A LA VISTA
Una jueza ligada a –y sostenida por– Elisa Carrió y un funcionario de un Registro Civil entrerriano fueron las primeras voces en contra de la ley de matrimonio igualitario. Aun fogoneados por ciertos medios que quedaron azorados frente a la aprobación, la disidencia parece tener patas cortas.
› Por Andrea Majul
Hay frases que a muchos nos gustaría pronunciar al menos una vez en la vida. Subir rápido a un taxi y decirle al chofer: “¡Siga a ese auto!”. O susurrar con tono confidente, como si estuviéramos a punto de emprender una misión secreta: “Sincronicemos nuestros relojes”. No está mal que la gente quiera cumplir sus fantasías de parlamentos cinematográficos, pero hay que ver en qué escenarios y con qué guión.
Apenas veinticuatro horas pasadas de la votación de Ley de Matrimonio Igualitario, un par de funcionarios de oficinas del Registro Civil cumplieron su sueño de encarnar a los abogados de series norteamericanas profiriendo enfervorizadamente la palabra “¡Objeción!”.
“¡Corten!”, grita en mi interior la directora de cine que nunca fui. Debe ser una ficción, porque, ¿cómo puede ser que empleados públicos se nieguen a casar a personas del mismo sexo, aludiendo a una objeción de conciencia por motivos religiosos? Sin embargo, es así. La primera en arrojar la piedra fue Marta Covella, jueza de paz de la ciudad pampeana de General Pico, quien dijo textualmente que “las parejas homosexuales son una cosa mala delante de los ojos de Dios. Y como Dios no lo aprueba, yo no debo hacerlo cueste lo que cueste, porque primero está lo que Dios me dice. Cuando me muera empezaré a vivir una vida eterna, y esa vida no la voy a hipotecar por nada ni nadie”. Habrá que ver lo que Dios le dice y de qué manera lo escucha esta mujer, porque “cosa mala” se parece más a una frase de un niño que está aprendiendo a hablar que a una revelación divina. También deja dudas eso de “cueste lo que cueste”. Porque el costo no será para ella, que pediría licencia cada vez que un matrimonio gay deba ser celebrado en su jurisdicción, sino para el empleado que deba reemplazarla mientras descansa de su abatimiento moral. Será un costo para el Estado al que contribuimos todos y todas, además de la excusa perfecta para que en el listado de licencias laborales por enfermedad se incluya a la “homofobia”.
Sin embargo, tan fuertes convicciones a Marta Covella no le duraron más que un fin de semana. El lunes pasado, la directora general del Registro de las Personas de La Pampa, Irene Giusti, informó que la jueza había cambiado de opinión y que, luego de dialogar con su pastor, la funcionaria pasó de la desobediencia a atender solícita consultas de parejas del mismo sexo. Es triste, pero es así, hoy en día hasta para los más fervorosos creyentes la eternidad es así de corta.
Otro caso, aún sin final feliz, es el de Alberto Arias, jefe del Registro Civil de Concordia, Entre Ríos. El funcionario público adujo que por su condición de “abogado canónico” se excusará cada vez que le toque aplicar la ley de matrimonio a parejas conformadas por dos personas del mismo sexo. “Así como la Ley de Salud Reproductiva autoriza a los médicos a no practicar un aborto terapéutico por objeción de conciencia, yo me imagino que nadie se va a sentir ofendido si algún jefe de Registro Civil, como en mi caso yo, digo que no lo voy a hacer”, agrega el funcionario muy suelto de cuerpo.
Más allá de las interpretaciones más obvias de su verborragia, el señor Arias imagina mal. Primero porque él no es médico; segundo porque, más allá de su experiencia, decirle aborto a un matrimonio no es buena idea; tercero porque si se atuviera a aquello de “trata al prójimo como a ti mismo” vería que su actitud no sólo es ofensiva sino que además es discriminatoria; y cuarto, porque la Ley de Matrimonio no admite de ninguna manera la “objeción de conciencia”.
Pareciera que no es suficiente con que parte de nuestros impuestos sostengan económicamente a la Iglesia y que esos recursos en vez de brindar soporte espiritual a la grey se derrochen en marketing promocional para impedir la ampliación de derechos civiles. Ahora también pagaremos el sueldo de los funcionarios públicos que se jacten de que cumplirán a medias con sus obligaciones.
De la misma manera en que ninguna pareja merece ser casada por alguien con problemas... digamos, de conciencia; nadie merece estar a disgusto en su trabajo. Por eso, quién sabe, quizá para algún empleado sea la hora de volcarse de lleno a la actividad pastoral. Estaría más feliz trabajando allí y renunciando a su sueldo del Estado. ¿Y yo? Yo podría cumplir mi sueño de decir la famosa frase de ese clásico del cine argentino: “Que Dios se lo pague”.
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