Viernes, 22 de enero de 2010 | Hoy
MUSEO MALVA
Hacía una semana que estaba en San Pablo, de donde había sido llamado para confeccionar el vestuario del conocido transformista Sisy Charis, artista exclusivo de Homo Sapiens, lugar de atracción del mundo gay para el turismo que gusta de esos espectáculos. Como toda persona que tiene la oportunidad de ir a ese hermoso país, sentí el deseo de ver con mis propios ojos el esplendor de Río de Janeiro, llamada con justicia “Ciudad maravillosa”. Y como todo aquel que tiene la oportunidad de caminar la ancha y dibujada vereda de Copacabana, me propuse gozar al máximo de la suerte de estar ahí. No me fue difícil darme cuenta de que sobre sus arenas se recostaba la miseria humana representada de muchas maneras. Estaban los excluidos, los bigaristas, los vivillos, los individuos que andaban a la pesca de algún turista puto, vendedores deshonestos, vagos y arrebatadores. Toda una melange, demostración clara de la chatura económica que afectaba al Brasil en 1977. Muy distinto me resultó el marco social de dos lugares famosos por entonces, Le Blon y Botafogo, playas exclusivas para el carioca con poder adquisitivo, con gente preferentemente blanca de mejor aspecto y lenguaje. Pero al pintar esta foto panorámica, no puedo dejar de mencionar que distante de esas playas existió en ese tiempo una explanada de arena negra y pedregullo aceitoso llamada Praia Bermella donde se reunían a toda hora homosexuales, zapatonas, vivillos y ladrones, en suma, todo aquel que quisiera confraternizar con el vicio.
En la noche del segundo día quise conocer el Parque de los Insurgentes porque al costado de ese parque se encontraba Cinelandia, que no era otra cosa que un burdel destinado a la presentación de transformistas imitadores, de grandes luminarias. Aunque dominaba lo necesario de portugués, ignoraba los códigos de conducta de la chongada nocturna de la ciudad maravillosa, pero me atreví igual. Subí a un taxi y me hice llevar al lugar señalado. El taxista me miraba con asombro e intriga y me dio la impresión de que me quería levantar. Me preguntó mi nombre y le dije “Malva”. Como no podía ser de otra manera me recomendó algo así como: “Voce nao tein pavura de ir pra la? Acho que nao de para ir sozinha”. Le respondí que “Nao, nao tenho pavura” y el motorista terminó el breve diálogo diciendo “Tudo bem”.
Esa noche mi visita a Cinelandia fue toda una experiencia y volví a mi hotel de madrugada haciéndome la promesa de regresar en cuanto pudiera. Dio la casualidad de que dos transformistas argentinos, excelentes fonomímicos, desde algún tiempo actuaban en este teatro, me refiero a Cuca Montes y Ana Lupe. Habían llegado expulsados del país en los comienzos del proceso militar después de haber estado por treinta días en el Departamento de Policía.
Entonces a la otra noche me vestí de mujer fatal. Lo hice impulsado por la vanidad propia de todo maricón y por un deseo que me vino del alma. Sabía por bocas de otros que en ese país no era ni tan difícil ni tan peligroso y por ello es que se me ocurrió vestirme de mujer al detalle y patear así la calle para terminar recibiendo como premio la piropeada galante de la chongada. Y fue lo que sucedió en ese lugar llamado Cinelandia.
Durante mi permanencia en ese burdel fui objeto de la aprobación de una heterogénea chongada, que dicho sea de paso, no querían perderme de vista. Las miradas del macherío dejaban entrever admiración, pero a su vez había cierta duda en esas miradas. Pronto noté que la duda frente a mi sexo venía acompañada de una sonrisa cómplice, como queriendo expresar que no les interesaba. Al menos eso es lo que percibí. Posiblemente la sospecha de todos los que me tenían en la mira es que si realmente era una mujer, qué hacía sola y vestida de esa manera en un lugar al que sólo se atrevían los noctámbulos, travestis, yiros y todos aquellos a quienes la noche les facilitaba la oferta sexual. Entendí que para el público varón allí presente, mi figura correspondía a la de un travesti artista y si no, a la de una vagabunda trotta rua, pero de muy buen aspecto.
A pesar de mi energía puesta en estas observaciones pude escuchar palabras alabatorias tales como “Muito bonitinha”, “Coisa maravilhosa”, “Boneca loira”. También escuché piropos bien hispanos como “Leona”, “Mamita”, “Mijita linda”. Palabras que me dieron la pauta de que entre el público había argentinos, uruguayos, chilenos escapados tal vez de las respectivas dictaduras. Se encontraban también representantes de la policía militar, conocidos popularmente como Pedro y Pablo, quienes me miraban sonrientes y con disimulados guiños de aceptación. No percaté en ellos ningún gesto de contrariedad o un impulso por detenerme, lo que me hizo pensar para mí mismo: Igualito que en mi país.
Indudablemente mi vanidad personal me había transportado a las nubes, estaba complacido por el éxito logrado en ese burdel ubicado a un costado del Parque de los Insurgentes que tuvo su contrapartida, pues ni Cuca ni Anita actuaban esa noche. Hacía ya dos días que habían viajado a Europa. Solita mi alma. Ahí está la mala suerte, me dije, pero quién me quita lo bailado. Así terminó la osadía de vestirme de mujer apetitosa, en ese peringundín conocido como Cinelandia.
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