El 21 de abril se cumplen cien años del aniversario de la muerte de Mark Twain, narrador fundante de la ficción americana y de aquellos relatos de aventuras protagonizados por muchachos adolescentes que sueñan con ser bandidos, fundirse con la naturaleza y vagabundear juntos y sin mujeres. A modo de homenaje va este repaso por esas cofradías armadas a base de músculos y testosterona que tanto alimentaron las imaginaciones machistas y tanto alimentaron también las fantasías homoeróticas de generaciones de jóvenes de los últimos siglos.
› Por Adrián Melo
En su autobiografía denominada Palimpsesto. Una memoria (1995), Gore Vidal relata que después de ver el film Príncipe y mendigo en su versión de 1937, con los adorables gemelos de doce años Bobby y Billy Mauch, experimentó una sensación de placer que posteriormente asimiló a sus primeras experiencias sobre el despertar de la sexualidad y el amor.
Como en la novela de Mark Twain, en la película, el príncipe y el mendigo intercambian sus ropas —al igual que Aquiles y Patroclo, que David y Jonatan— y los papeles de su vida. Desde que vio esa escena, cree Vidal, comenzó a buscar a su amante idéntico, aquel que fuera su otra mitad tal como lo describe Aristófanes en el Banquete de Platón: “Cuando este muchacho enamorado es lo suficientemente afortunado como para hallar a su otra mitad, ambos quedan tan intoxicados de afecto, de amistad y de amor, que no pueden soportar el verse separados del otro por un solo instante... aunque no encuentren el modo de explicar qué es lo que en realidad desean el uno del otro, y de hecho el placer puramente sexual de su amistad apenas justifica el inmenso deleite que su mutua compañía suscita”.
Si escribiera mi autobiografía debería también hacer una cita para Mark Twain. A mediados de la década del ’80 proyectaron en la televisión argentina una miniserie de 26 capítulos basada en dos libros de Mark Twain: Las aventuras de Tom Sawyer (1876) y Aventuras de Huckleberry Finn (1884). La serie en cuestión era una coproducción de origen alemán-canadiense y se llamaba Huckleberry Finn and his Friends. Estaba protagonizada por un adolescente llamado Ian Tracey que sonreía espléndidamente. Nunca más la volvieron a pasar.
Hay dos momentos de la serie que quiero recordar. En el capítulo VI, Huck, Tom y otro amigo se bañaban completamente desnudos en el río. Una toma alejada perfilaba la sensualidad de los cuerpos juveniles y la redondez bien formada de las nalgas de Huck antes de arrojarse al agua. Luego, los tres chapoteaban divertidos. Lo bucólico de la edénica e inocente escena no lograba ocultar su intenso erotismo. De hecho, las imágenes no diferían demasiado de ciertas fotografías que se erigieron en fundantes de la tradición homoerótica: la de los efebos fotografiados por Wilhem von Gloeden en Taormina o la de la serie Swimming de Thomas Eakins.
El otro momento es el capítulo final. En la última escena, los tres personajes principales –Huck, Tom Sawyer y el negro Jim– deciden, después de atravesar divertidas y peligrosas experiencias y hallarse en el dulce hogar, escapar juntos en cuanto puedan e ir en busca de nuevas aventuras.
Recuerdo todavía el goce que me produjo ese final. Esa comunidad de hombres –dos bellezas rubias y un negrazo– sellando el pacto con un triple apretón de manos, riendo alegremente y soñando juntos con una vida de camaradería masculina que hubiese sido la utopía de Walt Whitman.
Pocas personas que hayamos leído Las aventuras de Tom Sawyer o Huck Finn en la niñez podemos sustraernos al encanto y la frescura de sus páginas. Twain supo narrar una verdadera épica de la adolescencia y de las potencialidades, e infinitas posibilidades de la juventud. Encarnando la metáfora de la libertad y la rebeldía, allí están Tom y Huck que prefieren mil veces vivir de vagabundos, haciendo incontables proyectos descabellados, que sometidos a la disciplina de la civilización.
En sendas novelas de Twain, tanto Tom Sawyer como Huck Finn se hacen pasar por muertos y adquieren nuevas identidades y una nueva vida, y escapan de la vida cómoda y obediente que les ofrecían sus tías o viudas bondadosas. Huck, el huérfano que no se deja adoptar, elige estar con poca ropa o vestido de andrajos, a su aire y contento. En la novela que lleva su nombre, sus instantes de mayor felicidad son cuando huye con el negro Jim en una embarcación. Tiene una balsa propia y un amigo, todo lo que hay que tener. Los muchachos duermen y velan a su gusto. Disfrutan del agradable calor del verano en el bajo Mississippi y consiguen alimentos mediante la pesca o robando, a lo largo de la costa. El clímax es expresado por Huck en un momento de la novela:
Navegábamos de noche por el monstruoso río que en algunos sitios tiene milla y media de ancho y, durante el día, descansábamos en tierra. En cuanto empezaba a amanecer amarrábamos la balsa a un arbusto de la orilla y la ocultábamos con ramas de sauce y algodones. Echábamos las líneas, nos dábamos un magnífico baño, nos sentábamos a la orilla y esperábamos ver amanecer.
En Tom Sawyer en el extranjero, Tom, Huck y Jim viajan en globo a través del océano, el Sahara y Egipto. En iguales términos, Huck, el narrador, expresa su emoción de estar alejados del mundo y rodeado sólo por sus dos amigos:
Nos estábamos acostumbrando al globo; el temor había desaparecido por completo y no queríamos estar en otra parte... Aquí arriba, en el cielo, todo era tranquilo y encantador, bajo la luz del sol, satisfecho de comer y dormir, rodeado de cosas extrañas para ver sin que nadie me molestara y sin tener que soportar gente antipática. Vivíamos los tres en vacaciones permanentes. De ninguna manera teníamos prisa por abandonar este paraíso y volver a la civilización.
Frente a la libertad y a la plenitud tranquila que los muchachos de las novelas de Twain suelen encontrar cuando se hallan juntos ideando desmesuras, las mujeres representan la obediencia, la trampa de lo sedentario y lo doméstico, cuya expresión final es el matrimonio.
Tanto Príncipe y mendigo como Tom Sawyer y Huck Finn pueden inscribirse asimismo en los llamados bildungsroman o novelas de educación. En ellas, generalmente, un joven varón realiza un viaje iniciático que, como todos los viajes, es también un viaje al interior de uno mismo. Es un viaje que constituye la primera salida al mundo y que, heredero de la hermenéutica del renacimiento, permite convertirse en “lo que se es”, es decir, en el mejor de los casos, en un hombre. Así, en Príncipe y mendigo, el intercambio de ropas con el mendigo Tom y su descenso al submundo de los pobres es el que posibilita al príncipe convertirse en un monarca sabio y compasivo, en Eduardo VI.
Convertirse en hombre y en un adulto, adquirir los valores propios de la masculinidad precisa del alejarse de las “faldas” de las mujeres y por lo tanto del hogar. Guardando algunas semejanzas con los ritos de iniciación propias de la pederastia, este viaje se hace en compañía muchas veces de un hombre mayor o de un amigo.
En el principio de las ficciones fundacionales norteamericanas, como en la mayoría de las novelas épicas o de aventuras, sólo están los hombres. La aventura es una forma de vida que pone en juego virtudes que se suponen esencialmente masculinas como la fuerza, la valentía y el coraje, y por ello está vedada a las mujeres que, por otra parte, siguiendo la misma lógica androcéntrica, deben relegar su vida al campo de lo doméstico.
Por otra parte, en momentos clave de creación de los mitos fundantes de los Estados-Nación modernos se hace necesaria la aparición de héroes masculinos que resignifiquen la idea de la política como cosa de hombres y las bases de la dominación masculina. Las novelas que fueron un verdadero boom para la burguesía del siglo XIX cumplieron muchas veces esa función.
Partiendo de esos supuestos, la narrativa norteamericana nace con ese pecado original que imprime ciertas características a la literatura de aventuras norteamericana y a la manera en que son descriptas las relaciones entre los hombres. Por un lado, esas ficciones creaban héroes exclusivamente masculinos y que exageraban hasta el paroxismo las virtudes corporales de músculos, vellos y fuerza, y la valentía frente al peligro. Por otro lado, al excluir muchas veces a las mujeres de los relatos –u otorgarles un papel meramente decorativo– fue preciso darle un contenido y unas características particulares a las únicas relaciones afectivas posibles, es decir entre hombres, pero que no pusieran en tela de juicio valores tales como la masculinidad y la hombría. En ese sentido, puede entenderse el particular homoerotismo presente en las primeras ficciones americanas.
No sólo nos referimos al poeta Walt Whitman y su utopía del amor de los camaradas que se bañan juntos, sino, también, a la recurrencia de las novelas de hombres sin mujeres y las intensas amistades masculinas en la narrativa de James Fenimore Cooper, Hermann Melville, Nathaniel Hawthorne y Mark Twain, entre otros.
Así, Cooper, considerado el creador de la épica norteamericana, intenta en El último de los mohicanos (1826) dar a su país el fundamento mítico de que aquél carecía, en su condición de nación recién formada. Para ello recrea un héroe que reúne las mejores virtudes del pionero, el cazador, el vaquero y otros personajes que marchan hacia el Oeste: Natty Bumpo. Pero la historia de El último de los mohicanos es también la historia de una amistad pasional: la de Natty Bumpo y el indio Chingachgook. Uno es el espejo del otro. La amorosa relación entre el blanco huido de la sociedad y el salvaje de piel oscura que se unen hasta que la muerte los separe simboliza la posibilidad de una nación entre los nativos puros y los blancos puros. En su influyente obra titulada Love and Death in the American Novel, Leslie Fiedler, Fiedler describe esa amistad como una de las maneras paradigmáticas en que van a definirse las relaciones entre hombres en la narrativa americana: un “inmaculado matrimonio de hombres, sin sexo y puro”.
El esquema que inaugura Cooper se repetirá hasta el cansancio en incontables películas masculinas de westerns. Dos ejemplos paradigmáticos que suelen ser citados son la relación de amor-odio-obsesión que sienten entre sí los personajes de John Wayne y Montgmery Clift en Río Rojo (Hawks, 1948) y sobre todo Paul Newman y Robert Redford, que eligen vivir y morir juntos en Butch Cassidy and the Sundance Kid (Hill, 1969) y que permanecen impasibles a la belleza de Katherine Ross.
En otra novela fundacional, Moby Dick, de Melville, no sólo destacan las obsesivas descripciones de marineros viriles, de cuerpos musculosos y tatuados en una comunidad de hombres que parece no precisar de mujeres, sino también la intensa amistad hasta la muerte entre los personajes Ismael y el arponero Queequeg. Amistad no exenta de celos, besos y abrazos. En la novela, los amigos se acarician y duermen juntos, uno en brazos del otro y el narrador no titubea en compararlos como un “amante matrimonio” y caracterizarlos como una “tierna pareja amorosa”. Melville estrena con sus novelas de marineros toda una imaginaria homoerótica que tendrá larga vida hasta el presente.
En su análisis de la narrativa de las aventuras de Mark Twain, Fiedler se apresura en señalar: “En nuestro imaginario nacional, dos niños pecosos cogidos del brazo, con cañas de pescar al hombro, caminan hacia el río; o bien uno de ellos se desliza tranquilamente en una balsa sobre sus aguas, en compañía de un negro cimarrón. Han dejado, lo sabemos, a la tía Polly y a la tía Sally y a la viuda Douglas y a la señorita Watson y a la rubia Becky Thatcher también, a los repetidos símbolos de la civilización”.
El mismo Fiedler se pregunta por qué a los lectores del siglo XIX les interesa una literatura que tan a menudo está próxima a aceptar la homosexualidad masculina. Su hipótesis es que el rechazo tan fuerte a la sodomía y la inversión masculina de ese mismo siglo derivó en una literatura que consagra los lazos libidinales y las amistades entre hombres como inocentes, no sujetas a la lujuria y más allá de todo reproche. Es lo que más tarde Eve Kosofsky Sedwick va a llamar homosociabilidad. Con ese concepto se refiere a la forma que encuentran las sociedades modernas de Occidente para describir los lazos afectivos masculinos: posicionándose contra la pasión/deseo por los del mismo sexo. El deseo homosocial masculino es un modo de regular las prácticas afectivas entre hombres y también de subrayar la forma en que las relaciones masculinas se organizan dentro del sistema patriarcal.
Esta visión de las relaciones entre hombres dominará asimismo el campo cinematográfico durante gran parte del siglo XX. Para dar cuentas de esta perdurabilidad basta citar, entre incontables ejemplos, la versión de 1950 de otro clásico del cine de aventuras, Los caballeros de la tabla redonda (Richard Thorpe), basada en la leyenda del rey Arturo. En el film, el caballero Lancelot (Robert Taylor) busca a “su hombre”, el rey Arturo, por los campos de toda Inglaterra, para conocerle y entregarle su vida y su corazón. Luego de atravesar una batalla juntos, Lancelot y Arturo se juran amistad eterna y hasta intercambian anillos. Siguiendo el esquema clásico del llamado amor triangular, se enamoran de la misma mujer, la princesa Ginebra (Ava Gardner), pero ese enamoramiento compartido sólo sirve para afianzar sus propios lazos afectivos. Cuando el rey Arturo se percate de que su esposa Ginebra está enamorada y añora a Lancelot, que se halla guerreando, la respuesta del supuesto desairado marido con respecto al posible amante de su mujer es: “Yo también lo extraño”.
Como señala Alberto Mirá en Miradas insumisas. Gays y lesbianas en el cine, al hablar de literatura o cine y homosexualidad determinados aspectos despreciados por la tradición científica o textual resultan esenciales para dar con los sentidos que ciertas historias tienen para ciertos públicos: placeres sensuales, respuestas eróticas, ironía, risas y lágrimas, opresión y placer.
Situaciones biográficas como las relatadas –Gore Vidal y sus sensaciones frente a Príncipe y mendigo; el despertar de algo parecido a mis deseos sensuales frente a los rizos rubios y la sonrisa encantadora de Huck Finn– no sólo dicen algo sobre las películas y los libros sino que además no son totalmente intransferibles. Las individualidades no tienen que ser –y de hecho no son– solipsistas, y experiencias como las señaladas pueden encontrar eco en otras muchas reacciones individuales arraigadas en un potencial textual que está presente.
No se trata de que gran parte de las novelas y las películas de aventuras o las referidas novelas de Twain sean películas y novelas gays sino que para ciertos espectadores pueden serlo. De los muchachos de las novelas de Twain puede decirse lo mismo que de los jóvenes de algunos relatos de Henry James –el Miles de Otra vuelta de tuerca o el Morgan de El discípulo–: pueden gustarles los muchachos en un sentido erótico o pueden no gustarles. Pero hay un contenido eminentemente erótico en esas emociones entre muchachos y un contenido posiblemente homosexual.
Al fin y al cabo, nadie puede saber cuál fue el destino y los caminos eróticos de Tom y Huck. Las novelas de adultos suelen terminar en el matrimonio, pero las novelas de jóvenes terminan antes de que ellos tomen las decisiones de su vida. El mismo Twain se encarga de señalarlo al final de Las aventuras de Tom Sawyer:
¿Se hizo ladrón Tom Sawyer? ¿Qué vida llevó, desde entonces, su amigo Huck? ¿Pudieron, ambos, cumplimentar sus planes? ¿Los desecharon, por el contrario, resignándose los dos a una vida fácil, sin complicaciones?
Tal vez algún día resulte interesante reanudar la historia de los más jóvenes, y saber en qué clase de hombres y de mujeres se convirtieron a través de los años.
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