La aventura fugaz del sexo a la intemperie, la sabrosa chance de un cruce de clases como sólo puede darse en el espacio público, el riesgo que incuba, sea por presencia de los agentes del orden o por quienes están acostumbrados a quebrar ese brazo armado de la moral, todo eso puede encontrarse aún en el salvaje escenario de la Reserva Ecológica de Buenos Aires. Hay que esquivar ese “ojo de Dios”, claro, que no es tanto la culpa como la cantidad de cámaras vigilantes que pretenden controlarlo todo. Pero no lo consiguen, no lo consiguen.
› Por Alejandro Modarelli
¿Dónde nació el espíritu errabundo, temerario y ecológico de las locas, que el sol de verano enciende como a las flores, al punto de llevarlas a improvisar en los arbustos una alcoba con sus amantes de paso? Propio de un hábito de caza inmemorial, privilegiado sobre todo cuando la visibilidad era sólo la del antiguo homosexual evidente, y no todavía la del gay orgulloso, el sexo en lugares públicos provocó en su momento debates febriles dentro del movimiento del Arco Iris. Para el programa del gay integrado, contener las ganas de hacerlo fuera de casa era una dolorosa señal de madurez ciudadana, si se buscaba conseguir las llaves del reconocimiento. Ni qué hablar en el inicio del sida.
Lo cierto es que, denostada o exaltada según la fuente y la época que se consulte (hasta la Roma del Satiricón y de Juvenal es testigo de los códigos de levante entre varones, como la rascadita de cabeza para identificarse) toda una vocación de bajo peregrinar por parte del locario se despierta desde el fondo de la historia y enloquece en el clímax cuando los cuerpos están poseídos por el lucro de exhibición y la respiración se tensa como la del aventurero detrás del oro. Mínima, victoriosa o fracasada aventura que los esfínteres padecen, apretados, como ninguna otra parte de la anatomía. Algo de peligro será necesario correr, a riesgo si no de convertir apenas en un comercio demasiado pactado, como en el chat de las páginas de contactos, el encuentro fugaz con ese extraño que aparece en el horizonte. Desconocido del que seduce no tanto su formato físico ni la clase –las zonas oscuras picantes de la ciudad suelen admitir cruces impensables en una disco– sino las condiciones materiales en que se produce el choque sexual: clandestinidad, imprevisibilidad, lenguaje de miradas y maniobras rápidas. Y la percepción de que el ojo de Dios –la ley invisible– está presente siempre en esas circunstancias, bajo la forma de una cámara espía instalada por el gobierno de la ciudad, o en la simple posibilidad de ser descubierto in fraganti por cualquier policía, aunque eso nunca ocurra. O, quién dice, a través del miedo de haber equivocado la presa y que se trate, esta, de un ladrón cuando no de un agresor. Entonces el ojo de Dios se aparecerá a muchos como culpa: "Seguro saca un puñal. Yo me lo busqué, no sé para qué lo sigo".
La destreza en el yire de riesgo, ejercido por ejemplo en las cercanías del puerto, junto a los camiones de la Costanera Sur, o entre el follaje de la Reserva Ecológica no es para todos ni para todas. De más está decir que no pertenece a los manuales del Eros lésbico, acaso todavía un poco demasiado cómodo en el cuadrilátero privado. A los varones, heteros o gays, las evasiones de la casa familiar les resultaron siempre más fáciles y hasta tienen algo de rito iniciático, incluso promovido por los mismos padres, además del entorno de amigos. ¿De qué sirven las glorias eyaculatorias si no formarán parte al otro día de la sobremesa de los amigos? Como cuando el montañista regresa de escalar y muestra la dimensión heroica de los callos.
En los años setenta, después de un trabajo de campo, el antropólogo de la Universidad de Santa Bárbara, Donald Symons resolvió que todo varón, y sin una orientación sexual que valga sobre otra, sueña con infinitas posibilidades amatorias. La conquista del más alto placer sexual reclama a menudo algo de ese farmakon que los austeros llaman promiscuidad. De buena gana, escribe Symons, un hombre cualquiera "se detendría en el área de los baños públicos para una fellatio de cinco minutos", si encontrara con quién. Por tanto, envidia y no tanto repulsa es lo que produce sobre todo en el amigo heterosexual el acceso al polvo exprés en la arboleda de la Reserva Ecológica.
El cruising (por usar el término yanqui globalizado), su azar, su riesgo, su intensidad, incluso su rechazo de cierta dignidad preestablecida, suspende muchas veces las leyes de la seducción gentil y los acuerdos con la familia y el Estado. Entonces, nadie mejor preparado que los gays como cruisers, porque somos, al modo de la Albertine de Proust, "criaturas de la huida". Puro presente, la aventura de salir de caza en la urbe traza en torno a nosotros los contornos de una isla que, en el tiempo y en la geografía de una vida, se ha separado por un momento del continente social; un objeto extraño, minoritario y sin historia que tiene a veces, cuando se lo recuerda, la coloración de los sueños. En su famoso ensayo Sobre la aventura y el individuo y la libertad, Georg Simmel señala que "la aventura conlleva el gesto del conquistador, el aprovechamiento rápido de la oportunidad…nos encontramos más desamparados, nos entregamos con menos reservas que en las relaciones que están unidas a través de más puentes con la totalidad de nuestra vida en el mundo". El sexo callejero, conquista del derecho a lo efímero.
Reconvertir durante quince minutos la base de la Torre de los Ingleses en escenario de una mamada fue, para la Gorda Omar, plantar en los primeros años noventa, por un instante, su bandera en la luna. "No me lo esperaba. Yo venía de recorrer las teteras de la estación, todas secas de chongos avispados, y de pronto en el hall central el tipo, un rulitos rubión, me guiña un ojo para que lo siga. Pensé que podría tratarse de un cana de civil pero igual me puse a andarle detrás. Me dije, yo me juego. La caminata terminó al pie de la Torre de los Ingleses, donde no había nadie. Era un marinero, y dormía en el barco. Una situación increíble, que agradecí a Dios, ahí cerca del Santísimo Sacramento, aunque me parece recordar que el chongo no venía muy bien de tamaño. Toda la plaza estaba casi a oscuras, no como ahora que la luz hace el papel de celador. Me enteré de que en la Reserva Ecológica hay como dieciséis cámaras buchonas, y que uno tiene que manejarse como el agente 007. Pienso que deben apuntar hacia donde está la orilla del río y las partes más transitadas. Así que hay que saber por dónde plantarse, y moverse por los senderitos que llevan al follaje más alto, que es el mejor escondite."
Las cámaras de la Reserva Ecológica son retoños de la era del pánico. Descubren o inventan a los ladrones, violadores, pervertidos e incendiarios que acechan por todos lados. Menudo panóptico acelerado por las circunstancias, el dispositivo óptico inhallable sustituye la mirada ciega de los rectos trotadores, que nunca (parece) se dan cuentan de nada. Los protege, en fin, de esos excluidos que pasan revista a las zapatillas de marca, o se recuestan sobre los de-sechos junto al río, siguiendo el andar de antílope de una loca. Jovencitos desocupados que, en cueros, quizá esperan apenas alguna oferta, aunque más no fuera de un porro a cambio de su ostentosa masculinidad: presa y cazador, roles intercambiables, se mueven por un momento en la misma isla urbana. ¿Se podrá observar a un chonguito sin ser, a su vez, observado por el ojo de la cámara? Una de las facultades más obscenas de esas cámaras no es tanto impedir el ingreso del caballo de Troya de los marginados a las áreas ricas, o vigilar los cruces puercos de las locas, sino que torna materia el fantasma del tirano interior. Esa mirada, que está y no está, impide la amable sensación de que uno habita, sin más, una ciudad que se creía propia. En cada divagar en soledad, en busca de sexo, uno adopta a veces la pose del caminante con destino fijo. Si no hay un orden policial visible, habrá en cambio un dios cuyo ojo, aunque no te mire, siempre te está viendo y te convierte en una especie de inmigrante vigilado. Un pastor de almas GLTTBI fue no hace mucho retenido por Gendarmería, porque se lo vio en una pantalla arrancando una flor al pie de la Universidad Católica, en Puerto Madero. Una loca tuvo que tener la misma destreza que en un colectivo para apenas rozar el bulto de un gendarme, mientras conversaban en un puente. "Acá no, está lleno de cámaras." De todos modos, el peligro la estimuló. ¿Llegará el momento en que habrá una cámara en cada dormitorio, que nadie sabrá en realidad quién la instaló, ni si de verdad funciona?
Por lo pronto, veo dos locas hacer footing felino, con segundas intenciones, en el sendero principal, ajustaditas de short, rastreando el horizonte y atentas al vacilar de los bultos. Metidos hasta el cuello en las cañas, colegas gays invitan a un sexo sin sobresaltos para el bolsillo. ¿Estará registrando la cámara su lascivia? Los chonguitos junto al río, sin embargo son, ay, más sabrosos para la fantasía de muchas (promesa de barbarie lumpen, que se habrá de vivir con más intensidad que el sexo codificado entre pares). "A mí no me interesa esa angustia que, decís vos, es inherente al ligue clandestino y lo hace aventura. Yo busco satisfacer mi deseo y punto, no quiero correr peligro. Ni con la policía ni con el compañero circunstancial. Por eso prefiero para ligar una playa nudista vigilada, con su bosquecito, aunque hayas tenido que pagar la entrada", se queja Javier, un español un poco harto de la subcultura de Chueca, pero para quien la búsqueda obsesiva y riesgosa del sabor chongo es la huella arcaica del ocultamiento y la represión de los homosexuales, de la que aún América Latina no pudo zafar del todo. "Como si fuera necesario sufrir para conseguir placer, o porque se consiguió placer. Paso. El régimen gay estará en cuestión, con todo su esteticismo y el marketing, pero el pre-gay resulta indigno. La jerarquía macho/loca no me resulta justa. Democraticemos de una vez el sexo, para algo existió la liberación." Claro que Javier no ha visto nunca convertido en una ménade a la Pedro, aquel manflor tremebundo de la vieja y sórdida Aldea Gay, que una tarde en la Reserva Ecológica descubrió a su chongo, el Palomo, repasando una revista porno, echado al sol, en vez de estar picando paredes. Jerarquía patriarcal invertida; ahí mandaba "lo femenino". En cuestiones de machismo, no todo lo que relumbra es oro.
El antiguo corredor de regocijo porteño, configurado a principios del siglo XX a largo de la Costanera Sur y del que las Nereidas de Lola Mora es solo el más famoso e intacto de los rastros, tiene ahora de vecinos inmediatos el lujo de Puerto Madero y la miseria de la Villa Rodrigo Bueno, al lado de lo que era antes la Ciudad Deportiva. Por ahí estacionan, también, los camiones del Mercosur. El neoliberalismo impuso una geografía de fiordos urbanos, cortes abruptos y continuos entre familias bien y mayorías indeseables. El paisaje de Buenos Aires ha ido variando, y los que son del afuera social –malandras, villeros, maricas, travestis y economía informal– son ahora la vida del adentro; la anomalía que sin embargo es norma. Ahumada por los chorizos al paso, paseo de familias de barrio constituidas como Bergoglio manda, dormitorio de cartoneros, despensa nocturna de travestis y revuelo de camiones, la Costanera Sur se yergue como zona de alegría, a la vez que zona de desastre. Los bolsones de riqueza quisieran evitar el mal de ojo que les provocan los pobres o los grasas, y las nuevas fortalezas hipermodernas de Puerto Madero parecen viejas paquetas que entreabren la cortina para espiar desde el piso treinta el universo cumbianchero de los bajos fondos, el divagar policlasista de las locas en la Reserva.
En los ochenta y noventa el sexo extra muros fue acusado por los grupos más conservadores de desestabilizar la nueva imagen republicana del gay. Cuando el sida se convierte en herramienta ideológica, el preservativo trasciende los penes para envolver, victorioso, el carnet de buena conducta de toda marica que busque ser tolerada. Ni las sépticas teteras, ni los parques de repentinas y desprolijas diversiones eróticas, ni las mamadas de apuro en las butacas de un cine triple x eran entonces cartas saludables de presentación en sociedad. ¿Qué defensa jurídica o mediática, se decía, podrá ensayarse a favor de una loca que un agente de policía ha detenido o extorsionado en un baño de estación, mientras saboreaba la última gota del deseo? Acá mismo nomás, en plena primavera de Alfonsín, había quien se quejaba de la mala propaganda que hacía, a la causa, la bacanal gay en los escondites de la playa porteña de Saint Tropez, un nombre tan pretencioso para ese mersón reposo junto al río, ahora de-saparecido bajo la topadora neoliberal. Hasta con helicópteros la policía seguía la huella del esperma indomable.
Pero ese arte universal del goce clandestino parece ser, para activistas antihomosexuales norteamericanos, otra prueba de la amenaza queer al sistema social de Occidente. Llegaron a defender que los gays tienen más tendencia a abusar de los niños (en un mundo donde la mayoría de esa violencia se ejerce dentro de las familias) y a cometer delitos mundanos, como la evasión impositiva o el hurto (en un país que llevó a una crisis global, a raíz de la voracidad financiera alentada por las élites). Mencionan a menudo los datos de un psicólogo de Colorado Springs, Paul Cameron, fundador del Instituto de Investigación Familiar y del Instituto para la Investigación Científica de la Sexualidad.
Cameron nos otorga poderes de conversión inconmensurables, que envidiaría Benedicto XVI. "Las personas homosexuales son increíblemente evangélicas…Es sexualidad pura. Es casi como la heroína pura. Es un placer muy intenso. Están encomendadas a una forma casi religiosa. Y corren riesgos enormes; hacen lo que sea." Nadie mejor publicista que este muchacho de una forma de vida que al mismo tiempo exige contrarrestar.
Pero no es necesario asomarse a aquellos argumentos tan extremos y cómicos para hallar revueltas contra el sexo gay homless. La rebelión a veces se da en la propia granja. Si la palabra gay se introdujo en la cultura casi al mismo tiempo en que nacía el movimiento en defensa de sus derechos humanos, el término promiscuidad gay fue redescubierto con el sida, y en Estados Unidos activistas propios como Andrew Sullivan convocaban en los años noventa a crusiers, sauneros y S/M a adoptar "una nueva madurez" a través del matrimonio monogámico, por cuyo derecho se abogaba. En nombre de la salud, se demonizaba no tanto el sexo inseguro sino un modo de vida que hasta entonces había prescindido en lo posible de juramentos de fidelidad sexual y ni soñaba con replegar la cópula al interior de la casa. Si en ella había algo medianamente revolucionario era, justamente, el pito catalán a las normas represivas. Larry Kramer, otro activista gay anti-promiscuidad escribió en el New York Times que el grupo universitario queer radical Sex Panic!, surgido contra el conservadurismo asimilacionista, estaba "en el camino de convencer a América de que todos los hombres gay estaban regresando al autodestructivo comportamiento pre-sida, que costaría a los contribuyentes un montón de dinero extra".
Sex Panic! se organizó en 1997 para denunciar el programa conservador de una parte de la militancia GLTTBI. Y no promovía el abandono del preservativo sino todo lo contrario. Pero abominaba de la lucha contra el sida "a través de la demonización de la cultura de la libertad sexual" (Kendall Thomas). Una de las performances del grupo fue la escenificación de esa libertad en los antiguos dockes de Nueva York, famosos antes por el cruising y la actividad sexual, y ahora reconvertidos en lofts al estilo de Puerto Madero. A la campaña republicana por una Manhattan reluciente y rentable, los universitarios de Sex Panic! proponían volver a erotizar la ciudad. Y en Canadá el Pink Triangle convocaba por la Web al "Squirt", una práctica de sexo al aire libre, eso sí, estipulando ordenadamente los lugares del zafarrancho.
Pero, vistos desde hoy, esos debates en un medio de comunicación, como el New York Times (¿alguna vez La Nación se propondrá como campo de confrontación de política queer?), no parecen haber tenido efectos inhibidores en las noveles ansias de exploración sexual. Por el contrario, quizá les haya recalentado la imaginación. Algo nuevo hay que descubrir, hoy que la felicidad sexual tiene tan buen marketing y el circuito privado ofrece tan poca emoción. Los nombres de las nuevas prácticas no convencionales para varones y mujeres con estilo decidido y fantasías muy trabajadas, además de su afán de estar a la moda, tienen graciosas traducciones. La práctica de los heterosexuales de coger en lugares públicos se llama en Estados Unidos, por ejemplo, dogging y en España cancaneo. Se publicita en artículos periodísticos como sexo sin ataduras, y la vía regia a la locura programada son las citas pactadas a través de foros específicos en Internet. Quien dice, los más agradecidos sean los mirones casuales.
Hace poco el Ayuntamiento de Amsterdam votó a favor de permitir el sexo nocturno al aire libre en uno de los principales puntos de encuentro de la comunidad gay holandesa, el inmenso y popular Parque Vondel, donde de día se cruza la vida cultural del museo de Van Gogh con los juegos infantiles, las bicicletas y las mascotas.
Sin embargo, junto con el permiso del Ayuntamiento sobreviven ciertas prohibiciones, tales como coger en forma ruidosa más allá del perímetro de la rosaleda, o dentro de las áreas que usan los niños (ni hablar de dejar rastros de preservativos como prueba orgullosa del placer consumado). Sin estas interdicciones, la autorización de los funcionarios holandeses se parecería demasiado a tomar por asalto y sacar a la luz la cara clandestina de la ley pública, que siempre incita, entre líneas, a cometer aquello que prohíbe.
La apertura desmesurada del libre albedrío deja en realidad al aventurero del sexo sin libertad de elección. Si todo está permitido, nada está permitido. No puede elegirse violar nada. A quienes no se les había ocurrido violar las reglas de urbanidad con polvos públicos, la autorización estatal puede convertirse en una voz más imperativa aún que la prohibición; un llamado a no quedar afuera del goce colectivo y republicano: "Aunque no te guste, gozá. Hemos gastado tiempo legislando en el Ayuntamiento para que te diviertas mamándola en el espacio público".
Me parece que por exceso de permiso, el eco de la ley fantasmal, ese Gran Otro que acompaña nuestro angustiado y fabuloso yire clásico, se puede transformar en un tirano mucho más eficiente a la hora de torturarnos. Cuando el Amo se proclama ausente, se impone en nosotros una ley peor que nos ordena ser libres y gozar. Si el edén holandés no tuviera regla alguna, conseguiría por ahí aquello que los neoconervadores yanquis persiguen desde los años noventa sin tanta suerte: anular el placer de la transgresión. Coger en público y sin techo, pero como un Diógenes que no escandaliza, ya es en el Vondel de Holanda (y leo que en alguna plaza inglesa, y en otras dos de Alemania y Canadá) un hábito legítimo que cualquier ciudadano con papeles en regla debiera experimentar. En cualquier momento, se instalarán de noche puestos oficiales de juguetes y souvenirs eróticos imprescindibles.
El profesor de Psicología de la Universidad de Michigan, Ghersem Kaufman, escribía hace unos años en Saliendo de la vergüenza que "los cruisers son básicamente hombres muy reprimidos y no asumidos. Sufren mucha vergüenza…". Suena compasivo e inexacto. Pero, de creerle (y no le creo) lo ideal sería que la vergüenza fuera asumida por el cruisier a la manera existencialista, como autenticidad y afrenta. Más que acolcharse en el Parque Vondel, un aventurero que se precie debiera acaso insistir en los senderos prohibidos de la Reserva Ecológica, para poder así mostrar a la noche, en la sobremesa de los amigos, los callos heroicos del montañista.
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