Escritora, crítica y ensayista, el nombre de Sylvia Molloy ha funcionado por décadas casi como un guiño: es la autora de esa novela, En breve cárcel, en la que el amor lésbico enhebra la trama sin instituirse en conflicto. Ella, que en sus ensayos se ha ocupado de la autobiografía como género, devela el modo en que la ceguera de la crítica obtura lo que recién ahora empieza a nombrarse en voz alta.
› Por Patricio Lennard
”Cuando era joven –y te estoy hablando de cuarenta años atrás– había un closet tácito. Era un mundo de disimulos que se manejaba mucho más por alusión que por declaraciones. Había códigos que permitían el reconocimiento mutuo, el uso de ciertas palabras, formas de mirar, y las amistades eran muy importantes. Había una circulación secreta del deseo, que no se nombraba. No lo nombrábamos nosotras ni quienes a priori lo criticaban. Yo jamás le oí decir la palabra lesbiana a mi madre, por ejemplo. Decía ‘mujeres raras’, o ‘amores raros’, y lo ‘raro’ –bueno, lo queer– era parte de la percepción que existía entonces.”
De golpe, la palabra en inglés sale de su boca con una pronunciación perfecta, levemente arrastrada. Pero enseguida uno entiende que es mucho más que eso: Sylvia Molloy sí que sabe decirla. Sabe lo que dice cuando a los tapujos de su madre les remacha, en la misma frase, la ambivalencia de ese término en inglés que antes insultaba a los “raros”, a los maricones, y que culturalmente terminaría siendo trofeo de una conquista que excedería lo lingüístico con creces; y sabe decir esa palabra díscola, reivindicatoria, como si la suya fuera una forma definitiva de nombrarla.
No en vano Sylvia Molloy ha sido una pionera a la hora de combatir la elusión, el recato y el silenciamiento que hasta no hace mucho envolvía la homosexualidad, la literatura homosexual y la homosexualidad de ciertos escritores y escritoras, tanto en la crítica como en la historia literaria en Latinoamérica. Una empresa que llevó a cabo como la lectora lúcida que es, pero también escribiendo literatura: su novela En breve cárcel, publicada en 1981, fue una de las primeras que habló sin reticencias ni disimulos del amor entre mujeres en la literatura argentina.
Cuarenta años viviendo en los Estados Unidos y enseñando en las universidades más prestigiosas (Princeton, Yale, y actualmente New York University) han hecho de Molloy una de las voces críticas más influyentes de la escena hispanoamericana, y una pasajera en tránsito en el país donde nació y al que vuelve, al menos, una vez por año. Como ensayista publicó en 1979 Las letras de Borges, un libro que supo abrir un camino novedoso al poner bajo la lupa, además de los textos del autor de El Aleph, su figura de escritor y su mito personal en tiempos en que la “muerte del autor” aún exigía luto a gran parte de la crítica. Algo de lo que se desentendió también en Acto de presencia (editado primero en inglés y luego en español), su admirable estudio sobre la autobiografía en Hispanoamérica, cuya escritura se interpuso en el desarrollo de El común olvido, su segunda novela, que sería publicada en 2002 y en donde la ficción autobiográfica –que en la citada En breve cárcel ostentaba el filtro de una narradora en tercera persona– se encarna en un personaje homosexual: un académico argentino que vive en los Estados Unidos y que vuelve a Buenos Aires con un vago proyecto de investigación que le sirve de pretexto para encontrar un destino final para las cenizas de su madre.
“Una vez se contactó conmigo una persona que estaba escribiendo una biografía de Alejandra Pizarnik, y me dijo que sabía que en algún momento yo había estado muy cerca de ella, o algo por el estilo. Esta persona había leído mi novela En breve cárcel y estaba convencida de que la protagonista estaba basada en Pizarnik”, cuenta Molloy entre toses, maldiciendo el tiempo cambiante de Buenos Aires. “Ahí mismo me dio un ataque de furia, como si me robaran algo, y le contesté que no, quería decirle que el personaje era yo y no Pizarnik, pero me pareció una respuesta críticamente mezquina y recurrí, algo molesta, a la perífrasis. Le dije, pedantemente, que se trataba de ‘material autobiográfico mío’. Y esa situación me llevó a preguntarme de quién es en realidad la vida de uno, el relato de vida de uno mismo.”
A raíz de ese incidente, Molloy empezó a investigar casos de autobiografías escritas por otros: autobiografías por encargo y autobiografías de personajes ficticios. “Me interesé particularmente por una autobiografía escrita por un sobreviviente de Auschwitz, Benjamin Wilkomirski, que había pasado su infancia en los campos. El libro resultó espurio, porque Wilkomirski en realidad no se llamaba Wilkomirski, ni era sobreviviente del Holocausto, ni siquiera judío. Había asumido una identidad imaginaria, se construía a sí mismo –se vivía, habría que decir– como sobreviviente y se reconocía en esa construcción. Eso me llevó a preguntarme acerca de la ‘autenticidad’ del relato, de todo relato de vida. ¿Dónde reside esa autenticidad? Es demasiado fácil denunciar el fraude, decir que Wilkomirski es un impostor y que se trata de una ficción inventada de cabo a rabo, acaso por ansias de protagonismo. Toda esta reflexión personal y crítica, más el llamado de esa mujer que identificaba a la protagonista de En breve cárcel con Pizarnik y no conmigo, más estas autobiografías ‘falsas’ que empecé a desenterrar y con las que me puse a trabajar, me llevaron a empezar una novela con un protagonista al que le piden, justamente, que escriba una autobiografía de otro. En este caso, el personaje escribe por encargo la autobiografía de alguien que no tiene tiempo o no posee talento para escribirse, y lo que comienza como un trabajo por encargo, bien remunerado, con un protagonista algo sobrador que se siente superior a su sujeto, termina atrapando al ‘falso’ autobiógrafo, se vuelve fuente de conflicto y, sobre todo, de resentimiento. No te voy a decir cómo termina la historia porque ni yo misma estoy segura de ello.”
Ese libro que Molloy adelanta en la conversación es un ejemplo de cómo sus preocupaciones teóricas y sus preocupaciones ficcionales casi siempre se cruzan. De ahí que autobiografía y género, homosexualidad y autoficción sean asuntos en los que han perseverado tanto la crítica como la narradora. En breve cárcel, cuya trama gira en torno de un triángulo amoroso de carácter lésbico, fue el primer paso en ese sentido. “La novela salió en plena dictadura, pero no salió en la Argentina porque un par de editoriales de aquí, que tenían interés en la novela, prefirieron pasar y no publicarla”, dice Molloy con aire cansado porque se ve que ya lo dijo antes. “Salió en España por Seix Barral y tardó en llegar aquí, y cuando llegó y la reseñaron se habló bien, pero eludiendo la anécdota lésbica o traduciéndola en términos literarios. Hubo una reseña que decía: ‘La novela trata un tema que tiene prestigiosos antecedentes literarios, desde Safo hasta Lawrence Durrell’, con lo cual reducían la anécdota a una temática y justificaban la novela dentro de una ‘tradición’, pero no comentaban la novela en sí. Otra reseña, recuerdo, me agradecía que no cayera en detalles, no decía pornográficos, pero casi. Apreciaba la discreción con la que trataba el tema; discreción que era problema del crítico y no mío, obviamente.”
Molloy asegura que mientras escribía esa novela no estaba al tanto de la existencia de ningún texto que hubiera hablado del amor entre mujeres de manera tan abierta en la literatura argentina. Aunque por las dudas se ataja y admite la posibilidad de estar cometiendo una gran injusticia al no acordarse de alguna precursora. Pero ¿hasta qué punto el lesbianismo de En breve cárcel rompía con el horizonte de expectativas de la literatura de esos años? “Creo que sí rompía, porque lo lesbiano no aparecía como secreto, ni como patología, ni como algo que se disimula, ni siquiera como fuente de oprobio o de vergüenza, sino como algo que está ahí y de lo que se habla con total naturalidad. La anécdota lesbiana no buscaba llamar la atención sobre sí, ni para escandalizar ni para justificarse, y quizá fuera eso lo que perturbaba. De ahí las reseñas confusas, porque no sabían cómo tomar el texto. Te cuento una anécdota para darte una idea. A los dos o tres años de publicada la novela, en un congreso de literatura, una persona a quien yo conocía bien se me acercó y me dijo que iba a hablar en su ponencia de En breve cárcel y si me molestaba que usara la palabra ‘lesbiana’. Le aseguré que no y fui a escucharla. Ante mi gran sorpresa, no pronunció la palabra ‘lesbiana’ una sola vez. Entonces pensé que se trataba de una maniobra bastante perversa para quedar bien conmigo, una suerte de ‘yo sé de qué se trata y al pedirte permiso te lo hago saber, para que veas que estamos en la misma onda, pero en el momento de leer no digo la palabra en público porque total para qué, si lo importante es que yo sé y vos sabés que yo sé’. Una manera de volver al closet un texto que no se pretendía secreto.”
Ese pudor de la crítica, ese recato en torno de la homosexualidad que no se origina en los textos sino en los modos de leer y que invita a reflexionar sobre los prejuicios que todavía hoy existen (también) en contextos académicos, en donde se les suele endilgar a los estudios queer un estatuto sectario (después de todo, ¿cuántos son los heterosexuales que realmente se interesan por este tipo de estudios?), habla a las claras de la necesidad de cuestionar una historia de la literatura que durante mucho tiempo ha eludido llamar las cosas por su nombre. “Por eso creo que el trabajo desde el género, desde lo queer, tiene que buscar otras estrategias, porque efectivamente se puede reducir al gueto”, opina Molloy. “El género es una categoría crítica y desde todas las inflexiones del género se puede inquirir otros discursos. Dejar el género de lado es cerrarse a una flexión crítica más, y en ese sentido creo que hay que desautoguetizarse para mostrar la utilidad del género como categoría, para romper con lecturas canónicas y desestabilizarlas.”
Un aporte importante a la causa ha sido Hispanisms and Homosexualities, una compilación de ensayos publicada en 1998, que Molloy realizó junto con Robert Irwin y que increíblemente (o no tanto) aún no ha sido traducido. Allí se incluye un iluminador ensayo que Molloy publicó originalmente en español, “La política de la pose”, en donde a partir de la figura de Oscar Wilde reflexiona sobre la constitución de un campo de visibilidad en donde lo “raro” opera como marco de referencia para eso que por primera vez se deja ver en Wilde deliberadamente. “Me interesaba trabajar esa calculada visibilidad de Wilde como un desafío crítico, un acto si se quiere heroico, es decir, un poner el cuerpo para provocar un reconocimiento, para obligar al espectador a nombrar esa diferencia que sabe que existe pero que sólo nombra por ausencia, por lo que no es. En ese sentido, la crónica de Martí sobre Oscar Wilde, cuando asiste a la conferencia que da en Nueva York, es sintomática. Martí ve a Wilde, ve su elaborado atuendo, su peinado, ve su afectación y le cuesta comprender simultáneamente el espectáculo que es Wilde –esa pose– y sus palabras. Martí admira a Wilde, admira el modernismo literario de Wilde, pero el otro mensaje, el que está cifrado en su persona, obstaculiza su comprensión, le molesta porque no lo puede dejar de lado.”
Ese interés de Molloy por la figura de Wilde también lo tiene Daniel, protagonista de su novela El común olvido, quien en un momento habla de su deseo frustrado de investigar sobre cómo la prensa argentina de la época se refirió al proceso que se le siguió a Wilde en Gran Bretaña. ¿Es autobiográfica esa anécdota? “Vagamente lo es –admite Molloy–. Hubo un tiempo en que me dediqué a leer diarios de la época, sobre todo La Nación, pero las referencias eran mínimas. En cambio sí encontré datos interesantes sobre los escándalos en la Corte imperial alemana, el famoso asunto de Eulenberg y Moltke, homosexuales allegados al Kaiser, y un poco más tarde el caso Krupp en Capri. En este último, el relato de La Nación era notable porque se decía en descargo de Krupp, acusado de orgías, que éstas eran acusaciones falsas porque en sus fiestas las únicas mujeres presentes eran sirvientas y que las famosas fiestas eran amables reuniones de hombres que discurrían con sus sobrinos. Es decir, no hay orgía porque no hay mujeres, sólo hombres maduros con hombres más jóvenes que son, simplemente, sobrinos. El borrado, el ‘no querer saber’ de la prensa es aquí increíble.”
Pero si de ciegos que no quieren ver se trata, la anécdota que tiene Molloy sobre la escritora venezolana Teresa de la Parra no tiene desperdicio. “Yo he trabajado bastante sobre Teresa de la Parra, escritora venezolana muy importante, desde el punto de vista del género, y acaso por eso mismo mal leída. Teresa de la Parra tiene dos novelas notables, la primera, Ifigenia, y la otra, más conocida, Memorias de Mamá Blanca. En las dos se entretejen temas que permiten configurar una sexualidad no dicha, temas como la amistad apasionada entre mujeres, la necesidad de exiliarse de una sociedad donde uno no cabe, la estulticia de la burguesía caraqueña, el sacrificio individual en nombre de un deber de clase, y siempre, por encima de todo, la insinuación de un secreto que nunca se revela. Cuando fui a Caracas a trabajar sobre sus manuscritos, muchos de los cuales están en la Biblioteca Nacional, visité a Velia Bosch, crítica venezolana a cuyo cuidado estuvo la obra de Parra y que, por eso mismo, se considera un poco dueña de la escritora. Sin embargo, basta cotejar la edición que hizo de los Diarios de Parra con los originales para comprobar que están totalmente recortados. Teresa de la Parra murió de tuberculosis en Madrid en 1936 y su pareja, la antropóloga y escritora cubana Lydia Cabrera, la acompaña hasta el final. Ambas están en España y en los Diarios, suponte, en un momento dice Parra: ‘Hoy Lydia fue a la ópera y cuando volvió se acostó en mi cama y hablamos de Tristán e Isolda’. Comparando, ves que en la edición de los Diarios que hace Bosch falta ‘en mi cama’. Entonces te das cuenta de la lectura voyeurística que hizo esta mujer, porque dudo mucho de que, en ese contexto, ‘en mi cama’ quiera decir otra cosa que acostarse junto a la compañera enferma. Pero el miedo, el pánico de esta crítica la lleva a sobreleer y a hacer recortes como éste, nimios pero significativos. Cuando me encontré con Velia Bosch, sabiendo acaso que si ella no sacaba el tema lo iba a hacer yo misma, me dijo: ‘Se habla mucho de la homosexualidad de Teresa de la Parra, pero francamente yo no creo para nada en eso. Las mujeres somos muy afectuosas. El gran amor de su vida fue Gonzalo Zaldumbide. Y su relación con Lydia Cabrera... bueno, ellas eran muy amigas’. Incluso, Bosch me llegó a decir que le había dicho a la propia Lydia Cabrera que se equivocaba en lo referido a la supuesta homosexualidad de Teresa. ¡A la mujer que había sido su pareja! ‘No, Lydia, tú te equivocas. Teresa no era así.’ Una escena de una ridiculez lamentable.”
¿Y con Pizarnik no ocurrió algo parecido? “También hay cortes considerables en los diarios y en las cartas de Pizarnik –asiente Molloy–. Y puede decirse que esos textos expurgados de Pizarnik son y no son de ella, porque son también de la persona que los expurgó y que quiso, al expurgarlos, corregirlos para que no quedara a la vista una imagen que no se adecuaba a lo que esa persona quería que se pensara de Pizarnik. Pero Pizarnik no participó en esa construcción de su imagen. Ahí hay un problema de lecturas hegemónicas, que quieren imponerse, versus lecturas que quieren ver el texto tal como fue escrito. Y si bien ha habido cierta tendencia a considerar innecesaria la publicación sin censura de todo lo que un autor escribió, está claro que tanto en el caso de Teresa de la Parra como en el de Pizarnik lo que está en juego es otra cosa.”
¿Cómo suena la palabra “lesbiana” en la voz de Sylvia Molloy? ¿De qué modo se podría atrapar por escrito la dulce convicción con que la dice? ¿Y cómo habrá sonado en la voz de esa muchacha que descubría, en su adolescencia, el deseo que ella nombra? ¿Qué habrá sentido al decirse a sí misma, por primera vez, el nombre de aquello que callaba su nombre? “Cuando alguien es homosexual muy pronto intuye que es diferente y va trabajando esa diferencia como puede”, dice Molloy. “A veces es un descubrimiento lento y hay quienes, al principio, no pueden ponerle nombre. En mi caso, no sucedió en mi infancia sino mucho más tarde, al final de mi adolescencia. Sin duda el viaje que hice a Francia para estudiar Letras, cuando tenía veinte años, tuvo mucho que ver porque los viajes, en general, precipitan descubrimientos, revelaciones. Y así como ese viaje precipitó en mí la certeza de que quería escribir, también coincidió con mi iniciación sexual y la aceptación de mi diferencia. Obviamente salir del ámbito familiar favoreció esta aceptación, eso es innegable. Viajar te desfamiliariza y muchas veces te permite una mirada nueva, incluso sobre tu propio pasado. En París me di cuenta de que había estado enamorada de una profesora de francés que me había iniciado en la literatura francesa en Buenos Aires. Hasta entonces, yo había querido ver el endiosamiento que sentía por esa mujer como un endiosamiento literario, pero cuando fui a Francia y estuve sola caí en la cuenta de que había estado enamorada. Curio-samente, cuando todavía estaba en Buenos Aires, yo usaba lo literario para cimentar el afecto que sentía por ella, y así me aprendía de memoria textos que ella dictaba en clase. Todavía me sé tiradas enteras de Racine, sobre todo de Fedra, que aprendí con ella. Recitarme esos textos era como convocar una escena homoerótica, pero sin nombrarla.”
También hubo otras lecturas, más específicas, que en la Sylvia adolescente influyeron en ese proceso. “Antes de irme a París, el escritor que posiblemente más me marcó en ese sentido fue Gide, a quien leí con esa profesora. Como yo era muy moralista –moralista en el sentido ético, pero no pacata– me atraía ese lado de Gide, esa niñez protestante con la que me identificaba. Eso significaba vivir sin tapujos y, a la vez, atender a una ética. Aun cuando no podía ponerle un nombre a mi deseo reconocía el de Gide, y eso me permitía reconocerme por interpósita persona. Había una frase suya que aún recuerdo porque me parecía resumir un posible itinerario: Il faut toujours suivre sa pente, pourvu que ce soit en montant, que torpemente podría traducirse como ‘uno siempre debe seguir su inclinación, mientras sea en ascenso’. En este sentido, la lectura de Gide me fue inmensamente útil, pero no puedo decir que me haya marcado mucho en lo literario. Con Proust la cosa fue distinta. Leer el pasaje de En busca del tiempo perdido en donde la duquesa de Guermantes no tiene tiempo de escuchar la noticia de que su amigo Swann se está muriendo pero sí, a pedido de su marido, de ir a cambiarse los zapatos negros por los rojos, me volvió indispensable todo Proust, sin el cual posiblemente no hubiera pensado en escribir ficción. Esos pequeños detalles –patéticos, perversos– son como disparadores de relatos. Sirven.”
–El mío es el lugar del que vuelve a su país y siente que pertenece y a la vez no pertenece porque, esencialmente, el haberse ido lo pone, para siempre, en otra parte.
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