En 1973, cuando se estrenó La muerte de Maria Malibran, Michel Foucault quedó seducido por la película y escribió un texto que a su vez sedujo a su director, Werner Schroeter. El único encuentro entre los dos sucedió el 3 de diciembre de 1981, en el departamento de Foucault en París, frente a un grabador. Hay que imaginar al filósofo calvo tirado en el piso de moquette y al joven cineasta alemán enfrente, haciendo sonar sus muchos anillos en gestos exaltados destinados a defender la pasión frente al amor, la pasión como desafio a la muerte. Schroeter murió la semana pasada. Como homenaje a este cineasta de culto, la transcripción de aquel diálogo –traducido por primera vez al castellano– publicado en francés por Gérard Courant en Werner Schroeter, Editions de la Cinémathèque française.
Gérard Courant: Michel Foucault, ¿qué lo ha impactado al ver La muerte de Maria Malibran?
Michel Foucault: Me llamó la atención, tanto en La muerte de Maria Malibran como en Willow Springs, que no se trate de películas sobre el amor, sino más bien de películas sobre la pasión.
Werner Schroeter: La idea principal de Willow Springs consistía en una obsesión de dependencia que unía a los cuatro personajes, cada uno de ellos ignorando los motivos de esta dependencia. Por ejemplo, Ila von Hasperg, la que hace de mucama, no sabe por qué es víctima de este vínculo de dependencia con Magdalena. Lo veo como una obsesión.
M. F.: Salvando alguna palabra, creo que hablamos de lo mismo. Primero, no podemos decir que estas mujeres se aman entre ellas. No podemos decir que haya amor en Maria Malibran tampoco. Mejor sería hablar de pasión. ¿Qué es la pasión? Es un estado, algo que nos ocurre, que se apropia de no-sotros, que nos agarra de los hombros, que no tiene pausa ni origen. En realidad, no sabemos de dónde viene. La pasión llega así como así. Es un estado siempre móvil, pero que no tiene dirección. Hay momentos fuertes y momentos débiles, momentos que alcanzan la incandescencia. Flota. Balancea. Es una suerte de instante inestable que se prolonga por motivos oscuros, tal vez por inercia. Busca mantenerse y desaparecer. La pasión se atribuye todas las condiciones para continuar, y a la vez se destruye ella misma. En la pasión, uno no está ciego. Son situaciones en las que uno simplemente no es uno mismo. Ya no tiene sentido ser uno mismo. Las cosas se ven distintas.
En la pasión también hay una cualidad de sufrimiento-placer muy diferente de la que se encuentra en el deseo o en lo que se llama sadismo, o masoquismo. No veo ninguna relación sádica o masoquista entre estas mujeres, mientras que sí hay un estado de sufrimiento-placer indisociables. No son dos cualidades que se mezclan. Es una sola y misma cualidad. Hay en cada personaje un sufrimiento muy grande. No se puede decir que una la haga sufrir a la otra. Son tres tipos de sufrimiento permanente, que a la vez son totalmente decididos, ya que no hay necesidad alguna de que estén aquí, presentes.
Estas mujeres se han encadenado a un estado de sufrimiento que las une, del cual no logran deshacerse, y sin embargo hacen todo para liberarse. Todo esto es diferente del amor. En el amor hay, en cierta forma, un titular de este amor, mientras en la pasión circula entre los partenaires.
W. S.: El amor no es tan activo como la pasión.
M. F.: El estado de pasión es un estado mixto entre los distintos partenaires.
W. S.: El amor es un estado de gracia, de alejamiento. En una charla que tuve hace poco con Ingrid Caven, ella me decía que el amor era un sentimiento egoísta porque no convoca al partenaire, no es problema de él.
M. F.: Se puede amar perfectamente sin que ame el otro. Es una cuestión de soledad. Por ese motivo es que en el amor siempre sobran las demandas de uno hacia el otro. Este es su gran defecto, pedirle siempre algo al otro, mientras que el estado de pasión entre dos o tres personas permite una comunicación intensa.
W. S.: Lo cual significa que la pasión contiene, intrínseca, una gran fuerza comunicativa donde el amor es un estado aislado. Encuentro muy deprimente saber que el amor es una creación, una invención interior.
M. F.: El amor puede devenir pasión, es decir, ese estado del cual hemos hablado.
W. S.: Ese sufrimiento, por lo tanto.
M. F.: Ese estado de sufrimiento mutuo y recíproco es, verdaderamente, la comunicación. Me parece que es lo que ocurre entre esas mujeres. A esos rostros, a esos cuerpos, no los atraviesa el deseo pero sí la pasión.
M. F.: He pensado que su película se originaba en El malentendido, de Albert Camus, esa historia también clásica de otros relatos europeos del albergue a cargo de mujeres que matan a los viajeros que se aventuran en el lugar.
W. S.: Desconocía aquella historia cuando realicé Willow Springs. En realidad fue generada por Christine Kaufmann, con quien habíamos colaborado en teatro. Un día apareció su ex marido, Tony Curtis, y a pesar de que ella tenía la custodia de los dos niños, se los llevó. No teníamos dinero para combatir a ese padre irresponsable. Nos fuimos a Estados Unidos con Christine Kaufmann, Magdalena Montezuma e Ila von Hasperg porque con Christine habíamos pensado en recuperar a los niños. Era mi primer viaje a Los Angeles y California. La idea de Willow Springs surgió durante los encuentros con los abogados y al descubrir la región. En Alemania algunas personas vieron en la película una crítica del terror homosexual. Estábamos en un pequeño motel a diez kilómetros de Willow Springs, totalmente encerrados, o sea en la misma situación que los protagonistas de la película.
M. F.: ¿Qué hace que esas tres mujeres vivan juntas?
W. S.: Ante todo quiero decir que nosotros estábamos juntos. Willow Springs reflejaba lo que vivíamos en aquella época, y lo que las tres mujeres me habían inspirado en años de colaboración. Ila siempre resaltaba su fealdad de manera poética, Christine era de una belleza fría y muy amigable a la vez, y Magdalena era tan depresiva como dominante. Esta situación se había generado en un clima político desfavorable si los hay, en un lugar donde vivían fascistas. El pueblo lo manejaba un nazi americano. Era un lugar de terror... ¿Usted se inclina por la pasión o el amor?
M. F.: La pasión.
W. S.: El conflicto del amor y de la pasión es el sujeto de todas mis obras de teatro. El amor es una fuerza perdida, que ha de perderse ya, porque nunca es recíproca. Siempre es sufrimiento, nihilismo total, como la vida y la muerte. Los autores que quiero son todos suicidas: Kleist, Hölderling –alguien que creo comprender, pero fuera del marco de la literatura... Sé desde mi infancia que debo trabajar, no por haber escuchado que era indispensable– era demasiado anarquista y turbulento para creer eso, sino porque sabía que eran tan pocas las posibilidades de comunicar en esta vida que había que aprovechar el trabajo para expresarse. En realidad, trabajar es crear. Conocí a una puta muy creativa que tuvo con su clientela un comportamiento creativo y artístico. Es mi sueño. Cuando no alcanzo esos estados de pasión, trabajo... ¿Cómo es su vida?
M. F.: Muy razonable.
W. S.: ¿Me puede hablar de su pasión?
M. F.: Hace dieciocho años que vivo en un estado de pasión hacia alguien, por alguien. En un momento dado tal vez tomó la forma del amor. A decir verdad, se trata de un estado de pasión entre nosotros dos, un estado permanente, que no tiene otro motivo para acabarse que no sea él mismo, un estado que me convoca por completo, que me atraviesa. Creo que no hay absolutamente nada en este mundo capaz de determe a la hora de encontrarlo, de hablarle.
W. S.: ¿Qué diferencias observa entre el estado de pasión vivido por una mujer y el vivido por un hombre?
M. F.: En esos estados de comunicación sin transparencia que constituyen la pasión, cuando uno desconoce el placer del otro, lo que es el otro, lo que le ocurre al otro, diría que es imposible saber si es más fuerte para los homosexuales.
W. S.: Mi pasión está en Italia. Es una pasión imposible de definir de manera exclusivamente sexual. Es un chico que tiene sus amigos, y amantes femeninas también. Es alguien que a su vez siente, creo yo, una pasión por mí... ¡Sería demasiado bello si fuera cierto! Desde la infancia vengo diciendo que para mí ser homosexual es una ventaja, porque es bello.
M. F.: Tenemos la prueba objetiva de que la homosexualidad es más interesante que la heterosexualidad: mientras es asombrosa la cantidad de heterosexuales que quisieran devenir homosexuales, conocemos muy pocos homosexuales que demuestren ganas reales de devenir hétero. Es como pasar de Alemania del Este a Alemania del Oeste. ¿Conoce muchos alemanes del Oeste con ganas de instalarse en el Este?
G. C.: Bertolt Brecht.
M. F.: Es cierto, la excepción que confirma la regla. Además era otra época, las relaciones entre ambas partes eran distintas. Volviendo a nuestros pagos: nosotros podremos amar a una mujer, tener una relación quizás hasta más intensa que con un chico, pero jamás tendremos ganas de devenir heterosexuales.
W. S.: Mi gran amigo Rosa von Praunheim, que ha hecho muchas películas sobre el tema de la homosexualidad, me dijo un día: “Sos cobarde e insoportable”, porque me negué a firmar una petición contra la represión de los homosexuales, era una campaña iniciada por una revista donde los homosexuales se declaraban como tales. Yo le dije que estaba de acuerdo en firmar su petición, pero no en reclamar en contra de la represión, porque si de algo no he sufrido jamás en mi vida es de la homosexualidad. Al ser ya muy amado por las mujeres, sabiéndome ellos homosexual, se detenían más en mi persona.
Tal vez haya realizado Willow Springs por culpa, porque he hecho mucho cine y mucho teatro con mujeres. Veo claramente la diferencia entre mi pasión por una mujer como Magdalena Montezuma, con quien tendré una profunda amistad hasta mi último suspiro, y mi pasión por mi amigo italiano. Es extraña mi motivación. No la puedo definir. En Praga, para mi película El día de los idiotas, he trabajado con treinta mujeres entre las que estaban todas las que colaboraron conmigo en los últimos trece años.
M. F.: ¿No podría explicarlo?
W. S.: No puedo definir la causa de mis sentimientos. Por ejemplo, cuando vuelvo a ver a ese amigo italiano, vuelvo a un estado de pasión.
M. F.: Voy a poner un ejemplo. Cuando veo una película de Bergman, otro cineasta que tiene como obsesión las mujeres y el amor entre mujeres, me aburro. Bergman me aburre porque creo que él intenta ver lo que pasa entre ellas, mientras que en sus películas hay como una evidencia inmediata: sin buscar decir lo que pasa, permite que ni nos lo preguntemos. Su manera de escapar del todo a la película psicológica me parece enriquecedora. Vemos cuerpos, rostros, labios, ojos. Les hace actuar una suerte de evidencia apasionada.
W. S.: No me interesa la psicología. No creo en ella.
M. F.: Volvamos a lo que usted decía hace un momento sobre la creatividad. Uno se pierde en su vida, en lo que escribe, en hacer una película, precisamente cuando quiere interrogar a la naturaleza de la identidad de algo. Ahí fracasa, porque entra en clasificaciones. El problema consiste en crear algo que ocurra y circule entre las ideas, algo que se mantenga innombrable, y así a cada instante tratar de darle una coloración, una forma y una identidad que nunca dice lo que es. ¡Eso es el arte de vivir! Es matar a la psicología para crear, con uno mismo y con los otros, individualidades, seres, relaciones y cualidades que no tengan nombres. Si uno no puede lograr eso en la vida, no merece ser vivida. No hago diferencia entre los que hacen de sus vidas una obra de arte y los que hacen en sus vidas una obra de arte. Una existencia puede ser una obra perfecta y sublime, algo que bien sabían los griegos y que hemos olvidado por completo, sobre todo desde el Renacimiento.
W. S.: Es el sistema del terror psicológico. El cine no es otra cosa que dramas psicológicos, películas de terror psicológico...
No le tengo miedo a la muerte. Tal vez suene arrogante, pero es la verdad. (Hace diez años sin embargo lo tenía.) Mirar la muerte de frente es un sentimiento anarquista que hace peligrar el orden establecido. La sociedad juega con el terror y el miedo.
M. F.: Una de las cosas que me tienen preocupado hace rato es la conciencia de cuán difícil es suicidarse. Pensemos y enumeremos las pocas posibilidades de suicidio que tenemos a nuestra disposición, cada una más asquerosa que la otra. El gas, por ejemplo, es peligroso para el vecino... Ahorcarse, convengamos que es desagradable para la mucama que descubre el cuerpo a la mañana del día siguiente... Arrojarse por la ventana ensucia la vereda. Además, la sociedad tiene del suicidio una consideración muy negativa. No solamente se dice que no está bien suicidarse, sino que también se considera, cuando alguien se suicida, que andaba muy mal.
W. S.: No entiendo que una persona muy deprimida tenga la fuerza para suicidarse. Sólo podría suicidarme en un estado de gracia, de placer extremo, pero para nada en un estado de depresión.
M. F.: Estoy a favor de un auténtico combate cultural que haga entender a la gente que no existe conducta más bella ni que merezca más atención que el suicidio. Cada quien debiera trabajar en su suicidio toda la vida.
W. S.: El sistema en el que vivimos opera desde la culpa. Mire la enfermedad. He vivido en Africa y en la India, donde las personas no temen mostrar su estado ante la sociedad. Hasta el leproso se puede mostrar. En cambio, en nuestra sociedad occidental apenas uno se enferma debe tener miedo, esconderse, y ya no puede vivir. Sería ridículo que la enfermedad no fuera parte de la vida. Tengo para con la psicología una relación totalmente esquizoide. Si agarro mi encendedor y un cigarrillo, es algo banal. Lo que importa es el gesto. Es lo que me da mi dignidad. Saber que cuando yo tenía cinco años mi madre fumó demasiado no me interesa desde el conocimiento de mi propia personalidad.
M. F.: Es uno de los grandes puntos de inflexión que hoy tenemos en cuanto a nuestras sociedades occidentales. El siglo veinte nos enseñó que uno ya no puede hacer nada si no conoce nada de sí mismo. La verdad sobre uno mismo pasó a ser una condición de la existencia, mientras bien se pueden imaginar sociedades que permitan no resolver la problemática de lo que uno es. Es una pregunta sin sentido. Lo importante es el arte de lo que uno hace para ser quien es. Un arte de uno mismo que vendría a ser lo más opuesto al sí mismo. Hacer de su ser un objeto de arte, eso es lo que vale la pena.
W. S.: De su libro Las palabras y las cosas recuerdo esta frase que me ha gustado mucho: “Si estas disposiciones desaparecieran... podríamos apostar a que el hombre se borraría como un rostro de arena en el límite del mar”. Para mí la psicología es un misterio. Freud edificó por encima de nuestras cabezas un sistema muy peligroso adaptado a toda sociedad occidental.
Quisiera dar un ejemplo significativo de un acto anodino que sería mal interpretado en un sentido freudiano. Cuando volví de América después de Willow Springs estaba muy cansado y a mi madre le dio gusto darme un baño. En un momento empecé a mear en la bañera. Imagínese la situación: una madre de sesenta años y su hijo de veintisiete. Me reí mucho. De todas maneras, siempre meo en las bañeras. ¿Por qué no mear? Es la única respuesta para dar. Es una relación fraternal, fuera del incesto, ya que nunca tuve una relación erótica imaginaria con mi madre. La consideré un amigo. No veo ningún problema en eso, a no ser que reduzca esta acción al contexto psicológico burgués...
Novalis escribió un poema que adoro: “Himnos a la noche”. Explica por qué prefiere la noche al día. ¡Eso es el romanticismo alemán!
M. F.: ¿Cuando realizó Maria Malibran pensó primero en la música?
W. S.: Ante todo, pensaba en el suicidio, en las personas que quería, en las que me inspiraban pasión, como Maria Callas, que seguía amando. La muerte de Maria Malibran existió gracias a lecturas: un libro español sobre Maria Malibran, un texto sobre la muerte de Janis Joplin y otro sobre la muerte de Jimi Hendrix, dos artistas que admiraba muchísimo.
Maria Callas era la visión erótica de mi infancia. A los catorce años, en mis sueños eróticos la imaginaba meando y yo, mirándola. Me sucedía siempre fuera del marco de su imagen, del respeto y de la gran amistad que tenía con ella. Es la mujer erótica. Maria Callas era una pasión total. De manera extraña, nunca me dio miedo. Recuerdo que ella me dijo, en una charla que tuvimos en París en 1976, que solamente conocía a gente que le tenía miedo. Le dije: “¿Cómo se le puede tener miedo?”. Era de una amabilidad excepcional, y se parecía a una niña griega americana. A los cincuenta años era la misma cosa. Le había hecho una propuesta: “¿Quiere que publiquemos una nota en FranceSoir: Maria Callas busca un hombre?”. Se rió mucho. “Ya verá, van a aparecer no menos de cien personas.” Tanto miedo le tenía la gente que nadie se atrevía a ir a verla. Tenía una vida muy solitaria. Una lástima, porque dejando de lado su genio, era de una simpatía y amabilidad fabulosas.
Algo me fascina. ¡Algo inimaginable! Doce años que trabajo con las mismas diez personas y casi no hay en ese grupo interés de un miembro para con otro. No hay interés profundo entre Magdalena Montezuma y Christine Kaufmann, ni entre Christine Kaufmann e Ingrid Caven, etc. Hay un interés vital entre Magdalena e Ingrid que se quieren y se admiran mucho, pero es una excepción. Si no estoy para la puesta en escena, no hay comunicación.
Traducción: Nicolás Bohler
Agradecimiento especial a Luc Chessel
por darnos a conocer este texto.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux