› Por Rudy
Hace algunas décadas, querido lector, para ser más precisos en los tiempos de mi infancia, existía una expresión en nuestro lenguaje cotidiano (Buenos Aires, los ’60), “me tenés seco”, que se usaba para decirle a otra persona que uno estaba cansado, harto, que no lo/a soportaba más, que por favor cambiara de actitud, que así las cosas no van más, que “estoy con los testículos/ovarios más allá del piso con tu falta/exceso de compromiso”, que “no te pienso dar un centavo más”, que “no me preguntes más ‘nosotros qué somos’, porque no lo sé”, que “por más honorarios que me pague, no tengo la lámpara mágica para resolver los traumas de su vida”, que “¡por favor, pare de decirme ‘ajá’, ‘ujum’ y ‘a usted qué le parece’ ante cualquier cosa que yo diga”, que “lo nuestro fue lindo mientras duró, pero ya basta”, que “¡no te voy a llamar por teléfono cada vez que estornudo!”, que “ya sos grande para estas boludeces”, que “¡otra vez haciendo ruido a las 4 de la mañana!”, y tantas acepciones como las que nuestro idioma, nuestra idiosincrasia y nuestra imaginación lo permitan. Pero siempre era: “Me tenés seco”.
La realidad es que esa expresión, más allá de dialectos tribales/grupales/barriales, se parece más a un bono de la deuda argentina emitido en los ’90, que a cualquier otra cosa. Quiero decir: está totalmente depreciado, devaluado, caído. Ni los fondos buitre lo agarrarían, y eso que ellos agarran cualquier cosa en su afán insaciable de conseguir esa extraña alquimia que haría vomitar a los verdaderos alquimistas de la Edad Media: transformar papeles en oro.
Porque cualquiera que anda por esta ciudad, vive, transita, visita, trabaja, estudia, viene a visitar a algún pariente, viene por amor, por turismo, por salud, por imperiosa necesidad de asado, o de psicoanálisis, o de ver a Boca o a Argentinos Juniors, cualquiera, digo, que, cual Pablo Milanés, pise nuestras calles nuevamente, se dará cuenta de que “me tenés seco” no va más en esta Buenos Aires amarilla del siglo XXI.
En siete palabras: caen dos gotas y se inunda todo.
Como buenos porteños, argentinos, sudamericanos, occidentales, terráqueos, creemos firmemente que “esto no puede ser”, “no debe quedar así”, “hay un nivel de negligencia tremenda”.
La lluvia no nos deja salir, porque está todo inundado y no tenemos ganas de mojarnos hasta el apellido. Y además el subte se complica porque se inunda. Y el auto mejor no sacarlo del garaje. Y los taxis están todos ocupados, y si no están ocupados, están carísimos. Y los colectivos no vienen. Y si vienen, están repletos. Y además no tenemos ganas de trabajar. Y no nos gusta tomar mate solos. Y sexo... bueno, eso podría ser, pero primero un poco de nuestro deporte favorito de las tardes de tormenta: ¡buscar culpables!
Sí, porque lo importante no es que las cosas se arreglen y funcionen bien sino a quién poder echarle la culpa de que no se arreglen y sigan funcionando mal o lo largo de las generaciones. Más de un abuelo, una bisabuela, un chozno, podría decir, por ejemplo el pasado lunes: “¡La culpa la tiene Alvear/Rabanal/Grosso, que no arregla las calles, no entuba los arroyos, no resuelve el tema de la acumulación de residuos!”.
O echarle la culpa al gobierno nacional, cosa que en un tiempo (hasta los ’90) tenía sentido, ya que era el presidente quien elegía al intendente; pero ahora la Ciudad es autónoma y somos los porteños los que votamos y elegimos a quien culpar por los desastres de nuestra amada Reina del Plata.
También está el que le echa la culpa a Dios, que hace llover, o rememora aquella famosa “máquina de lluvia” de Baigorri Velar (años ’30, Década Infame, fraude, “Cambalache”). O le echa la culpa al Zodiaco, o al Horóscopo Chino, o a la Oficina Meteorológica. A la hora de buscar responsables, nadie como nosotros.
¿Será por eso que no lo arreglan, para no privarnos de una tarde de lluvia encerrados en casa, en la intimidad, sin luz, ni tele, ni Internet, viviendo como lo hacían nuestros antepasados y tomándonos todo el tiempo del mundo para insultar a coro, o en forma solista, a quien nos parezca responsable? ¿Será ésa la “excusa exitosa”?
¿Que quieren que les diga? A mí, ¡me tienen mojado!
Hasta la semana que viene, lector.
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