LECTURAS
› Por Rafael Ielpi
El boliche rebosaba de gente. Miré con atención y vi que no me había equivocado demasiado: se codeaban los matones con las prostitutas y un engominado presentador insistía con desgano en su cantinela: Pasen a ver la mujer,/ la mujer más gorda del mundo. Nadie parecía darse por enterado mientras el bandoneón de un gordo con cara de niño se mezclaba con la guitarra de un tipo de ojos dormidos, en un matrimonio perfecto, inhumano.
Los mozos iban y venían sosteniendo las bandejas a la altura del hombro: vasos con whisky de dudosa procedencia; copas decoradas con filetes dorados en las que burbujeaba apenas un champagne tibio, intomable. Una cristalería de secretos y misterios.
Un canillita entró voceando las noticias de la noche. Eran las mismas del día anterior y del mes pasado y de hacía veinticinco años: inmutables, eternas. Eché una mirada rápida pero la muerte del tipo en el "Orquídea" no figuraba en ninguna parte. Una muchacha entre risas ahogadas, contaba a otra con cara de mejicana, los equívocos amores y las desdichas de su amiga Esther; me pareció que exageraba. Ninguna mujer es nunca tan infeliz ni tan malévola, pero no me atrevería a defender esa hipótesis ante ningún jurado. Un hombre con el pelo revuelto y ojos de loco bailaba con la sombra de una mujer en medio de la pista desierta. Decididamente, Los Angeles no es la misma de antes, me había dicho Bernie Olhms, y tal vez tenía razón.
- Malena canta el tango como ninguna - me informó en el oído una voz que me sonaba familiar. Me di vuelta para encontrarme con una sonrisa llena de dientes albos, perfectos. El peinado se le estiraba hacia atrás, reluciente. No tenía una sola arrugada en la cara como de harina.
- ¿Le parece? - pregunté haciéndome el distraído, pero no tenía la menor idea de quién era esa cantante. El tipo me miró con una cierta dosis de piedad, perdonándome la vida. Se ajustó el foulard alrededor, se puso el sombrero de copa que mantenía sostenido con la punta de los dedos junto a su pierna y tapó con él la brillantez engominada y tirante. Tiene pinta de gigoló, me comenté a mí mismo con desgano. el me echó una mirada de costado, con malicia de compinche y después dejó de interesarse en mí. Me pareció lógico.
Había conocido tantos latinos en los últimos veinte años que éste podía haber sido perfectamente uno de los tantos que sobrevivían como podían, pero algo me sonaba distinto en él. No estaba para investigaciones esa noche, no tenía cliente que me pagara viáticos, nadie aguardaba mis conclusiones, había cruzado la ciudad en mi viejo Chrysler, había pedido casi una hora en Pacific Point - el único lugar de la costa que conseguía tentarme- y había llegado allí. En otros tiempos debió ser un lugar bastante elegante, pero aquella época ya había pasado, pensé. Me quedé allí, fumando y esperando. Me desinteresé también del tipo.
En el fondo del local, Juancito Caminador se empeñaba en convencer con sus historias a una rubia con cara de soberano aburrimiento. Los cabellos de oro le caían sobre los hombros dorados. El me miró como si no hubiera visto en su vida, pero yo no estaba allí para recordarle el pasado a nadie. De todos modos, le dediqué una mueca casi amistosa. Debo estar empezando a ablandarme, me dije, pero nadie pareció darse cuenta de nada.
Miré la pista: ninguna cara conocida. Allí todo era baile pausado, diálogo de pieles, frotamientos, cadencias. Una vez, en el Hotel Van Huís, había bailado yo también con una muchacha que quería volver al pasado: no funcionó. Ella era demasiado joven y estaba tal vez buscando más un padre que otra cosa, y yo no era lo suficientemente viejo para lo primero ni demasiado joven para la segundo.
Una mujer con grandes ojeras me hizo una seña con la cabeza, pero no me gustaron sus ojos; tenía una mirada perdida, como de borracha o algo peor. Ella insistió con el gesto y me acerqué. A centímetros la impresión no mejoraba para nada.
- ¿No te acordás de mí? - me dijo sonriendo, pero no consiguió arreglar mucho más el asunto. La verdad era que no me acordaba para nada. Hice un esfuerzo porque me daban lástima sus cejas fruncidas, su voluntad por ayudarme en el ejercicio de memorias. Pero no hubo caso.
- La verdad que no.
- El caso Murdock - me dijo- . Parecía que se jugaba la última carta a un miserable par doble.
Lo recordaba perfectamente, pero hubiera sido mejor que no. Aquel no había sido, precisamente, uno de mis mejores trabajos, pero así son a veces las cosas.
- Sí - concedí sin embargo- ; ahora me acuerdo. ¿Cómo anda eso?
La mujer me miró con resignación. Se veía que no le había ido demasiado bien, pero no era de las que dan el brazo a torcer. El vestido parecía bastante usado y el tapado de piel no era por cierto un estreno, pero los llevaba sin vergüenza y hasta diría que con altivo decoro. Ganó algunos puntos con todo eso.
- No me puedo quejar - murmuró- y aunque me quejara ¿qué arreglaría?
Le dí la razón y terminé invitándola con un whisky. De a ratos, observábamos el ambiente, intercambiando frases sueltas y tomándonos a sorbitos el brebaje. El barman me miró un par de veces con cara de póquer pero adiviné que se divertía con mi conquista. Le tiré un beso y huyó despavorido: un viejo truco que todavía funciona en ciertos casos.
- Seguís en la misma oficina? - me preguntó al rato- ; espero que hayas mejorado la decoración. Eso parecía una pocilga...
- A mí me gusta así - dije- ; debe ser porque uno termina por acostumbrarse o elige una escenografía única para toda la obra.
La verdad es que no tenía explicación alguna que dar. Había elegido aquel lugar en el sexto piso de un edificio que miraba hacia el este como podría haber elegido cualquier otro hacia el oeste. Ella se encogió de hombros. Vos no cambiás más, dijo. Y como eso yo ya lo sabía e incluso lo habíamos discutido ella y yo hacía mucho tiempo, los dos sentados en aquella oficina desordenada, distrayéndonos de tanto en tanto mirando el vidrio esmerilado con las letras doradas ya bastante pálidas, la conversación terminó.
Le pagué el whisky, ella me lo agradeció con un gesto desabrido y se fue caminando hacia el fondo del local hasta que la perdí de vista. Me miré en el espejo que estaba detrás de la barra. Un tipo de cara alargada, con algunas arrugas en los costados de la boca fina y el pelo que empezaba a ralear un poco, me observaba con una especie de mueca de hastío. Tenía una sombra de barba azulina en la cara y se pasaba la mano por la barbilla como sopesando la posibilidad de una afeitada rápida que mejorara las cosas. Detrás suyo, se movía una cantidad de gente que pasaba en parejas, gesticulando y riendo.
Hola, Philip - lo saludé con desapego. El me devolvió el saludo. Después, los dos levantamos el vaso al mismo tiempo y bebimos también a la par.
Cada vez se parece más a Robert Mitchum, pensé. El barman me miraba fascinado, sin atreverse a decir una sola palabra. Me pareció ponderable en un barman.
- Perdone lo de hace un rato. No acostumbro a tirarle besos a los hombres a cada paso, pero no me gusta que fisgoneen en mis asuntos - dije- .Le pedí otro whisky y me lo sirvió con tanto esmero que casi me hizo reír.
- Sí, señor. Perfectamente, señor - contestó con aire jocoso, pero se ubicó en la otra punta de la barra. En eso, sentí que me tocaban otra vez el hombro con suavidad. El morocho del sombrero de copa y el foulard me contemplaba con aire cínico
- Te estuve mirando, pibe - dijo- ; no sos muy galante con las damas, ¿no?.
- Nunca me lavo dos veces los pies en el mismo río - contesté. Un chistoso, murmuró. Me volvió a mirar otra vez, con esa sonrisa llena de dientes y la cara como maquillada, blanquísima. Algo no encajaba del todo en el rompecabezas sin embargo. Pero había visto tantas caras lindas, maquilladas y blanquísimas en Hollywood que bien podía ser la suya una de las tantas. Algo me decía que tal vez la había visto contemplándome desde un afiche de cine, pero no estaba seguro.
- ¡Qué corso, hermano, qué corso! - dijo: así te vas a quedar siempre araca, como los giles...
Eso es lo que tienen los latinos - pensé- ; siempre hablando como su estuvieran en un ghetto. No se les entiende un carajo, pero él se dio vuelta dando por terminada la cuestión y me dejó parado junto a la barra. Las parejas se trenzaban en los pasos del baile, se buscaban una y otra vez y se desencontraban con la misma tenacidad. El bandoneón del gordo parecía haberse quedado dormido en una sola nota sorda, melancólica. La guitarra lo seguía, solícita, dos pasos más atrás, con un dejo de nostalgia. Una música triste. Me gustaba un poco eso pero no era del todo para mí. Demasiados años escuchando buen jazz me habían vacunado contra nuevas tentaciones aunque llegaran envueltas en el celofán de una nostalgia palpable, casi acuosa como aquella,.
Cuando quiso seguir caminando, cuatro mujeres le cerraron el paso con risas y grititos histéricos. El las atendió galante, un poquito a cada una. Peggy, Betty, Mary, Julie a diciéndoles y las cuatro se contorsionaban como si alguien les metiera la mano debajo del vestido.
El tipo tiene su estilo, reconocí.
Estuvo un rato en esa gimnasia y al final pudo despegarse con esfuerzo. Las cuatro se quedaron paradas, solas, como cuatro figuras de cartón sostenidas por una invisible varilla en medio de la escena. Las boquitas pintadas se les habían abierto en una O de absorta bobería. Cuando se dieron cuenta, la avalancha de bailarines las empujó dentro de la pista al compás de una música alocada.
El había conseguido llegar casi hasta la puerta. Saludó con una mano al tipo de la barra, que secaba el mismo vaso desde hacía como diez minutos con un repasados de blancura dudosa, siempre en el extremo de la barra. Después, empezó a subir los escalones con andares de bailarín. Se le oía canturrear, a pesar del ruido y de las voces: con ansias constantes de cielos lejanos.. Lo entendía claramente entonces, a pesar de que mi español no era por cierto para alabarlo demasiado. Es más: yo también ansiaba ver el cielo a esa hora. Era la entrada de la primavera y las grandes borrascas todavía no se habían instalado en California. Habían cesado las lluvias, las colinas se veían verdes y más allá de los cerros de Hollywood, la nieve brillaba en las alturas. Había pasado por Beverly Hills: los jacarandaes florecían con estrépito.
El barman lo miró irse y le envió un saludo displicente, tapado ahora por el ruido de la música y los gritos que venían de una mesa donde sonaban pitos, matracas y estampidos de corchos de champagne golpeando contra el techo encalado: no me gustaban los borrachos ni los tipos de la barra que se pasan de confianzudos con los clientes. Eso era parte de mi código; poco diálogo con barmans, agentes literarios y picapleitos..
Los tipos de la mesa eran cuatro, con tres rubias teñidas que trataban de ganarse los billetes con un entusiasmo digno de mejor causa. O no, nunca se sabe. Una de ellas me miró largamente. Después, en un descuido de los otros, me guiñó un ojo: parecía un poco joven, un poco ebria, un poco drogada. Le di la espalda. Esas aventuras nunca terminaban bien. La hija de un senador, una vez, me había enredado en una de ellas y todavía, de noche, me despierto arrepintiéndome de eso y maldiciendo mi estupidez. Algunos casos fáciles quedaron perdidos para siempre por su culpa y algunas de las arrugas que me miraba cada mañana en el espejo provenían también de ese tiempo.
El tipo de cara alargada había vuelto a acodarse en el bar, tieso en la banqueta y me miraba con aire crítico, otra vez escéptico, con los ojos de Mitchum entrecerrados y un cigarrillo en los labios. Volví a girar hacia la pista: esa era toda una noche de convidados fastidiosos.
Muy cerca de su rubia ahora, Juancito Caminador parecía haber ganado valioso terreno en su trabajosa conquista. Ella atendía sus palabras con una sonrisa que ya no lucía tan profesional como hacía un rato. Se veía que estaba flaqueando, esperando que después de todo aquello llegara algún mágico colofón que la sacara -que los sacara a los dos- de ese lugar del Central y la llevara lejos, muy lejos. No sé por qué pero me inspiró simpatía la rubia; cualquiera hubiera soñado con salir de ese agujero. Bernie insistía en eso: En California hay la mayor cantidad de todo y lo mejor de nada, masticando su puro con algo bastante parecido a la ira. Pero Bernie era definitivamente un amargado. Mon cheri, susurró la muchacha, medio avergonzada de su pronunciación, pero Juancito, que apenas sabía decir merde en francés, no escuchó sus palabras.
El anunciador, cansado de pregonar una mercadería que nadie compraría jamás en ese lugar, se había sentado a un costado de la pista y compartías su aburrimiento con un tipo delgado con cara de fullero. Poco a poco la cabeza se le fue cayendo sobre los brazos cruzados hasta quedar apoyada en la mesa. Entre dientes seguía murmurando su letanía:
Si quiere ver la vida color de rosa/ eche 20centavos en la ranura. Era noche de español pero no me pareció caro y eché la moneda en la máquina iluminada. Sobre el bandoneón cachaciento y la guitarra nítida, surgió la voz que decía con ansias constantes de cielos lejanos.. Otra vez de lo mismo.
El tipo con cara de fullero se me aproximaba caminando de costado, como si estuviera bordeando las mesas de un poblado garito. Debe ser la costumbre profesional, pensé. Cuando llegó as mi lado me miró con atención, como reconociéndome poco a poco.
- Hola, Philip - dijo, y me tendió la mano.
Lo miré un instante y recordé otra vez todo. Una noche en el Dovery Drive, una pelea y algunas balas perdidas que encontraron, pese a eso, destinatarios precisos. Una mano que me guió en medio de la oscuridad angustiante hasta abrir una puerta sobre un callejón desierto. Una palmada en mi hombro y una voz ronca diciéndome: Levante vuelo, amigo, esto no es Sunset Boulevard, y la puerta que volvió cerrarse dejándome solo. Le di a mano.
- Hola - contesté- . Nunca había sabido su nombre, pero no importaba demasiado a esa altura: ¿Cómo va eso?
- No me puedo quejar- dijo Voz Ronca, y se sentó en un taburete a mi lado. Estuvimos tomando más whisky, hablando de otros tiempos, otras voces y otros ámbitos; se nos mezclaban ciudades, mujeres, garitos, bares y recuerdos. Cuando se terminó el recuento, nos volvimos a dar la mano y se fue.
Miré hacia la escalera que subía hasta la calle. La rubia que esperaba desde hacía tres horas no había aparecido y quizás nunca se le cruzó por la cabeza aparecer, pero así son los riesgos en este trabajo: a veces se pierde y, muchas veces, también se pierde. Las rubias suelen tener esa condición voluble que suele volverlas mucho más deseables todavía. La música seguía sonando más triste cada vez. El gordo y el guitarrista parecían estar en el limbo, fuera del tiempo y de la distancia e incluso de la propia melancolía del lugar, del que ellos eran una parte viva. No era que no me gustara; me gustaba, pero sentía que tres minutos más de su música podrían llevarme a dar la cabeza contra la pared sin remedio. Cuando salga de acá voy a escuchar un poco de jazz, me propuse, sintiendo que se me secaba la garganta, pero fue solo un consuelo pasajero.
El tipo del sombrero de copa y el foulard ya se había perdido en la noche cuando salí, pero a mí me seguía pareciendo que a esa cara yo la había visto en otra parte, y tal vez muchas veces. Me quedé siempre con la duda. O yo tenía mala memoria para las caras o él tenía una mala cara para mi memoria. Cuando por fin alcancé el Sunset Boulevard, las madreselvas de China asomaban sus colores sobre algunos cercos. Atrás, la hilera de bungalows con techos empinados parecía una escenografía pintada por un ingenuo. Pero si algo se había terminado hacía tiempo en Los Angeles eran los ingenuos.
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