CARLOS MONSIVáIS
Ocho minutos de aplausos marcaron el comienzo de la despedida que la Ciudad de México, le dio a su escritor Carlos Monsiváis. Un gran amigo suyo, el flautista Horacio Franco, colocó una bandera gay sobre el féretro. Luego alguien agregó una bandera de México. Y siguieron los símbolos. El cronista implacable, de cuerpo presente, siguió dando de qué hablar y por qué llorar. Quedan sus lectores y lectoras como trece gatos locos, y huérfanos.
› Por Alejandro Modarelli
Dos banderas sobre el féretro de Carlos Monsiváis, el pensador de las costumbres, el crítico cultural más importante de México y “el único escritor mexicano que la gente reconoce en la calle”. La bandera nacional y la bandera del Arco Iris, juntas. El velatorio es en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad. Su despedida de museo no le hubiera disgustado, porque era coleccionista de todas las historias públicas y privadas; un arqueólogo de la cultura popular y los movimientos sociales. Ningún cambio de época se le pasaba por alto. Le hubiera hecho gracia posar ahora de pasado admirable, delante de las cámaras de televisión. Elena Poniatowska, la gran amiga, se acuerda del deudo más dolido, y se dirige directamente al muerto: “Soy una señora de 78 años, con 10 nietos tras de mí, y quiero decirte que nada en los últimos meses de tu enfermedad me ha conmovido tanto como el amor que te tiene Omar. Su dolor te honra, su entrega es tu trofeo y a mí me hace entender lo que significa la existencia real del amor sin límites”. Así habla la Poniatowska del viudo de Monsiváis, y no se les mueve un pelo a algunos de los políticos presentes, muchos en carrera dentro de un partido de la derecha mal maquillada como el PAN, que tiempo atrás recurrió ante el Tribunal Constitucional para herir de muerte al matrimonio igualitario aprobado el año pasado en el DF.
Dos banderas entrelazadas. Y sí: se ha colado entre los deudos acreditados aquella cría del Orden Establecido, que se hace televisar este 19 de junio de 2010 con todos los recursos gestuales aprendidos, sobre todo el de la fácil circunspección, porque estos funerales del autor de Los rituales del caos, por más que provengan de un homosexual, califican de patrios y no hay que perdérselos. El PAN se pregona “partido de la derecha moderna”. Su modernidad les ha enseñado que la tolerancia es ahora un valor globalizado, y como muestra basta oír a Felipe Calderón, el presidente panista de la República, que respeta a las parejas “formadas por personas del mismo sexo”. Las respeta, sí, pero a la vez certifica que no hay que autorizarles demasiada calidad jurídica, porque, ay, la “constitución habla de mujer y varón para el matrimonio”. La privatización de recursos naturales, pero también la defensa de la familia tradicional, pertenecen al inventario de su ideología que cree superadora de viejos estilos y contenidos. Ahí están ellos los superadores, con la cara dura, simulando un homenaje al maricón que los insultaba como un caballero. Acá en Argentina no tenemos un Monsiváis, que si no, ahí estarían de pie, derechitos, Macri y De Narváez.
Los señores del PAN no quieren pringar su respetabilidad remunerada rozando la otra bandera que cubre el cajón, que es la del orgulloso arco iris. Vaya junta ésa, los colores de México entreverados con la insignia revulsiva de las tortilleras y las jotas. Ni muerto este Monsiváis dejará de poner en aprietos a la Sociedad de la Decencia, que no ha podido convertirlo a la fe de la hipocresía. En medio del debate por el derecho al matrimonio igualitario en el DF, la Monsi, como se reconfiguró su apellido en los registros de bautizos gay, ensayó una invectiva que, a pesar de su firulete mexicano, uno puede comprender de inmediato: “Ah, dioses, cuando oigo hablar de la derecha moderna y observo la homofobia de los panistas, me dan ganas de quitarles el seguro a mis canicas”.
Ha muerto la Monsi a los setenta y algo, y el duelo verdadero es de los librepensadores, y el de los libres cogedores. No hay gay, no hay lesbiana ni trans de México que no le deba a él una cuota de su coming out, su conciencia de paria en rebeldía, y la recuperación pedagógica de una memoria histórica. Entre la proliferación de sus artículos y ensayos, rescato acá su “Gran Redada de los 41”, porque ayuda a la revisión de ese aire de familia que reúne las políticas del masculinismo y la homofobia en los países hispanoamericanos.
En el México del liberal Porfirio Díaz los maricones chulos y coquetones entran al salón de los debates nacionales a través de las páginas de policiales de los diarios. Cuarenta y un locas de sociedad descubiertas por gendarmes en un jolgorio de 1901, la mitad vestidas de mujer y compitiendo por el puesto de la más bonita. La Monsi aprovecha la recuperación histórica del famoso incidente, que como consecuencia impuso a los detenidos la lección moral de trabajos forzados con pico y pala, como si con eso las jotas se olvidasen del gozo del corset. Recupera la anécdota urbana porque, escribe, “entrega a los gays de México el pasado que es, en síntesis, la negociación interminable con el presente”.
Dos banderas en el funeral. Si ya no se puede esperar nada mejor del orden policial en México o en Argentina, habrá que detener los embates de los tiempos con el aparato de una Justicia todavía colonizada por la “familia judicial”, un familia endogámica en donde la cría nace siempre católica. Minga el matrimonio gay, pero no obstante hay que saber cuidar el estilo. Ningún fallo contra la libertad de amar prescinde ahora, así como así, de las barrocas explicaciones posteriores, porque la vida democrática se ha vuelto tan cosmopolita como el movimiento por nuestros derechos humanos, y entonces los argumentos cavernícolas deben también globalizarse. La Monsi pasa revista a los archivos de la homofobia institucionalizada, donde se transita desde el “Arte puro=puros maricones” de los intelectuales orgánicos de la antigua Revolución Mexicana, hasta la invención del término “niños juguete” que utiliza hoy la Arquidiócesis de Guadalajara cuando se debate el derecho a la adopción para parejas formadas por personas del mismo sexo.
Se dice en México que el subcomandante Marcos leyó más a Carlos Monsiváis que a Carlos Marx. Y que por eso derrama hoy sus lágrimas bajo el pasamontañas. Las batallas de y por los desposeídos de Chiapas incluyeron en el variopinto frente de discursos los derechos de gays, lesbianas y trans. Los manuales de la injusticia clasista abrevan también en el machismo, eso lo repite Marcos, y si el término va perdiendo su prestigio, mucho menos lo pierde su conducta. El machismo en los varones desposeídos se convierte en horrible arma compensatoria contra la humillación cotidiana, pero en los poderosos se glorifica y politiza en artículos de los códigos penales y en prohibiciones explícitas de los códigos civiles. Entre los comentarios al pie en sus capítulos, el machismo inscribe sus crímenes de odio, contra los cuales Monsi exigía incorporar a la ley escrita una figura específica. En Homofobia reproduce el testimonio del asesino serial Marroquín Reyes, que se autoelogia después de ser apresado: “Le hice un bien a la sociedad pues esa gente hace que se malee la infancia... Digo, se sube uno al Metro y se van besuqueando, voy por la calle y me chiflan, me hablan”. Ya lo ha dicho un conocido psicólogo puritano de Colorado en su Instituto para la Investigación Científica de la Sexualidad: hay que cuidarse del placer homosexual, porque los gays somos como pastores evangélicos, predicamos con el cuerpo y así conseguimos conversos.
Dos banderas en los fastos de su muerte. A la par que se extiende el término homofobia en el glosario de las instituciones y en los medios de comunicación, los políticos consideran imprescindible dar muestras de que no los comprenden las generales de la ley. Detrás de los simuladores, lloran en serio a Carlos Monsiváis las locas y las tortas. Lloran “las metreras”, como se conocen a los chicos gays que se trepan al primer vagón del Metro en las horas pico y que (hace Monsi la crónica en Apocalipstick) convierten la estación Hidalgo en la coreografía de sus estrategias yiratorias.
Metrera confesa, además de académica, uno de los chicos del funeral me cuenta por mail: “La primera vez que me crucé con la Monsi fue en Insurgentes Sur, cerca del Trade Center. Yo tenía 20 años, y lo reconocí al instante. Le hablé con timidez. Carlos, le dije, estoy leyendo tu libro Los rituales del caos y me ha encantado. Me agradeció y me preguntó por una dirección, porque iba a presentar un libro. Me invitó a acompañarlo pero me disculpé porque tenía una reunión con compañeros, así que nos despedimos. En ese momento no tenía ni puta idea de que al escritor le decían La Monsi... Años después, aproximadamente en 2002, como parte de una investigación en buscar alternativas para prevención del VIH-sida en saunas, iba seguido a los baños de Rocío, un sauna en la Colonia Portales, donde Monsiváis vivió siempre. Siempre lo veía ahí leyendo La Jornada, y después de un rato se quedaba dormido. Le gustaba manosear a los jovencillos, pero la mayoría de las veces eran ellos quienes se ofrecían a enjabonarle la espalda... Una amiga güera (rubia) se lo encontró en los baños una vez y la Monsi le quiso tocar las partes. La güera le dijo ¡ay Maestro!, y le retiró la mano”.
En una de sus últimas entrevistas, Carlos Monsiváis dijo que escribía “por la inexorable urgencia de iluminar a mis compatriotas, pero sé que se oiría tan ridículo que me daría risa decirlo y entonces tendría que retirar la frase en medio de sospechas muy serias sobre mi salud mental”. En sus funerales de las dos banderas cabe entero el ecléctico México de la Virgen de Guadalupe, que es la patrona de todas las mezclas. El náhuatl, el maya y el castellano de Alfonso Reyes. Ahí delante del maravilloso cadáver conviven la Kahlo, la Félix, la Poniatowska y algunas disimuladas legionarias de Cristo; los herederos ideológicos de Porfirio Díaz y los caminantes nacos que conduce el subcomandante desde Chiapas al Zócalo.
Revueltos todos como en botica, como los trece gatos huérfanos que ahora la familia de la Monsi culpa de su enfermedad respiratoria. Todos mirándose de reojo, develados, iluminados, hechos crónicas urbanas.
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