› Por Diego Trerotola
Como parte de su testamento infinito, R.W. Fassbinder hizo una serie de listas donde clasificaba lo peor y lo mejor del Nuevo Cine Alemán, el movimiento cinematográfico moderno más queer surgido en los ‘60, que lo tenía a él como su más prolífico, insomne y polémico. En su top ten de directores, Werner Schroeter tenía el segundo puesto (en el primero Fassbinder se ubicaba a sí mismo) y la película Eika Katappa (1969) era considerada entre las diez “más bellas”. Esta reivindicación intentaba sacar a Schroeter del lugar injustamente lateral en el que se lo ubicó: “A las películas de Schroeter se les dio la conveniente etiqueta de ‘underground’, que las transforma en un flash en plantas hermosas pero exóticas, que florecen inusuales y tan lejos que, básicamente, uno no se molestaría por ellas, y por lo tanto nunca tendrá que molestarse. Y eso es precisamente tan malo como estúpido. Porque las películas de Werner Schroeter no están muy lejos; son hermosas, pero no exóticas”. La denuncia de Fassbinder aún tiene vigencia, porque hasta hoy la ubicación en la casilla “exotismo” del gesto diseminado en la obra de Schroeter hace que sus películas sean lejanas hasta lo inalcanzable, exiliadas de lo cotidiano hasta la invisibilidad, no sólo para un público general sino para un cinéfilo aplicado: es difícil encontrar festivales o cinematecas que proyecten su obra y sólo tres de sus más de cuarenta películas, entre cortos y largos, tienen ediciones en DVD. Este año, tratando de revertir tanta desidia, en el Festival de Berlín, donde había ganado el Oso de Oro con Palermo oder Wolfsburg (1980), se le entregó el premio Teddy por su trayectoria, pero este reconocimiento de la comunidad Glttbi no fue acompañado por una retrospectiva de su obra. Y esto es injusto principalmente porque fue una figura clave en el cine alemán renovador, no sólo a través de sus películas sino también actuando en las de Fassbinder y siendo pareja creativa y amorosa de Rosa von Praunheim durante los ‘60.
Tal vez la belleza melodramática y barroca de la teatralidad operística, de la lírica exasperada que despliega la mayoría de las películas de Schroeter, sea considerada hoy, por cierta crítica miope o por el estándar estético al uso, un cine de la mera impostura y la exageración, sin ser reconocido como representación y elaboración de una sensibilidad marica universal y cercana. Al mismo tiempo que los vinilos de Maria Callas llenaban la Factory de Andy Warhol como banda sonora reinterpretada por trans, chongos y marginales, Schroeter convirtió desde sus comienzos las arias de “La Divina” soprano en el canto de la sirena que le hizo perder el rumbo para conquistar un territorio cinematográfico barroco, delirante de poética inmersiva y expansiva. Incluso Schroeter llegó a reclutar a Candy Darling, la trans más desafiante de las superstars warholianas, para interpretar un papel fundamental en La muerte de María Malibran (1972), película sobre la trágicamente célebre contralto y soprano del siglo XIX. En ficciones como El rey de las rosas (1986) y Malina (1991), pero también en sus documentales, especialmente en Poussières d’amour (1996), Schroeter llevó la afición por la ópera y las cantantes líricas, largamente ligada a la cultura gay, a niveles de una mariconería extremista, cultivando el kitsch corrosivo de rosas sangrientas, el homoerotismo expresionista, el lesbianismo incorrecto y los gritos primarios de ímpetu mujeril, todo mezclado con la fuerza experimental de un sentimiento desatado de las convenciones disciplinarias. Fue un gran régisseur fuera del closet y fuera de órbita. Y también fue otras cosas más, como buen migrante perpetuo, cosmopolita conspicuo, porque Schroeter decidió vivir como habitante de varios mundos, su brújula sin rumbo fijo parecía señalar los cuatro puntos cardinales al unísono, y por eso llegó a filmar en México, Francia, República Checa, Austria, Estados Unidos, República del Líbano, Filipinas y la Argentina, además de su natal Alemania. Aunque con insistencia se lo olvida, se lo expulsa o simplemente se lo desconoce, Schroeter trazó su obra como un viaje para estar cerca.l
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