LUX VA EN BUSCA DEL OPERARIO DEL MES
Justo cuando estaba haciendo surf sobre las olas de la www en busca de un sauna en el que sentirse cómodx sin que le pregunten si va a la sala de hombres o a la de mujeres, a Lux se le corta el cable. Y no porque haya perdido la cabeza, sino porque su conexión a Internet debía ser reparada. La conexión ultraveloz que consiguió es un homenaje a los abnegados operarios.
Fue justo después de haber conseguido enhebrar un collar de puteadas más largo y más pesado que los que se colgaba Mister T del cuello —¡ojito! no asocien esto con la edad, hoy abundan los sitios retro ¿no?— en la marcial serie Brigada A, es que advertí desde mi balcón que es posible divisar otros caminos a pesar de la sangre en el ojo que me había dejado la repentina desconexión de internet, que también me había desconectado de la búsqueda incansable de un sitio que me aloje sin pedirme señas particulares. Húmedo y oscuro, perlado de sudor y ornado de hollín, el camino se abría entre la camisa y el pantalón a media asta de un operario del cable que maniobraba agachado en la terraza de al lado. ¿Por qué será que los hombres que se afanan en reparar cualquier desperfecto doméstico tienen siempre el tupé de insinuarse de ese modo? ¿Les falta cintura, cinturón o recato? ¿Qué clase de paraíso están prometiendo con esa puerta abierta hacia la selva negra? La visión me hizo volver de inmediato a la infancia, cuando la mortadela no había reemplazado al asado en la puerta de las obras en construcción y unx sentía el olor del chorizo que unx iba a zamparse más tarde o más temprano desde varias cuadras a la redonda. Con destino marcado a la profundidad de las entrañas, el chorizo era entonces el perfecto lucero que guiaría hacia los umbríos recovecos de los andamios, las amoladoras, las mezcladoras y ellos, trabajadores mal llamados descamisados porque lo que se les sale no es la camisa sino el pantalón, justo hasta la mitad de esa raya que no traza divisorias sino que invita al encuentro. ¿Qué hacer? Casi 38 grados de calor estival sobre la terraza de al lado me hacían saborear, desde la primera mirada, un camino más salado que ese que recorre el pez antes de convertirse en bacalao. No estaba la cosa para pedir que me dejara apoyar la nariz en su pecera, hay ocasiones en que es mejor hundirse antes que entrar en detalles. ¡Y yo con estas crenchas!
Pasé por el baño con ánimo de recomponerme antes de asomarme otra vez a mi balcón y exigir lo que me correspondía: conexión, veloz y puerto a puerto, nada de wifi ni artificios inalámbricos. Yo, lo que se pueda tocar, palpar, sentir, hurgar... Se lo decía mientras extendía mi pierna y mi borcego —me pareció un calzado adecuado para el enfrentamiento con el gremio del cable— para pasarme de mi balcón a su terraza aunque ellos —siempre vienen de a dos, como las arañas— ya estaban cruzándome en el vacío, devolviéndome a mi territorio, buscando el sitio por donde penetrar el cable. ¡Y no eran dos, eran cuatro! Se descolgaban por los cables, por los techos, por mi pecho. Porque unx es así, generosx, y no hay por qué regatear cuando se cuenta con material suficiente como para sostener a todo el gremio. ¡Ordenensé! Fue lo único que atiné a decir cuando todos quisieron pasar a la vez para ubicar la ficha. ¿Qué ficha? Si era yo la que estaba fichando. Tarde para quejas. La conexión ya había sido establecida y las herramientas operaban como expertas. El sistema operativo resistió incluso los cambios de bandas y nadie pidió dirección IP ni contraseña. El tránsito de datos fue fluido, aunque algunos fluidos se perdieron irremediablemente. Es que ya había tomado la merienda. Una lástima, soy generosa pero nunca me gustó el derroche.
De rehén me quedó una herramienta, ojalá la encuentre el día que la pidan de vuelta. Qué decir de ella, tiene vida propia y también gusta de las zonas umbrías.
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