CIUDAD
La Dirección Nacional de Migraciones homenajeó a quienes hace más de
medio siglo llegaron a la Argentina en busca de un nuevo horizonte. Un acto emotivo lleno de relatos de cuando las esperanzas soñadas buscaban transformarse en realidad.
› Por José Maggi
Tienen más de 50 años en esta tierra. Llegaron de niños, de adolescentes o de adultos. Algunos, por casualidad. Otros con la fe a la que los empujaba la necesidad de creer en un futuro distinto ante su realidad de guerra y hambre. Llegaron en barcos y conocieron el Hotel de los Inmigrantes. Su Argentina fue la de Perón y la de Evita, a quien debieron aprender a nombrar. Nacieron en Portugal, en Italia, en España, en Yugoslavia, pero vieron encallecer sus manos en estas tierras. Hace solo unos días, aún con el pobre equipaje con el que llegaron en sus memorias, un grupo de ellos fue homenajeado por su medio siglo en esta tierra. Ninguno pudo culminar su relato ante el auditorio, ni su agradecimiento. No era para menos, los rostros de los que se quedaron del otro lado del gran charco sobrevolaban sus memorias, entremezclados con las voces de sus hijos y sus nietos, nacidos al calor de otra tierra que los cobijó. Fue el viernes, en una dependencia oficial en pleno centro de la ciudad, que por un rato se asemejó a la bodega de uno de los tantos barcos que hace 50 años acunó las esperanzas de miles de inmigrantes.
Mariana García, delegada local de la Dirección Nacional de Migraciones y mentora de la iniciativa, explicó que "se trata de homenajear a los extranjeros que tuvieron el valor hace más de 50 años de tomar la decisión de viajar, de dejar el territorio que los vio nacer, o de dejar incluso a sus familias, con muchas incertidumbres y pocos contactos, y de haber decidido y optado por este pais, para venir y para quedarse".
Según remarcó la funcionaria "el Estado nacional desea estar presente en la vida de las personas que son migrantes, que son nuestro espacio de gestión. Y mostrar que la Dirección Nacional de Migraciones no es solo un punto en un puesto de frontera que pone sellos o que atiende detrás de un mostrador. Tenemos una nueva ley que impone el imperativo categórico de gestionar la integración sociocultural para el respeto de las colectividades y de los derechos humanos. Y creemos que esta es la forma de hacerlo".
"Migrar -agregó García- es una experiencia traumática, por lo tanto quien migra está cargado de coraje y de valor, pero también implica mucho sufrimiento. Generalmente las personas que vinieron a este pais trabajaron y apostaron con su familia y con su vida cotidianamente a esto. Asi que como Estado nacional es un placer homenajearlos".
Uno de ellos es Giovanni Mercurio, quien nació en un pequeño pueblito cercano a Nápoles. Tiene 82 años y fue vendedor ambulante gran parte de su vida en Carcarañá, donde se asentó apenas bajó del barco. Dice estar muy conforme con este país "que te dá todas las oportunidades. Es para hacer de todo. Y no lo digo por agrandado", aclara en su medio idioma, un español fuertemente italianizado, "cuando llegué no sabía manejar una bicicleta, y llegué a cambiar siete veces el auto. Hice cuatro o cinco casas y volví tres o cuatro veces a Italia, estuve en Francia y en Inglaterra. Así que no me puedo quejar con lo que hice, que lo logré por esta tierra". Su recuerdo más fuerte es la pobreza con que desembarcó. "Pero la gente me llegó a querer mucho. Trabajé de peón de albañil en Rosario y cuando volvía en el tren me ponía a cantar, y la gente se venía donde yo estaba. Gané muchos concursos de cantor y hasta llegué a cantar en el Rancho de la Cambicha", señala orgulloso, mientras repasa pícaramente las ventajas de su don con las mujeres argentinas, "las más lindas del mundo", asegura.
Jose Marujo vive en Carcarañá, pero llegó hace 68 años desde un pequeño pueblo de Portugal, la Quinta de Paraisal. Tenía seis años cuando emprendió el viaje junto a su hermana de ocho y su madre. Su padre estaba hacía cinco años en Argentina, y fue quien después de haber juntado algo de dinero, los mandó a buscar. El barco Arlanza fue el que los depositó en tierras argentinas, aunque también a bordo del cual se contagiaron de sarampión, lo que los obligó a estar internados cuarenta días en un hospital.
En su pueblo natal según recuerda "había muchos pastores, de cabras y de ovejas, y muchos cerdos por lo que casi no comíamos carne de vaca. A este animal se lo usaban para tirar los carros. Y el que tenía una yunta de bueyes era un rey", remarca José.
En su pueblo tenían la costumbre -obligada- de ir a misa. "Porque eramos pocos y al que no iba, el cura lo nombraba", recuerda. Pero también había otras menos traumáticas. "Teníamos un horno grande en el centro del pueblo que era usado por una familia distinta cada vez para hacer el pan para quienes quisieran compartirlo. Los hombres llevaban sus guitarras además de vino y papas, y la fiesta era completa", confiesa José.
Su primer oficio fue el de hojalatero, como su padre. "Antes no estaba el plástico y todo era de chapa, desde las fuentones, las regaderas, las canaletas, caños, los tarros lecheros y baldes.Todo era de chapa". Después fue plomero y gasista.
En estos 68 años asegura que ha vivido "muy tranquilo en Argentina especialmente estando en un pueblo chico, donde se podía dejar la puerta abierta, los chicos jugaban en la calle y una familia cuidaba de otra. Eramos todos padres de todos los chicos". Pero el recuerdo más fuerte es el de su maestra de primer grado "que me repetía muchas veces, tantas como fuera necesario las palabras, porque hablaba portugués y me costaba mucho pronunciarlas. Pero ella nunca se cansaba y ponía un empeño y un amor enorme por enseñarme, y se sacrificó mucho para hacerlo. Tengo que agradecerle a esa maestra que fue como una madre para mi", recuerda José, emocionado.
Renzo Giuliano es un italiano de Popoli, en la región de Abruzzo, enclavado al pie de tres montañas. "Y se llamaba Popoli porque era un paso obligado del mar Adriático al Tirreno y en la antigüedad se aglomeraba gente de muchos lugares distintos. Por eso Popoli, que significa pueblos". Desde alli emigró a los 25 años y lo decidió que "después de la guerra en Italia todo se había puesto muy duro. Un día -agrega- vi un aviso de la Argentina pidiendo gente con oficio, y me anoté hasta que en marzo de 1950 me convocaron. Y como era más lo que provocaba de gasto a mi familia que lo que podia aportar, decidi venirme".
El embarque fue a bordo del Mendoza, un barco demasiado pequeño para cruzar el Atlántico. En total operaba cinco embarcaciones con nombres de provincias argentinas, modelo Liberty que los norteamericanos usaban para transportar mercaderías, y que fueron adaptados en este país para transportar personas. En abril de 1950 tocaron suelo argentino y fue a parar directamente al Hotel del Inmigrante. "Nos trataban bien y la verdad es que la comida era abundante", recuerda. Renzo se radicó en Casilda y como mecánico de autos trabajó cinco años en relación de dependencia, después gracias a su suego se independizó. Años después, con la ayuda de un crédito del Banco Industrial que dependía del Banco Nación, montó su propio taller para rectificar motores. Finalmente con otro crédito, esta vez del Banco Provincial, se compró su casa. "Soy feliz, fui muy feliz en esta tierra, que no solo me dio todo esto que le nombré, sino también un ángel de mujer, además de dos hijas y cinco nietas. Asi que creo que, modestia aparte, me he portado bien con el pais, al que le he dado todo mi esfuerzo. Pero también tengo que reconocer que he recibido mucho más, muchísimo más", confiesa Renzo con su ojos llenos de lágrimas mientras abraza a una de sus hijas.
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