Entre brumas, inasible y por encima del resto de los mortales, el fantasma de Néstor Perlongher regresa en dos documentales que aparecen casi simultáneamente: Rosa Patria, de Santiago Loza, que se presenta en el Malba, y Perlongher, de Jorge Barneau, todavía sin fecha de estreno. Luego de tantos años de ausencia en reediciones y en trabajos de reconstrucción biográfica, el escritor, que ha aparecido fragmentado en cartas y en elegías, aparece ahora con parte de su furia, de su lucha y de su militancia a reclamar que lo sigan desenterrando.
› Por Diego Trerotola
No resulta ninguna casualidad que cuando uno se enfrenta a los dos documentales sobre Néstor Perlongher surgidos paralelamente en 2009 –sin contacto entre sí, pero que comparten varios entrevistados–, en ambos haya una misma idea central, que al principio parece un error o un capricho: ninguno se preocupa por el retrato visual de Perlongher, que es evocado casi únicamente a través de las palabras y los testimonios, como una suerte de verbo colectivo. El primer documental, Rosa Patria, de Santiago Loza, muestra al pasar sólo un par de fotografías: algunas de un compañero de militancia del Frente de Liberación Homosexual (FLH), que da su testimonio de espaldas, aunque en una de esas fotos ni siquiera se llega a ver el rostro de Perlongher; otra foto es de su amiga y también compañera de militancia Sarita Torres, para algunos su viuda, donde, asomado a la ventanilla de un micro que lo devuelve a su exilio brasileño, el rostro de Perlongher está “esfumado”. El otro documental, de Jorge Barneau, titulado simplemente Perlongher y aún inédito, es aún más radical: hay una única foto al principio y en la siguiente hora y media no hay imagen alguna de Perlongher. Con un riguroso blanco y negro contrastado, con un algo de expresionismo fúnebre, el documental de Barneau tiene unas interferencias entre los testimonios, como una luz borrosa que se filtra para contaminar el negro profundo: nada se explica de esa luz que reaparece insistente y que funciona como un fantasma electrónico crujiente que atraviesa la película. Parecería caprichoso interpretar a esa luz como el fantasma de Perlongher, pero si consideramos lo que sucede en el otro documental es tal vez la única manera de entenderla. Loza habla de una suerte de ausencia que Rosa Patria traduce en presencia cercana: “Las ausencias también forman parte. Los materiales que no están, las imágenes que se perdieron. Como una memoria que no logra formarse del todo, fallada. El documental se fue revelando como una invocación, los cercanos lo recuerdan, apenas vemos imágenes de él y sin embargo lo sentíamos próximo”. Esa proximidad es absolutamente literal, mientras da su testimonio el escritor Rodolfo Fogwill, responsable de editar el primer libro de poesías de Perlongher, unos extraños ruidos comienzan a escucharse: “¿No será el fantasma de Perlongher?”, se pregunta Fogwill frente a cámara. El testimonio siguiente de su amiga y compañera de trips Mónica La Inefable lo confirma: a ella Perlongher, una vez que “ya se había descarnado”, se le “presentó varias veces”. Una fue en la fiesta de San Juan, frente a un fogón, donde el fuego formó su cara. Más aún: para Mónica los poetas que tienen un estilo similar al neobarroso de Perlongher “no lo imitan, es Néstor que les dicta. Por ejemplo, unos poemas que me leyó Alejandro Ricagno, que creo que es un médium de Néstor”. Encadenado, es el mismo Ricagno que cuenta cómo “a veces baja Néstor, baja en la poesía”: en la antesala del homenaje a Perlongher en un programa de radio, fue casi poseído por su espíritu y escribió una poesía en estado hipnótico, como si tradujera su verba épica, sensual y barroca rioplatense. Varios testimonios dan fe de la presencia fantasmal de Perlongher, del divagar invisible pero concreto del hacedor y teórico del neobarroso que fusionaba sexo y revolución, mezclando con su estilo “amanerado o manierista”, sin perder la “voluntad de hacer pasar el aullido, la intensidad”. El acierto fundamental de estos documentales, entonces, es que en ese devenir fantasma de Perlongher terminan restituyendo todo el espesor de la mística del éxtasis con la que el poeta de Avellaneda perfiló su vida y su obra, fundió su carne y su poesía.
En el documental de Barneau, Christian Ferrer relaciona los textos más citados (¿o ya puede decirse más célebres?) de Perlongher: “Creo que el poema ‘Cadáveres’... A pesar de ser un poema político, hasta el día de hoy los movimientos de DD.HH., la izquierda en general y la crítica literaria más politizada no lo han absorbido aún. Creo que hay varias razones. Un problema es el rechazo al estilo; otro es la relación profunda entre violencia y erotismo que hay en la obra. Y otro es que la izquierda es solemne, todavía es llorona, que se piensa básicamente como víctima y hace ‘victimología’. Néstor no pensaba así y sus poemas no son eso tampoco. Lo mismo pasa con su Eva Perón, no era la santificada, sufriente, abnegada como se la recuerda en la mitología argentina. Es una Eva Perón de lentejuelas, deseante, plena de vida”. Pero también hay otra relación en esa dos obras de Perlongher, el cuento polifónico “Evita vive” y el poema maratónico “Cadáveres”, que los convierte en máximos exponentes del barroco de trinchera: en ambos se crean fantasmas para declararle la guerrilla a su tiempo. Sus espectros son los más políticos que la literatura argentina creara. Casi como si fuesen reelaboraciones de cuentos de aparecidos del gótico, pero más que al género fantástico, ahora devienen literatura de combate como documento y resistencia contracultural, intervención poéticopolítica en el contexto inmediato. “Cadáveres” es más bien claro en ese sentido, fue escrito en 1981, en un largo viaje en micro desde Buenos Aires a San Pablo, trip que lo desterritorializaba como a todo exiliado. Al terrorismo de Estado de la junta militar, a la idea de “desaparecidos” de Videla, el poema opone un señalamiento poético de los cadáveres convertidos en fantasmas corpóreos y ubicuos como forma de “hacer inteligible la dictadura militar argentina.” Como dice Ferrer, la inteligentzia de las distintas épocas no pueden asimilar su valor, su densa carga política, aunque esa incomprensión es aún más grave con “Evita vive”, que provocó mayor resistencia, tardando más de diez años en poder ser publicado en Argentina.
“Evita vive” fue originalmente fechado por Perlongher en 1975, el año de mayor actividad de los asesinatos de la Triple A, que terminó por disolver al FLH. Y la narración del cuento, podríamos decir, tiene que ver con la respuesta burlona al cantito setentoso “Si Evita viviera sería montonera”: a la palabra final del versito, Perlongher, manteniendo la rima, le adosa “cabaretera” y “falopera”. De alguna manera, el cuento es una respuesta tanto a la Triple A como al machismo montonero que rimaba “No somos putos, no somos faloperos, somos soldados de FAR y Montoneros”, para desmarcarse de cualquier relación con el FLH. La Evita del cuento de Perlongher es una zombie, de uñas verdes y manchas del cáncer (“que no le quedaban nada mal”), y que deambula en distintos espacios marginales, participando del sexo orgiástico como de sesiones drogonas tribales. Este cuento después coincidiría con el relato biográfico que construyó Perlongher para sí, esa “mística del éxtasis” que, heredada del erotismo según Bataille, terminó perfilando de forma ensayística, poética y performática (es decir, en todo el cuerpo de su obra) durante el último lustro de su vida, especialmente a partir de su unión a la secta del Santo Daime. Perlongher, como la Evita del cuento, tras participar de una mística revolucionaria del sexo, se vuelve hacia la droga. Es que él, tras experimentar y militar en una relación dialéctica de sexo y marxismo como práctica orgiástica durante los ’70, se decepciona por cierto triunfo en los ’80 de la cultura gay como una forma de asimilación a la vida burguesa, acentuada por la medicalización de las relaciones por la irrupción del sida, imponiéndose globalmente el modelo gay estadounidense. Esto fue nítidamente descrito por Perlongher en su ensayo “La desaparición de la homosexualidad” (1991), que concluye con un programa alternativo de resistencia: “Abandonamos el cuerpo individual. Se trata ahora de salir de sí”. Es decir, alcanzar eso que, parafraseando a Bataille, Perlongher sostenía como “la disolución del cuerpo en lo cósmico (o sea, en lo sagrado) donde se da el éxtasis total, la salida de sí definitiva”. Esa disolución que antes encontró en el sexo libertario ahora se lo daba la ayahuasca, una droga que ocupaba el centro de los rituales del Santo Daime, que tenía un plan político que enunció en otro ensayo, “La religión de la ayahuasca”: “Hay también una dimensión sociopolítica, pues esta religión propugna un modelo comunitario de gestión de la vida, superando la propiedad privada; así, el carácter “libertador” no se restringiría al nivel místico, sino que debería concernir, se espera, al plano material”. No estaba lejos del Perlongher marxista, porque la ayahuasca convertida en religión no era la “droga solitaria del capitalismo”, como bien sostiene el Guattari que Perlongher citó, sino un regreso al uso de drogas como “modo colectivo que era el del chamanismo”. En esa nueva orgía, ya no sexual sino alucinógena, el cuerpo se hacía otros, otras, abandonaba su materialidad para ser sentimiento oceánico, “un irreductible múltiple”, disperso en millones de fragmentos. “Tenía algo de sigiloso, de sustraerse para entregarse más”, dice Fernando Noy en la película de Santiago Loza. Y esa entrega, en forma de íntimo clímax comunitario sacrificial del éxtasis drogón, hizo que Perlongher saliera de sí, se sustrajera definitivamente para seguir en un devenir fantasma, como antes él decía que fue devenir mujer o bruja. Y así, espectro al fin, ahora puede aparecer en palabras corpóreas y gestos evanescentes de adalides de lo sublime como Fernando Noy y otrxs que ramifican sus voces en estos documentales o en otras orgías polifónicas que logran transformarse en poesía barrosa. Porque, como escribió Perlongher, “la poesía es un ramo del éxtasis”.
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