CINE
Con Los abrazos rotos, Pedro Almodóvar avanza firme en su eterna reescritura de las mismas obsesiones que lo acompañan desde la movida madrileña, pero esta vez al borde de un ataque de nostalgia por el camp perdido.
Al ver el estilo cinematográfico recargado de Almodóvar, sus típicos planos de colores explosivos que lo caracterizaron desde sus inicios, aparece como obligatorio insistir con palabras como kitsch o, mejor, camp, no sólo para adjetivarlo sino para ubicarlo en esa tradición de una cierta tendencia de la sensibilidad gay, marcada por el gusto por el artificio como vía de escape del determinismo de lo natural, de lo biológico. Así, esas palabras parecen un atajo cómodo y fácil (sobre todo si uno sabe de memoria a la Susan Sontag de Notas sobre camp), para introducirse al mundo del director manchego y abrir el camino para encontrar las mil y una maneras del gesto marica disperso en su obra. Pero, sin embargo, parece que su gusto por el colorido desbordado tiene un origen paradójicamente biológico, que se remonta incluso a antes de su nacimiento. Según las propias notas de Almodóvar en su blog, cuando decidió darle un papel a su madre Francisca Caballero en Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), la acompañó a un negocio a comprar el vestido con el que aparecería en la película. Ahí, mientras la vendedora le mostraba una serie de trajes negros, su madre los rechazó. Cuenta Almodóvar: “Con la espontaneidad que la caracterizó toda su vida, y que yo heredé hasta que en algún momento la perdí, mi madre le explicó a la vendedora que había guardado luto desde los tres años hasta pasados los treinta. Detalló: A los tres años se le murió su padre, mi abuelo, antes de cumplir con el luto se le murió un tío carnal, y así sucesivamente hasta que tuvo más de 30 años... Cuando mi madre me concibió vestía de luto. Su propia naturaleza, hastiada del color negro, gestaba en su vientre la respuesta a esa tradición tan radical, irracional y manchega. Yo era la respuesta a la injusta situación que ella había vivido desde los tres años. Mis películas eran la venganza de mi madre contra el color negro”. Digamos, entonces, que había una predestinación camp en la vida de Almodóvar, antes de ser un gusto adquirido y una complicidad estética entre locas, su debilidad por los colores chillones estaba en sus genes como un mandato materno que cumplir como revancha. Como si el desparpajo marica fuese un deseo que se transmitiera en la sangre pero se cristalizara en la mirada. Y Los abrazos rotos es el último exceso de ese Almodóvar creador de espejismos cromáticos. Y, como él mismo lo admite, la espontaneidad es algo que su cine ya ha perdido: queda el destino melodramático de repetir la misma mueca camp sanguínea, con todo el dolor de no poder salir del estilo personal como condena. Pero en Los abrazos rotos, más que en cualquiera de sus últimas películas, supera el aspecto de muestrario autorreferencial, porque logra abrirse paso para proyectar una idea sobre el presente que lo libera de caer en sus propias redes almodovarianas. No es que en esta película el director haya dejado su regodeo en lo melodramático, su tendencia a la mezcla de géneros, sus imágenes como juegos de artificio donde el cine expone toda su sensualidad, las citas cinéfilas como relectura de su canon personal y, sobre todo, esa visión del sexo como celebración y condena de la carne. Todo eso está en dosis excesivas, como corresponde, pero también se permite una reflexión sobre el giro de lo camp en la cultura contemporánea. Y para eso está el personaje del maricón, Ray X, interpretado por Rubén Ochandiano, que tiene dos caras: una sepultada en un pasado de adolescente afeminado, rechazado y molesto resueltamente camp; la otra cara, la actual, es una estética de la mímesis desafectada, asimilada a parámetros de “normalidad” uniformada mayormente de negro, educada en el modelo de gay urbano civilizado. Almodóvar mira ese presente del personaje con cierta tristeza, como si se hubiese evaporado el color festivo de una cultura gay pretérita. Y por eso, en un gesto nostálgico desgarrador, el director cierra Los abrazos rotos con una autoremake de Mujeres al borde de un ataque de nervios donde los colores vivos centellean, y donde el ademán camp, aunque guardado en el pasado, parece posible de recuperar. Y ésa es la receta que debemos aprender para salir del luto, de la oscuridad del presente. Porque, aunque parezca otra paradoja, ésta es una película de Almodóvar con mensaje y a todo color.
Ademas del estreno de Los abrazos rotos,
el Malba exhibe en estos dias Atame!
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