¿Y POR CASA?
Hace dos años, Valeria Ramírez pudo decir en voz alta, por primera vez, que había estado detenida en un centro clandestino de detención. Fue levantada de la ruta por ser travesti y violada sistemáticamente en los 20 días que duró su cautiverio. Nunca pudo declarar ante la Justicia, ni ante ningún organismo; tampoco recibió ni reclamó reparación alguna por lo vivido.
“Me bajaron en el Pozo de Banfield con la cabeza tapada con mi propio abrigo. Sabía de qué se trataba ese lugar porque era la segunda vez que me llevaban. Yo era una piba tranquila, ahora mismo no soy de putear siquiera. Pero también me salvó mi amiga, ahora finada, La Mono le decíamos. Ella me dijo que no me resistiera, que teníamos que salir vivas de ahí. En cuanto llegamos me dejaron frente a un gordo asqueroso que en cuanto me vio, dijo: ‘Por fin me trajeron a la cachorra ésta, era la que yo quería’.” Valeria Ramírez tenía 20 años en 1977, no tenía militancia alguna. “A mí me detuvieron por ser, como se dice, puto. Trabajaba en la prostitución, en el Camino de Cintura, entre la rotonda de Llavallol y Seguí, de ahí me levantaron.” No era la primera vez ni tampoco sería la última que Valeria sufría el acoso de la policía; sin embargo, los 20 días que pasó en ese centro clandestino de detención en el sur de la provincia de Buenos Aires están impresos en su memoria con la fuerza del terror. Cuando la liberaron, le ordenaron no hablar nunca más de lo que había vivido y visto ahí dentro, y ese mandato fue muy difícil de quebrar. La primera vez que dio testimonio fue recién en 2008, después de haberle contado a un amigo lo que le había pasado, una conversación que existió porque la cimentaron diez años de confianza mutua, los mismos diez años que lleva fuera de la prostitución, trabajando como promotora de salud. “Ese año se hizo una conferencia de prensa en la Legislatura de Buenos Aires, pero nunca pude testimoniar en ningún juicio, ni en ningún organismo; nadie me preguntó más nada.” Todavía no se habían empezado a visibilizar como ahora los delitos sexuales en los CCD como un modo más de la tortura, y tal vez por eso ella no se sintió interpelada cuando se hicieron los llamados a declarar frente a la Conadep, al principio de la democracia. De hecho, esa Comisión no tomó en cuenta los vejámenes particulares que sufrieron cientos de personas en razón de su sexualidad o identidad de género. “Durante la detención no había día ni noche, me violaban a cualquier hora, de a muchos, de a uno, de a dos, me obligaban a practicarles sexo oral... me sacaban del buzón, me usaban y me volvían a tirar ahí adentro. Lo único que escuchaba era: ‘Vení, abrite, dale que te toca a vos, tomá, andá’.” Pero también vio y escuchó algo más que la voz de sus violadores: “Había un guardia que parecía bueno porque me daba comida y me dejaba salir a bañarme en unos piletones grandes. Una vez yo estaba ahí, desnuda, y escucho el llanto de un bebé y de una mujer que decía: ‘Dale, dale, nena, sacate eso, limpiá, tirá todo en este balde’. No pude evitarlo y me asomé: vi a una chica jovencita, llena de sangre, limpiando el piso. En eso entró una mujer policía y empezó a gritar: ‘¿Qué hace este puto acá? ¿Son pelotudos ustedes?’. Y me agarró de los pelos y me arrastró por toda esa sangre que había en el pasillo. Así, desnuda, me tiró en el buzón, no pude ni agarrar mi ropa. Esa chiquita que vi acababa de parir. Eso es algo que una lleva adentro para siempre”.
Valeria Ramírez, ahora de 53 años, nunca reclamó indemnización alguna por el tiempo en que estuvo “chupada” en un CCD; hay una cuenta pendiente para con ella y con muchxs más, no sólo en términos de reparación sino también porque estas voces todavía silenciadas son parte de una reconstrucción histórica que, como la memoria, sigue siendo dinámica.
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