se compadece. Marcelo me había ayudado a dar el primer paso para desentrañar esta historia.
La primera visita fue un sábado a la tarde, mientras en casa dormían la siesta. Esperé durante veinticinco minutos un colectivo que por fin me dejó en la puerta del Salvador, por calle Ovidio Lagos. Bajé detrás de una señora de cabello muy blanco, elegantísima con un blazer violeta y perfume dulzón. Crucé la calle en línea recta mirando el asfalto y me persigné antes de entrar aunque no soy católica. Avancé un poco por la calle 6, entre mausoleos ostentosos. Me recordaron un poco a las fotos que había visto del cementerio Père Lachaise. Se me aflojaron las piernas enseguida. Tuve que retroceder y volver a tomar impulso para desviarme hacia una galería de nichos laterales. No pude subir los tres escalones que accedían a un extenso pasillo de sepulturas verticales. De reojo vi pasar a la señora del colectivo que ahora llevaba un ramo de flores. Empecé a caminar detrás de ella a una distancia respetuosa. Atravesamos la calle hasta el otro extremo: un edificio de nichos en el que entró. No la seguí, no me pareció correcto. Recién ahí noté que me había adentrado por completo en el laberinto de tumbas. Busqué la salida apurando la respiración, sobre la mitad del camino empecé a correr.
Fui varias veces más. Casi siempre entrando por avenida Francia. La entrada por Francia es una experiencia más administrativa y terrenal que la de Lagos con su fachada blanca de 1888, de estilo dórico. En el extremo opuesto: el paredón de ladrillos con sus puestos de flores a lo largo, los vendedores sobre la vereda que toman mate y escuchan cumbia; el ingreso de edificio público: paredes lisas y puertas de vidrio. La Florería de París al lado y el ritmo periférico de la avenida con sus galpones, sus dependencias municipales, la circulación de colectivos y de camiones que pasan a alta velocidad dejando detrás de sí un eco de carga pesada.
De Bolaño, nada. Hasta que conocí a Susi. La había visto antes, pero no había reparado en ella, ni se me hubiese ocurrido hablarle. Intentaba pasar desapercibida y no me hubiera atrevido a hablar con nadie. En general, hacía mis anotaciones en una libreta cuando ya me había alejado del cementerio. Tampoco me había animado a utilizar la cámara fotográfica que llevaba en la cartera. Usaba siempre anteojos oscuros para neutralizar la expresión del rostro y, en la medida de lo posible, la identidad. Tenía pensado qué decir si un vigilante me interrogaba sobre el motivo de mis reiterados paseos. Aunque no había podido decidirme por una de las dos explicaciones que tenía preparadas: soy estudiante de arquitectura y estoy haciendo un trabajo para la facultad; soy escritora y estoy escribiendo un cuento que transcurre en el cementerio. Ambas me daban pudor. Hay gente que visita ese lugar para encontrarse con el rastro de un ser amado. Sin embargo, cuando Susi me abordó, a pocos metros de la entrada, perdí los reflejos. Estaba apoyada contra el paredón, justo antes de los puestos de flores: "¿A quién venís a ver, hija?".
Susi es una travesti robusta. Metro setenta y cinco con tacos. Melena sedosa, negro azabache. El maquillaje alineado y fresco. Un tono de voz amable, trabajado. Entre cuarenta y cinco y cincuenta años de edad.
-Estoy buscando un fantasma -le dije e inmediatamente sonreí para mostrarme cuerda.
-Como todo el mundo, nena.
Enseguida se presentó y me dio un escalofrío porque mi mamá se llama igual. Susana también se llamaba su madre fallecida. El nombre lo había elegido por ella. Cuando murió mamá yo todavía trabajaba acá. La enterré yo, me dijo, mientras me guiaba hasta la sepultura de su madre, en un panteón social de siete plantas. Subimos en ascensor hasta el piso cinco.
Susana Ramos de Rodríguez
1932 - 2007
Vivirás siempre en el recuerdo de tu hijo.
-Después no vine más -siguió-. Recibí un telegrama por abandono de trabajo... sin indemnización.
-¿Y qué hacías acá?
-Sepulturero. Diez años. Ya sentía que no me daba más el cuerpo. Con mamá acá no pude seguir.
Antes de la muerte de su madre sólo se vestía de mujer para salir de noche. Nunca en el barrio, ni el trabajo. De día, jamás. Tampoco tomaba hormonas. Era vestirse y maquillarse para salir y nada más.
-Había empezado de joven. Al laburo lo conocía por mi viejo.
-¿Trabajaban juntos?
-Un tiempo sí. Hasta que se jubiló. Es raro llegar a jubilarse de esto. Hay que tener estómago.
-Claro...
-Era un tipo callado. Aspero de temperamento y de piel. No sé si por el oficio o si era su forma de ser.
--Susi... ¿lo conocés a Bolaño?
--No. ¿Trabaja acá?
A su mamá la despidió con una carta donde le contaba que le gustaba eso, que se iba a quedar con algunos vestidos suyos de cuando era joven, collares, anillos, el vestido de novia, y que se haría llamar Susi, como ella. Cuando volvió del entierro se duchó un rato largo, tiró la ropa sucia en una bolsa de consorcio, se calzó una tanga del último cajón y se tiró a dormir un poco incómodo porque todavía no se había acostumbrado a andar así todo el día.
-Al tiempo, volví a visitarla. Los muchachos me la habían cuidado, ¿podés creer? Le habían lustrado el mármol y le habían puesto flores. No tenían ninguna obligación...
-¿Y sabían lo tuyo?
-¡No! ¡Al principio no me reconocieron!
Una vez me preguntó a qué me dedicaba. Era raro que preguntara. En general, ella hablaba y yo escuchaba y tomaba notas. Profesora de francés, le dije y se le encendió la mirada.
-Mamá era fanática de todos: Charles Trenet, Yves Montand, Juliette Gréco, Edith Piaf... ¡Todos los franceses! No conozco pero es como si hubiera ido mil veces?
"Les feuilles mortes se ramassent à la pelle,
Les souvenirs et les regrets aussi
Et le vent du nord les emporte
Dans la nuit froide de l'oubli.
Tu vois, je n'ai pas oublié
La chanson que tu me chantais." (2)
Así fue como encontré a Susi. No dejo de visitarla intentando hilvanar este relato inconcluso. Hace poco le regalé un libro de Bolaño. Me miró como si fuera a preguntarme algo, pero no dijo nada.
Una imagen de París iluminada sobre el fondo negro de un cartel de chapa es la mejor manera que se me ocurre de empezar a contar esta historia de cruces sutiles que tendrá como título una sola palabra.
1) "En los muelles de París/ a lo largo del Sena/ la felicidad sonríe,/ en los muelles de París/ se pasea el amor/ buscando un nido".
2) "Las hojas muertas se juntan con la pala/ Los recuerdos y los pesares también/ Y el viento del norte se los lleva/ Hacia la noche fría del olvido/ Ya ves, no he olvidado/ La canción que me cantabas".
*Este relato integra la antología Nada que ver (Caballo Negro Recovecos, 2012)
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