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“Igual que en la vereda irrespetuosa de los cambalaches, se ha mezclao la vida, y herida por un sable sin remache ve llorar la Biblia, junto a un calefón”, decía Discépolo en la década del ’30, y eso que él no tropezaba con las películas que cualquiera que nosotros que camine por las calles, al menos en la Capital Federal (y sospecho que en gran parte del país), encontrará a su paso, prolija o desprolijamente embolsadas en celofán, y envueltas en las correspondientes carátulas, o no tanto.

Los cinéfilos podemos regodearnos, porque al mismo precio que el alquiler en un videoclub, pero con calidad garantizada (no necesariamente buena, garantizada), nos podemos encontrar con copias (no necesariamente truchas, a veces son tan originales que ni siquiera son de la película que dicen ser) del mejor, el mediano y el peor cine inimaginable. Películas que no pasaron por el cine, ni pasarán nunca, ya que ni siquiera han sido filmadas, se encuentran allí. Versiones absolutamente originales, ya que se terminan antes, o empiezan después, o se transforman en otra por la mitad. Puede ser que usted piense que El Padrino tiene dinosaurios entre sus secuaces, porque se traspapeló una parte de Jurassic Park, o que Brad Pitt se vuelva Jim Carrey, o Michelle Pfeiffer, o que Darín se metamorfosee en un robot, o que en el medio de Titanic aparezca el discurso de Biolcati mientras King Kong se trepa al Empire State. Para no hablar, porque sería casi una perogrullada, de Lilita Carrio cantando “It’s the end, my friend”, en Apocalipse now. Pero ojo, que a veces, las pelis tienen “calidad DVD” y, según dicen, se ve “mejor que el original”, y quizá sea cierto. Y a veces están “bajadas de Internet, con subtítulos en swahili, jeringozo y egipcio antiguo”,

Con todo eso, los videoclubes no dan más..., y entonces se dedican a quejarse por la piratería, y a vender juguetes, mochilas, supremas de pollo, lo que rinda.

Y de todo eso hablamos, y tratamos de reírnos, en este suplemento.

Nos vemos el sábado que viene.