› Por Rudy
Hola lector, ¿cómo anda? ¿Cómo ha pasado esta semanita? Ya estamos claramente en abril y, si se descuida, pronto estaremos en mayo. Y si no se descuida, también, que el tiempo pasa independientemente de nuestras previsiones al respecto, mal que nos pese.
Estas últimas semanas, meses, años, siglos quizá –pero yo no estaba aquí para poder atestiguarlo– el miedo es protagonista. O al menos un importante actor de reparto de la película de la vida de los habitantes de nuestro país, nuestro mundo, nuestro sistema solar.
Cierto es que los miedos han ido cambiando y son de lo más diversos: desde el miedo a “ese extraño aparato al que llaman televisión y se mete en mi casa y habla” hasta el miedo a “no poder apagarlo porque me siento solo”.
O el miedo a salir a la calle en plena luz del día, porque ese aparatito que nombramos en el párrafo anterior, y algunos de sus cómplices, instalan, agendan, determinan que usted, yo, nosotros, vosotros y ellos, debemos sentir ese temor, más allá de nuestras propias percepciones.
¿Dice usted que ocurren hechos concretos que alimentan esos miedos, lector? Sin duda, no lo negamos. Como también ocurren otras cosas, que nos harían tener otros tipos de miedo, pero como no nos enteramos...
Por ejemplo, ¿habrá alguna estadística respecto de cuánta gente enciende la tele porque tiene miedo a la soledad? No sabemos si la hay, pero si la hubiera, probablemente no sería noticia, y si lo fuera, sería una breve, un rinconcito del noticiero.
¿Y cuánta gente les tiene miedo a los ratones, a los espacios cerrados, a los abiertos, a los entreabiertos, a los dinosaurios, a los perros, a los gatos, a los platelmintos, a los arácnidos, a los superhéroes enmascarados, a los amores no correspondidos, al abandono, a los padres, a los hijos, a los espíritus, a los payasos, a que le roben la plata camino al banco, a que el banco no le quiera devolver su dinero, al infierno, al médico, al psicoanalista, a los cerdos, a los vampiros, a los veganos, a los marcianos, a los sordos ruidos que oír se dejan de corceles y de acero..?
¿Se acuerda de cuando la gente le tenía miedo al infierno? En esos tiempos, uno no escuchaba, no leía en medio alguno títulos como
“Nuevo caso de robo a mano armada en el Infierno. Las multitudes le reclaman a Belcebú que redoble la seguridad” o
“Piquetes bloquean las rutas en el Averno reclamándole a Satanás una disminución de azotes mensuales” o
“Según una encuesta, la imagen pública de Mefistófeles cae en picada en este último trimestre, dado que los medios aseguran que tanto el Limbo como el Paraíso tienen un mayor crecimiento económico que el Infierno”.
De hecho, nadie sabía demasiado sobre cómo era el Infierno. La única información posible al respecto la obtenían en los templos religiosos, que obviamente no eran imparciales.
Pero, además, el Infierno no formaba parte de su realidad habitacional. Era un lugar “al que podían ir después de muertos”. Nunca antes.
Y sin embargo, la gente, aparentemente, le tenía tanto miedo al Infierno, que muchas veces hacía cosas que terminaban convirtiendo al mundo actual, real, palpable, en el infierno tan temido, cuando, en nombre de algún Dios, creencia, líder o rey y bajo la promesa de “una vida mejor”, atacaba, mataba, aniquilaba a los que no coincidían (a veces también a los que sí) con su ideología, religión, nacionalidad, color de piel, sexo, raza). Alguien los convencía de que “Dios está con nosotros” y “ellos son el infierno”. Y allí, el miedo.
El miedo a la soledad (actual, futura, e incluso pasada) nos puede acercar a personas o vínculos que nos van a hacer sentir más solos aún. El miedo a la pobreza nos puede hacer tomar decisiones que nos lleven a la ruina. El miedo a la enfermedad nos puede hacer consumir productos de efectos colaterales desconocidos. El miedo, cuando conduce, es peor que el más ebrio de los choferes. Y sin embargo, le dan el registro.
Stephen King, reconocidísimo autor estadounidense, de quien nadie diría que “escribe esos cuentos de terror porque vive en el conurbano bonaerense”, en un (a mi gusto) maravilloso libro de cuentos El umbral de la noche, que se publicó en Argentina en 1979 (Pomaire), inicia el prólogo con estas inquietantes palabras:
“Hablemos, usted y yo. Hablemos del miedo. La casa está vacía mientras escribo. Afuera, cae una fría lluvia de febrero. Es de noche. A veces, cuando el viento sopla como hoy, se corta la electricidad. Pero por ahora tenemos corriente, así que hablemos muy sinceramente del miedo. Hablemos de forma muy racional de la aproximación al filo de la locura... y quizá del salto al otro lado de ese filo”.
Da miedo, ¿verdad? A mí, al menos sí. Y no habla de los motochorros, Ni de los piratas del asfalto. Ni de los barrios marginales. Ni de “la gente”. Habla de “lo siniestro”, que es, dice Freud, “cuando lo familiar se vuelve extraño”.
Si King hubiera escrito:
“Amigo, aprovechemos que es tarde, no hay nadie en casa, la jabru se fue con los pibes a Gesell. Dele, charlemos un rato de las cosas que nos enquilomban mientras nos tomamos un rico café o un whisky en esta noche lluviosa. ¡Y ojalá que no se corte la luz!”
O sea, la misma escena. ¡No se asusta nadie!, ¿verdad? ¡Stephen King lo sabe! ¡Y no es él único!
El miedo está, ahora, siempre. A veces se alimenta de los hechos. A veces, de cómo se interpretan. A veces de fantasmas o de fantasías.
Quizá se trate de poder diferenciar entre un terremoto y un perro salchicha. Aunque no faltará quien nos diga que “el perro salchicha es mucho más peligroso, ya que podés tropezarte con él y caer, te puede morder, y además puede llegar a transmitir rarísimas enfermedades cuya etiología desconocemos, mientras que hay que tener demasiada mala suerte para estar justo justo en medio de un terremoto”. Sin decir nada acerca del verdadero riesgo de uno y otro. Y nos pueden llegar a convencer de que votemos a quien prometa protegernos de los perros salchicha y no diga nada sobre los terremotos.
Algunas veces, por suerte, logramos poner al miedo a dieta y ocupa menos espacio, se vuelve small. Eso es lo que tratamos de hacer nosotros, con este suplemento, lleno de chistes que no dan miedo.
Hasta la semana que viene.
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