Viernes, 21 de mayo de 2010 | Hoy
Salir del closet puede ser un alivio. Salir a la fuerza, un infierno. Porque todavía hoy ese vector que une la homosexualidad con lo monstruoso está vigente, y “denunciar” a alguien por ser lo que es resulta una eficaz estrategia de desprestigio. Como prueba farandulesca bastan las acusaciones y confesiones cruzadas que mantuvieron con vida el escándalo Alfano-Pachano. ¿Siempre es un acto de crueldad hacer arder el closet? Los casos de políticos homofóbicos que se declaran en contra de la igualdad de derechos y viven su homosexualidad en secreto plantean un dilema sobre el derecho a la privacidad.
Por Alejandro Modarelli
Noviembre de 2007. A pesar de todo, da pena verlo. Porque, a través de esa vergüenza suya, mal disimulada ahora frente a las cámaras de televisión, uno recuerda las humillaciones del propio pasado. Las perennes injurias, los miedos que cercan y moldean la infancia y la adolescencia de todo gay. Un tribunal inquisitorial de reporteros constriñe a hablar al senador republicano de Idaho, Larry Craig, de lo que él nunca hubiera querido hablar, y ni siquiera considera propio. Debe referirse a la homosexualidad, en primera persona. “Yo no soy lo que soy.” Los periodistas quieren saber si efectivamente hurgó braguetas en el baño público. Si es homosexual de ocasión o full time. O si todo es un malentendido, como asegura, y en realidad un buchón confundió el vaivén involuntario de su mano, el roce de un pie, con la impensable pretensión de pajear al vecino de mingitorio. Al custodio de los valores familiares, al militante contra la ley del matrimonio para personas del mismo sexo, contra todos los derechos civiles para gays y lesbianas, lo sacaron a empujones de un baño público y le quemaron al mismo tiempo el closet.
Detrás de los camarógrafos, unos activistas gays ofician de voz de la conciencia mientras el senador niega todo. Le gritan: “Craig, decí la verdad. Decí que sos gay”. El hace como que no oye, recoge los restos de su honorabilidad (que son ahora el gesto adusto y un cierto desprecio por los que no entienden su alta misión en la política) y se retira junto con su esposa, en esa típica salida de cuadro donde los funcionarios americanos acreditan una vida afectiva que es salvaguarda de la pública. En este caso, lo único que se verifica es el patetismo en la derrota.
Sobre el incendio del senador es inevitable que el alma se te inflame con un cierto gozo. Quien a hierro mata... No obstante, da pena. Porque la injuria en la que Craig creció, la vergüenza de develarse (y frente a un país entero), forma parte de nuestras propias biografías. Como otros gays de su ciudad, cuando era un chico habrá leído en el diario Idaho Statesman que los homosexuales somos monstruos. “Aplasten al monstruo”, conminó en 1955 un cronista escandalizado por esas fiestas de inmorales, tan promovidas por el rumor y a menudo sobrevaloradas. En general, los americanos se escandalizan en serio, y hay que tomarles la palabra. Sus más famosos crímenes de odio, Teena Brandon, Matt Shepard, Milk Harvey, son puritanismo extremista llevado a la acción por quienes cumplen con el lado obsceno y nocturno de la ley pública, que incita por lo bajo a cometer aquello mismo que prohíbe en la letra escrita. Un homosexual es un monstruo; sabrás cómo actuar, a pesar de que tengas que ir preso. El senador quiso, pues, huir del espejo donde aprendió a mirarse –y a odiarse– a través del fantasma de los otros. A diferencia de esos activistas que le gritaban en la conferencia de prensa, no pudo elegirse como gay. Jamás reconvirtió al monstruo del espejo en una imagen propia deseable y auténtica, para no aniquilarse. La distancia entre un espejo y otro es la que no pudo recorrer Craig, que, siendo en secreto un homosexual, jamás pudo llegar a hacerse homosexual, un destino aceptado que es a la vez individual y colectivo, porque uno se inicia como paria y llega siempre en compañía de otros, que son nuestros iguales.
El closet es habitable y a veces cómodo mientras uno acepta mirarse de torcido, y la buena suerte o una esposa o marido oportunos compensan el miedo a ser descubierto. Pero el deseo es difícil de amaestrar, y remata aquella decencia que fue comprada a precio de usura. El deseo ama la fuga y pierde los estribos, pasa revista a las letrinas y los saunas, se obsesiona con su objeto, y no lo humilla la maledicencia ni teme al infortunio. El deseo traiciona a los prudentes y también a los traidores. Los hombres públicos que militan a favor de la homofobia, como Craig, y esconden a un gay en los meandros de su interior, lo sacarán a la calle en esos días de desahogo. Protagonistas de cámaras ocultas, trampeados en un chat de contactos sexuales, de rodillas en un baño de estación, debieran saber que todo bronce comprado en el Consorcio de los Valores Familiares siempre estará, para ellos, bajo amenaza de serles expropiado.
Outrage, el documental estadounidense de Kirkby Dick estrenado en 2009 y traducido como Escándalo, quiere ser testimonio “de los políticos que están en el closet, los que lograron salir y de la gente que trabaja para acabar con su tiranía”. En época de debate del derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo, como el que se da en Estados Unidos, en México, en Argentina, reaparece en nuestro movimiento la centenaria cuestión de las estrategias; los medios y los fines: cómo evitar que políticos gays homófobos dañen con sus decisiones, su verba insidiosa, sus silencios y censuras, los derechos de la propia comunidad GLTBI. ¿Es ética en esos casos la práctica política del outing, es decir poner en evidencia ante la sociedad su orientación sexual, que esconden en sí y, a la vez, combaten en los otros?
Las opiniones difieren, según la pasión puesta y la ambición de la meta. Desde la defensa irrestricta, el activista estadounidense Michelango Signorile interpela a sus oponentes: “¿Cómo puede entenderse que ser gay sea algo privado, si ser straight no lo es? El sexo es privado. Pero mediante el outing nosotros no debatimos sobre la vida sexual de nadie. Sólo decimos que ellos son gay... Ante todo, detrás del outing a famosos está el objetivo de mostrar cuánta gente gay hay entre las personas más visibles de nuestra sociedad. Así, cuando alguien revele la homosexualidad del lechero o del sodero, todos podrán decir ‘¿y con eso qué?’”. Placer por la estadística, entonces, y hasta el magnate Forbes fue un numerito muy buscado. En Signorile, cuantos más seamos, mejor se nos tratará. No sé qué opinarían los judíos de la Alemania nazi sobre esa certeza.
Quienes dentro de la práctica del outing se interrogan sobre los límites admisibles, autores como Warren Johansson y William Percy creen que, para desarticular lo que llaman “la conspiración del silencio”, debe sacarse del closet sólo a: 1) hipócritas, pero solamente cuando se oponen a los derechos e intereses de los gays; 2) quienes con su pasividad acompañan a las instituciones homofóbicas; 3) individuos prominentes cuya salida pueda derrumbar estereotipos y compeler al público a reconsiderar su actitud ante la homosexualidad; 4) los muertos.
Revelar la homosexualidad de alguien contra su propia voluntad era ya en el Berlín de los años treinta una opción discutida primero por los activistas gays, y después tomada en cuenta por Hitler, que mandó a diezmar a las milicias fiesteras de su aliado Ernst Röhmer, denunciadas por la prensa de izquierda. Por ahora, en el ambiente político argentino sólo Elisa Carrió sacó a alguien del closet, una diputada de su propio bloque. Hasta en la Santa Iglesia el armario está más agujereado que el del Honorable Congreso; con la emergencia mediática y penal del abuso se salen todos sus gusanos. Hasta hace poco, la Iglesia soportaba estoicamente la lengua de Fernando Peña, en quien la práctica del outing forzoso aplicada a curas y obispos, sin embargo, no superaba el rótulo de performance o happening, y estaba destinada más al lucimiento autorreferencial que a un verdadero objetivo ético o político. Quizás, el hecho de que los nombres del catálogo audaz de Peña se olvidaran a poco de haber sido revelados sea prueba de que, verificable o no, el outing se tomaba apenas como de un experto en joder a hombres discretos. Sólo los gays y las lesbianas y los informantes de la SIDE nos acordamos de la nomenclatura de los tapados que sacaba a la luz, cuando recorremos los archivos del closet. Peña era un actor genial, un dandy tardío, pero –creo– no dejaba de ser también un exquisito y divertido grano a través del cual la sociedad de la decencia eliminaba cada tanto su toxina.
Volviendo al closet de la política, César Cigliutti, el presidente de la CHA, descree en general de la eficacia de un método como el outing, que suele verse, a los ojos de muchos, como violencia policíaca, una venganza o una canallada, y es por tanto difícil de explicar desde la ética. Muchas veces se termina por provocar el efecto inverso al buscado. Pero, después de haber visto Outrage, reconsideró en parte su opinión. No todo da lo mismo, y prefiere ir más lejos todavía cuando elige un ejemplo de traición a la causa, peor que votar contra el derecho al matrimonio: se pregunta si no es legítimo sacar a patadas del closet a un funcionario gay del que depende la salud pública, y que en los peores años de la epidemia de sida en Estados Unidos ignoraba todo reclamo de ayuda económica de las organizaciones de la sociedad civil que la combaten: “En Outrage, Larry Kramer, líder de Act-Up, lo dice claro y lo comparto. Es indignante encontrarte a la noche en una fiesta del ambiente gay con un funcionario tapado que a la mañana te negó cualquier ayuda contra el HIV-sida. Ahí el outing funciona como una defensa, y para dar vuelta una situación desesperada. Su derecho a la privacidad es menor que el derecho a la vida de miles de personas que viven con el virus. Act-Up tuvo que luchar contra un gobierno como el de Reagan que, en medio de la epidemia, en ningún discurso mencionó el sida. Kramer sacó del closet a uno de los encargados de recaudar dinero para... como dice él, ‘matarnos’. El closet puede matar a otra gente, y de hecho lo hizo. Antes del HIV-sida nos preocupaba la privacidad –la estrategia del outing era un tema que se debatía en la CHA–; pero después del sida, si uno se encontrara como Kramer con semejante situación de desamparo, y semejante pared que voltear, habría que preguntarse si de no haber actuado del modo en que él lo hizo, uno no se convertiría en cómplice de un genocidio. También es cierto que la apelación a la coherencia entre vida privada y vida pública funciona mejor en Estados Unidos que en la Argentina, donde el escrutinio sobre la intimidad no determina tanto la valoración pública de un funcionario, salvo que haya caído en desgracia antes y por cualquier otro motivo”.
Es posible que Cigliutti tenga razón cuando pone en duda las potencialidades del outing forzoso en nuestro país. Hay que ver que, en la Argentina, la hipocresía es el argumento y a la vez el medio de difusión de la sensatez pública y privada, y la verdad sin discreción no convence. La evidencia es una anécdota que se pasa por alto, se jura que toda sospecha es un hecho comprobado, que en todas partes se cuecen habas, y la virtud sólo se pierde para siempre si se pierde también la fortuna.
No hay derrota definitiva, aquí, cuando la víctima que se arrastra por el suelo es la vida privada de un hombre público que, a pesar de todo, sigue siendo necesario para otra batalla. Vaya el ejemplo de aquel juez célebre encorvado entre las piernas de un taxi boy en un prostíbulo, cuyo servicio sexual fue filmado y reproducido en los canales de televisión. A los primeros momentos del escarnio, y las amenazas de juicio político, él respondió con un “y qué” pleno de plumas, y con un novio precioso. Y la sociedad respondió con el olvido. Ahí está fijo en su público despacho; Su Señoría se hace temer.
En septiembre de 2007, el senador republicano estadounidense Larry Craig tuvo que “confesar” su homosexualidad tras ser descubierto en el baño de un aeropuerto teniendo relaciones con un hombre. Conservó su cargo en el Senado.
En 1997, el juez federal Norberto Oyarbide se declaró un “muerto social” luego de que se conociera un video suyo en el local Espartacus. Pidió licencia, fue amenazado con un juicio político pero hoy sigue firme y en plena actividad.
El único gobernador que habló de su homosexualidad en la historia de Estados Unidos fue James Mc Greevey. En 2004 dijo haber tenido una relación con uno de sus empleados, renunció a su cargo y pidió disculpas a su esposa.
El primer coming out de nuestro país: en 1984, el presidente de la CHA Carlos Jáuregui con su pareja en Siete Días.
Fernando Peña No sólo habló abiertamente de su homosexualidad sino que forzó la salida del closet de varios, Juan Castro entre ellos. También mandó al frente a González Oro (“me lo crucé en una orgía”) y al periodista Sergio Company.
... pero no al ritmo del hit sino en medio de un silencio de misa. Agosto de 2004. El surco de lágrimas anticipa y acompaña la confesión del gobernador de Nueva Jersey ante ese jurado multitudinario y fantasmal que lo observa desde el comedor de la casa, con el tenedor y el aliento suspendidos frente al televisor, muchos de ellos satisfechos por el placer que da la derrota de una vida ajena exitosa. La esposa, a la que pide perdón “por haber violado los lazos matrimoniales”, y nada menos que con otro hombre, forma parte de la escenografía del patíbulo. Lo mira como si él hubiera sido invadido por otra personalidad, y ella recién se diese cuenta. No hay todavía odio por la supuesta estafa cometida, y la desfiguración de su cara es la huella del choque con la verdad: “Pero entonces nada de lo nuestro era cierto”. Del otro lado de la pantalla, yanquis al fin, seguramente podrá oírse: “Entonces nada de lo que nos prometiste en la campaña puede ser cierto”.
Solemne, dramático, el cuadro sacrificial que tiene al gobernador James Mc Greevey como la víctima es otra de las escenas de archivo de Outrage. En el documental no queda claro el mecanismo por el cual Mc Greevey termina en esa situación. Si la salida abrupta del armario fue consecuencia de una intervención política del activismo, o la delación simple de quien buscaba dañarlo o extorsionarlo. Pero lo que importa, al menos lo que importa a la comunidad GLTBI, es que en el instante mismo en que renunciaba frente a los ciudadanos, la víctima se sacaba las cadenas y, a diferencia de Craig, se elegía a sí como homosexual: “Uno debe mirar en el espejo de su alma y decidir una verdad única. Soy un gay americano”.
En ese acto del lenguaje, en ese abrazo a la palabra “gay”, Mc Greevey toma ya conciencia real de su condición de paria frente a la heterosexualidad, y toma también, sin saberlo todavía, una posición ética nueva, que es esa actitud de libertad hacia la vida, y por tanto hacia uno mismo, que llamamos, en nuestro dialecto político, el orgullo. Ya no buscará ser amado por los votantes al precio de la negación de su condición, y estará pidiendo en cambio, porque le corresponde, un sitio de reconocimiento al lado de los otros gays y lesbianas que lo esperan del otro lado del closet. Porque con ese primer gesto de encarnar una identidad sin privilegios inicia su militancia en el movimiento por los propios derechos humanos. Al modo en que lo decía Jean-Paul Sartre, en Saint Genet, Mc Greevey estaba ante “ese instante fatal que es el envolvimiento recíproco y contradictorio del antes y el después: se es todavía lo que se va a dejar de ser y se es ya lo que se va a ser”. Delante de la cámara del director de Outrage, reafirma que “no se puede ser sincero con la comunidad, si no se es primero sincero con uno mismo”. Y vuelve a ofrecer lágrimas, y esta vez no da pena sino admiración.
Hay quien cree, como el blogger Mike Rogers, que el outing puede ser una ayuda para que la propia víctima pueda asumirse, y pone ejemplos como el de Mc Greevey. Pero si incluso así fuera, esa recapitulación del denunciado no deja de parecer una especie de reeducación por la vía del tratamiento de shock, más allá de los resultados, y siempre que el elegido no sea alguien que amenaza la misma subsistencia de sus pares asumidos, como en el caso del recaudador republicano que rechazaba el pedido de auxilio de los enfermos de sida y de sus organizaciones. Dan Gurley, ex director de campo del Comité Republicano Nacional, fue sacado a la fuerza del closet y hoy, siendo activista, cree que deben también comprenderse las turbaciones y sufrimientos de los que aún siguen escondidos: “Nadie sabe el viaje personal que debe emprender un individuo para aceptar el hecho de que es gay o es lesbiana”.
Del mundo de la política, al de la farándula... no podemos evitarlo si de lo que se trata es del outing y del coming out, y la televisión –por elegir el medio predilecto de comunicación masiva– multiplica los protagonistas, las causas y los efectos. De cualquier manera, todo chisme es político, si aquello que en la televisión corre de canal en canal, y en la calle de vecino a vecino, es la homosexualidad. Nadie quiere perderse de leer el inventario de moda del quién–es–gay, en el que se pasa por alto el capítulo de los evidentes, y de donde han salido con dolor sólo los que algo tuvieron que perder a cambio. De todas maneras, el amor que no osaba decir su nombre ahora se aburre de tanto pregonarlo, forma parte del comercio del rating, y la noticia envejece antes de que se decidan a propagarla. Ni Rial puede ahora hacerle una cámara oculta a un ganador de Gran Hermano, que lo muestre en un flirteo gay, sin que parezca la fórmula tan repetida que deba ser adornada con otros buchoneos, como la triangulación amorosa, hijos repentinos o enfermedades que se han ocultado porque todavía, en la mayoría, siguen siendo un estigma.
Por eso, ese entramado de suspicacias y chistes, de silencios consensuados, de censura o sobreexposición que rodea la homosexualidad en la televisión, ahora pierde vigor frente a otro elenco de revelaciones que esta vez sí se consideran trágicas, como el de quienes conviven con el HIV-sida. Y un episodio reciente como el de Aníbal Pachano y Graciela Alfano es, ay, el ejemplo a mano más sórdido. Si la discriminación respecto del VIH-sida tiene la peor de las prensas, la revelación forzada de aquellos que padecen el virus queda envuelta en ese halo de Caída y Dolor alrededor del cual hasta el escándalo mediático, al ofrecer el terrible chisme, debe a la vez mostrarse compasivo y hasta pedagógico. Las lecciones de Tinelli en Showmatch, donde se habla del HIV-sida sin mencionar la sexualidad, ni los modos prácticos de prevención, son antes que nada lecciones de hipocresía. Pero en fin, ese estilo horrendo de sacar a alguien del armario, como en el caso de Pachano, se supone que es el precio que pagan quienes han decidido hace mucho huir de su ciudad de origen para esconderse, y terminan sin embargo buscando refugio en la ciudad mediática, donde los escondites no duran más de lo que obligue el rating.
En la batalla por la toma de la palabra, en la que el outing es parte todavía discutida de las estrategias del movimiento, aquello que se ganó en el campo mediático para gays, lesbianas y trans –y a pesar de todo, el periodismo hoy en la Argentina es un aliado– empieza por fin a ganarse también en la política. Hubo una primera gran salida del closet que hoy se recuerda poco. Fue en 1984, cuando Carlos Jáuregui, entonces presidente de la CHA, puso su cara para la revista Siete Días. Soportó algunos insultos callejeros, e incluso una mujer le dio una cachetada. Entre esa tapa de Siete Días y el debate sobre la ley del matrimonio en el Congreso Nacional existe una línea de parentesco. Y entre Jáuregui y muchos activistas GLTB el orgullo de la filiación y una deuda reconocida pero que nunca se saldará lo suficiente.
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