CIUDAD › DECLARARON DOS HERMANOS DE UNA VíCTIMA DE LA MASACRE DE LOS SURGENTES
Francisco y María Inés Oyarzábal contaron el secuestro de José Antonio, el 12 de octubre de 1976, la incansable búsqueda, la tardía confirmación del asesinato,
y la desidia de un juez con los restos, que fue como "su segunda desaparición".
› Por Sonia Tessa
"Para los abogados, lo que se juzga acá son delitos. Para los familiares, son dolores. Yo me pregunto cuántos dolores tienen que pasar por este escritorio para que los asesinos estén presos", expresó Francisco el Vasco Oyarzábal al final del testimonio en la causa Díaz Bessone, sobre la desaparición de su hermano José Antonio, una de las siete víctimas de la masacre de la localidad cordobesa Los Surgentes. Puso así sobre la mesa la indignación que provoca que los seis acusados por delitos de lesa humanidad estén en libertad. Su hermana María Inés, también dio testimonio ayer. A José Antonio le decían el Ciruja desde la escuela secundaria, y así lo llamaban en el club Duendes donde jugaba al rugby. Tenía 22 años, estudiaba Derecho y era militante de la Juventud Universitaria Peronista. Había dejado de vivir con sus padres, se había mudado a una pensión, en España 961, pero todos los días iba a almorzar con su familia, y a dejar la ropa sucia para que su madre la lavara. La última vez que Francisco lo vio fue el martes 12 de octubre de 1976, al mediodía. El jueves siguiente un compañero de la JUP lo alertó sobre la ausencia. Empezó una búsqueda en la que "se cerraron muchas puertas".
Recién en 1982, por intermedio de la madre de Daniel Barjacoba y la tía de Eduardo Lauss, otras víctimas de la misma matanza, supo que su hermano estaba muerto. En marzo de 1984, María Inés y Francisco presenciaron la exhumación de cuerpos NN del cementerio de San Vicente, en la ciudad de Córdoba, con la esperanza de recuperar sus restos. Vieron cómo se sacaban -sin ningún cuidado- unos 50 cráneos, muchos con orificios de bala en la nuca. Incluso, vieron un cráneo con una venda sobre los ojos. Esperaban que allí estuviera José Antonio, le proporcionaron al entonces juez Gustavo Becerra Ferrer toda la documentación posible para identificarlo. Pero entonces no existía el análisis de ADN. El magistrado devolvió los restos al cementerio. En 2003, el Equipo Argentino de Antropología Forense quiso recuperar los cuerpos para identificarlos, con las nuevas tecnologías que incluían el análisis de ADN. "Necesitábamos que apareciera aunque sea un hueso", dijo ayer María Inés. Entonces, se enteraron de que aquellos restos habían sido incinerados en febrero de 1985. "Para mí fue la segunda desaparición de mi hermano", afirmó Francisco ante los jueces. Su sueño era traer los restos para enterrarlos en el cementerio El Salvador, junto a sus padres.
Francisco contó que los primeros -escasos- datos sobre el destino de su hermano los obtuvo gracias a las averiguaciones de Sara de Mackey, la madre de Etelvina, su novia de entonces. La mujer formaba parte del poder judicial provincial y fue de inmediato a la jefatura de policía a pedir una reunión con Feced. La atendió el comisario Corrales. Era el 18 de octubre de 1976, José Antonio había sido asesinado la madrugada anterior, junto con Cristina Costanzo, María Cristina Márquez, Analía Murgiondo, Sergio Jalil, Lauss y Barjacoba. Corrales, sin embargo, dijo que Oyarzábal había sido detenido en la vía pública y lo habían herido, que estaba en Jefatura, y que iba a pasar a disposición del Ejército. La mujer se entrevistó también con el subcomandante del segundo cuerpo de Ejército, Andrés Ferrero, que la intimó a no averiguar más sobre esa situación.
Para saber dónde estaba José Antonio, los Oyarzábal intentaron en el Comando del Segundo Cuerpo de Ejército, en el Arzobispado de Rosario, en los tribunales, con pedidos de hábeas corpus. "Todas las puertas se cerraron con hostilidad", rememoró ayer Francisco. Los datos más certeros llegaron por una denuncia hecha a través de una carta, desde la cárcel de Devoto, por los detenidos políticos Carlos Pérez Rizzo y Gustavo Piccolo. Ahí supo que debía probar "del otro lado", como dijo ayer. "Empezamos a recorrer la parte más dura de la historia, pero generando nuevos afectos. Acá había humanidad, entendimiento, solidaridad. Eran las otras víctimas, las que habían puesto la carne en la sala de tortura. Nosotros teníamos el cuerpo intacto pero también mucho dolor. Sigo sin entender las ausencias", dijo ayer Francisco durante su testimonio, que afrontó con una persistente carraspera. "Desde que me enteré de que debía testimoniar hoy me pica la garganta, perdón", les dijo a los jueces, en otra muestra del valor simbólico que tiene el momento para cada uno de los que se sientan allí.
Francisco militó en organismos de derechos humanos desde el final de la dictadura militar, hizo presentaciones en los años 90 por la inconstitucionalidad de las leyes de obediencia debida y punto final, hasta debió tolerar que una oficial de justicia fuera por esos años a su casa a embargarle bienes, porque un recurso había sido rechazado, y generaba costas. "Me produjo gran violencia, porque mi hermano no estaba y a mí me querían sacar una biblioteca", relató ayer.
Durante años esperó que su hermano estuviera vivo. Cuando tuvo certeza de su muerte, esperó recuperar su cuerpo. Cuando supo que era imposible, esperó la justicia. "Siempre esperamos que algunas de estas bestias dijeran lo que habían hecho. ¿Cuántas madres murieron sin saber dónde estaban sus hijos? ¿Cuántas abuelas mueren sin saber donde están sus nietos? Y los que tienen las respuestas, callan", manifestó Francisco. Antes de morir, su madre expresó ante el sacerdote confesor que quería reunirse con José Antonio. María Inés le hizo honor en su testimonio. "En nombre de mi madre, que recorrió estos bulevares en soledad buscando a mi hermano, en nombre de ella pido justicia", dijo.
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