PRIMER AMOR
› Por El chico Almodóvar
Londres me recibió como a todos, “polite” hasta la hipocresía, eran mis dorados veinte y viajé para aprender inglés en un instituto donde sin saberlo me esperaban unas holandesas candentes con las que jugueteaba por las noches sin dejar de mirar en secreto —por supuesto— a los chicos, que cursaban conmigo religiosamente las cuatro horas obligatorias por día. Las tardes se colaban entre paseos por Camdem y largas charlas en el Bar Italia, hasta que una francesa libertina caída del cielo propuso ir a bailar a Heaven, el boliche gay de Londres de principios de los ‘90... y ahí fuimos todos, abrigados hasta los dientes, trepados en el N14, que nos llevó desde cerca de East Putney hasta Charing Cross, donde nos perdimos en las oscuridades bolicheras, desperdigados todos, incluidas las dos holandesas, como si hubiésemos estado esperando el momento de dar rienda suelta a nuestras confundidas hormonas. Tras dos vueltas solitarias y repletas de descubrimientos, que merecen otro capítulo, apareció él, metido entre la muchedumbre acalorada, rubio de pelo largo, cabellera de príncipe, nos miramos y se me acercó tímidamente, con las manos en los bolsillos anchos de skater, con una camisa a cuadros grunge de los que escuchan Nirvana. Me dijo “hi!”, solamente eso, con su voz áspera y una mirada llena de miedo, como si cometiera un delito y, tonta excusa, me entregó una invitación para una fiesta, que no miré, sólo retuve su mano con la mía, atrevido, harto de esperar tantos años para saber lo que es bueno, y nos fuimos acercando hasta sentir su perfume, y apreté su pecho flacucho y marcado contra el mío y fuimos uno, y nos besamos, tímidos, y ya no había nadie alrededor y ya no importaba nada, ni sus amigotes, ni las holandesas, ni la puta reina de Inglaterra. Un beso llevó a otro y terminamos enredados en los reservados, braguetas abiertas, labios colorados, fluidos dulces que empalagaban, aromas almizclados de pecado.
A esa noche le siguieron otras, y muchos otros días de skate, cerveza y paseos de la mano, hasta recuerdo que cuando mi regreso ensombrecía aún las ya oscuras calles londinenses no nos dejamos de ver, imparables, descubriendo cosas nuevas, explorándonos hasta el dolor. Se llamaba Dylan y nunca más supe de él.
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