ES MI MUNDO
Estrenada en la década del ’70, cinco años después de la precursora La ciudad y el pilar de sal (sobre una novela de Gore Vidal que también ponía en escena una heroína trans amante del cine), The Rocky Horror Show es, tal vez, la mayor película de culto de la historia del cine. Ligada al glam rock pero también a la fascinación trans, cada vez que se proyecta sus personajes cobran vida también en las butacas en una performance infinita.
› Por Diego Trerotola
Unos labios sin rostro e inflamados de rouge cantan cruzando la pantalla del cine, y resultan monstruosos no sólo por sus dimensiones sino por la ambigüedad que encarnan: el maquillaje no disimula la androginia de los labios sino que la subraya tanto como el degenerado timbre de su voz. La canción que entonan se llama “Ciencia Ficción / Doble Función” y la letra rememora los programas de dos películas, una de terror y otra de ciencia ficción, típicos de los autocines de los ’50, donde se mezclaban los géneros cinematográficos. Pero esa evocación cinéfila, esa mirada al pasado, no tiene nada de nostálgico, más bien propone un sentido nuevo al mirar las películas como fetiches eróticos aberrantes: los versos celebran la ropa interior plateada de Flash Gordon, la candidez camp de divas clase B como Anne Francis, Janette Scott y Dana Andrews, y el trágico amour fou de Fay Wray y King Kong. Esos labios y esa canción son el punto de partida de The Rocky Horror Picture Show, una ópera rock que partió al medio la década del ’70, no sólo por llevar a su máximo esplendor una relectura queer de la historia del cine sino también por crear un espacio para el trans rock.
La historia de Rocky Horror empieza en Inglaterra. Ahí, el actor Richard O’Brien tiene la idea de construir su propio Frankenstein: escribir una ópera rock que cruce todos los clichés de la historia del cine fantástico desde una perspectiva sexualmente contracultural. El germen de ese monstruo hecho de reciclajes parecía estar en el aire de la época, pero O’Brien fue el único que pudo aspirarlo para convertirlo en vientos de cambio. Por un lado, el rock inglés en general, con el incipiente glam rock como su veta más filosa, proponía un recambio con las sugestivas performances de Marc Bolan, David Bowie y Mick Jagger: muchas veces ellos se ubicaban cerca de la androginia, otras llevaban el pelo largo y la bijou austera del hippismo para el lado de la lentejuela y la pluma. O simplemente con sus orgásmicos temblequeos escénicos creaban una danza tan amanerada como impertinente. En este sentido, la película Performance (1970) de Nicolas Roeg es clave para el espíritu homo-rocker de la época. Jagger es la revelación actoral a través de la composición de un personaje que enfatiza su “apariencia unisex”, como señaló el crítico Roger Ebert. Influido por esas expresiones de ambigüedad y descontrol genérico del rock renovador de los primeros ’70, Richard O’Brien creó al personaje central de The Rocky Horror: el Dr. Frank N. Furter, inmortalizado en teatro y cine por Tim Curry (si bien se pensó en Mick Jagger para interpretar a ese papel, después se lo descartó, pero se contrató a su maquillador de aquella época, Pierre Laroche, para el look trans de Curry). Primero sobre las tablas y luego en su adaptación para la pantalla, Furter fue el primer científico trans, que mezcló las pócimas de lo femenino y lo masculino con una dinámica camaleónica, con la forma de un barroco donde se superponen una serie de clichés con rasgos inéditos. O, para decirlo en otras palabras, Frank N. Furter menea la pelvis a lo Elvis arropado con las bombachas y las ligas de la Dietrich. Es una puta rocker hecha y torcida. Y, además de batirse con los ruidos trans del rock, el cuerpo del Dr. Furter es un collage cinematográfico.
En el principio siempre estuvo Gore Vidal. Se sabe que su novela La ciudad y el pilar de sal (1948) es precursora de la narrativa gay estadounidense. Sin embargo, pocos hablan del rol decisivo de Vidal como precursor de un cine abiertamente trans a partir de Myra Breckenridge. Publicado en 1968, el mismo año que La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig, ambos libros coinciden en plantear una relectura queer del pasado cinematográfico, de la Era Dorada de Hollywood. El relato de Vidal es decididamente trans: el crítico de cine Myron se convierte en Myra para emular a las estrellas de cine que admira, para conquistar Hollywood con fuerza mujeril. La popularidad del libro empujó una adaptación al cine que se estrenó con el mismo nombre en 1970 y fue dirigida por Michael Sarne. Esta película fue tan maldita como lo fue Rocky Horror Picture Show cinco años después. Y Sarne tuvo la habilidad de incluir fragmentos del cine clásico y releerlos en clave queer: así el Gordo y el Flaco pasaban a ser una pareja homoerótica, mientras la Mae West de los ’30 se volvía sexualmente explícita. A esa idea de collage cinéfilo queer, Richard O’Brien lo multiplicó en el cuerpo de su Frank N. Furter. Mezcla de la Norma Desmond de Sunset Blvd. con el sex appeal cabaretero de Marlene Dietrich en El ángel azul, pasando por el perverso rol de los científicos locos interpretados por Whit Bissel en películas adolescentes de la década del ’50, pero también con los monstruos clase B de los autocines. Furter es un Frankenstein que desencadena la idea de que la fantasía interior del Hollywood clásico, como decía el crítico Parker Tyler, fue siempre queer, surgiendo el deseo polimorfo como síntoma recurrente en muchas películas, subvirtiendo a los géneros para romper las ideas monolíticas de lo masculino y lo femenino. Furter es él mismo una doble función: el monstruo mutante que seduce a hombres y mujeres (en la ficción y en la realidad) y saca del closet trans al cine y al rock de la época en cada canción, en cada baile dionisíaco, para darle a todo una dimensión de tragicomedia musical que se corea con pasión de multitudes.
Como sucedió con Myra Breckenridge, la mayoría de la crítica de la época fue mayormente puritana y moralista, tanto estética como sexualmente. Rocky Horror Picture Show fue juzgada como una película de mala factura, artificiosa hasta la incomodidad y la fealdad. Si bien no funcionó en su estreno, la Fox relanzó la película en funciones de trasnoche y la revancha llegó en tamaño XXL: la película permaneció durante años en cartel y disparó el mayor culto en la historia del cine. En varios países, los espectadores formaron una suerte de religión profana, duplicando el descontrol de la película en las salas. Emulando a sus héroes y heroínas, los cultistas iban al cine disfrazados de los personajes de la película, y así se podía ver a decenas de Frank N. Furter caminando por las calles. La estética drag queen se democratizó en la platea, cualquiera podía ser la estrella trans de su propia sexualidad polimorfa, el público era más espectacular que la película, creando números vivos en las salas, coreografiando las canciones como poseídos por el espíritu de una sexualidad nueva y teatral. Este culto como carnaval invertido fue una versión ampliada de la contracultural desobediencia genérica propia del rock y del underground (con algunas de las superestrellas warholianas como influencias pioneras).
En la Argentina la película fue obviamente prohibida en los ’70, se estrenó durante la siguiente década como Orgía de horror y locura, pero no tuvo éxito, ni culto local, aunque ahora mismo se puede rastrear en la red su propio club de fans. En su ciclo dedicado al rock durante este mes, el Malba programa Rocky Horror Picture Show en funciones de medianoche, justo donde corresponde. Es de esperar que se despliegue cierto deseo glam, trans, homo-rock, y la oscuridad de la sala se ilumine por el libertinaje que el deforme encantamiento de este musical parece provocar cada vez que se proyecta sobre la fantasía de lxs espectadores.o
Rocky Horror Picture Show se proyecta en el Malba (Figueroa Alcorta 3415) el sábado 14 y el viernes 20 de junio a la medianoche.
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