ES MI MUNDO
Un niño maricón y una niña frívolamente desobediente sueñan con una fuga de los mandatos pueblerinos, tradicionales y cristianos que pretenden modelarlos a través del lenguaje más cristalino de los ’80, el videoclip. Sucede en Miss Tacuarembó, la película de Martín Sastre que conserva intacto el espesor corrosivo de la novela de Dani Umpi en la que se basó.
› Por Diego Trerotola
En una plaza solitaria, sin otros espectadores ni cómplices más allá de ellos mismos, Natalia y Carlos ensayan una coreografía con la canción “What a Feeling” de Irene Cara & Giorgio Moroder, inspirándose en la película Flashdance. Están enfundados perfectamente para la ocasión con ropa robada: ella usa una remera fucsia que dice Hollywood, él una blusa animal print aleopardada. Natalia y Carlos son compañeros de primaria y viven en Tacuarembó, un pueblo del Uruguay profundo. Estamos en los primeros años ’80 y lo que les posibilita ese momento de éxtasis pop, ese coreografiado plan de escape de su pedestre cotidianidad es un radiograbador a pilas, un invento que recién por esos años era accesible a la clase media y baja, y que permitía que la música saliera a la calle sin ataduras y con un volumen respetable. Ese aparato, que marcaría un hito ochentero en la historia de la música portátil y que sería desbancado por el más egoísta walkman, les permite a Natalia y Carlos multiplicar en cada uno de sus movimientos una estética pop que la época les dicta para traducirla, en lenguaje suburbano, aniñado y televisivo, pero radicalmente subversivo. Porque bailar así es desobedecer los mandatos familiares, escolares y eclesiásticos, las tres instituciones que tratan de disciplinar sus vidas en Tacuarembó, y no sólo por usar el tiempo libre en frivolidades, sino por transgredir el gusto, el código de vestimenta y la sensualidad que a su edad y a cada género corresponde. Travestidos de celebridades glam de una remake infantil de Flashdance, ambos bailan alrededor de una escultura de la plaza que simula un globo terráqueo, y por eso orbitan ese mundo como marcianos herejes, porque “la fama no es un valor cristiano”, porque no es propio que los nenes y las nenas jueguen juntos de esa manera, porque el cuerpo debe estar pulcramente enfundado en un guardapolvo níveo, neutro, sin ningún brillo. En oposición a tanto reciclaje de la furia pop de los ’80 en versión obvia, desgrasada y sin ideas, como Brigada A y Karate Kid, estas primeras imágenes de la película Miss Tacuarembó de Martín Sastre, con alto valor marica, cursi y defectuoso, se meten hasta el fondo del corazón de una tormenta retro para devolver todo el espesor corrosivo que manchaba orgullosamente las páginas de la novela de Dani Umpi.
Entre los muchos deslizamientos semánticos que provocó la cultura masiva se cuenta una nueva acepción a la palabra novela como abreviatura de telenovela, desbancando el privilegio de aquella denominación para el objeto literario originario, especialmente en peluquerías y otros reductos populares del cotorreo inmoderado. Miss Tacuarembó, de Dani Umpi, es una de esas novelas a las que no les sienta mal esa confusión de sentido y, tal vez, su verborragia tenga más que ver con las lenguas que rizan el rizo con chismes espiralados en salones de la belleza, en canchas de bochas, en colas de almacén, en bares y fondas, en reuniones de tupperware (¡qué antigüedad!). Si en su famoso ensayo Edgardo Cozarinsky sostiene que el chisme más vulgar es la base de la novela, entonces la versión de la literatura que Umpi entrega en Miss Tacuarembó es la máxima expresión de esa teoría. No sólo porque su trama se compone de una suerte de enredo chismoso de pueblo chico, sino porque se cristaliza a partir de la actualización de las nuevas formas narrativas del chisme como el reality televisivo. Pero también, porque la ficción convierte en una novela la vida a principios de los ’80 en Tacuarembó, el pueblo natal de Umpi, creando una tensión chismosa sobre sus habitantes, tal como lo hacen con General Villegas las primeras novelas pop de Manuel Puig, La traición de Rita Hayworth y Boquitas pintadas, obras que tienen más de un punto de contacto con Miss Tacuarembó. El mismo chisme que crece hasta expulsar a la niña rebelde y al puto del pueblo vuelve para vengarse convertido en una novela maleducada, que no necesita la jerarquía de ninguna cultura alta, de ninguna sofisticación urbana, sino que corrobora que la modernidad hizo posible que en la misma vida pueblerina se pueda alojar el lenguaje necesario para que, con una mirada correcta, se pueda enfrentar la lógica atroz del mundo. Y, como sucedió con Puig, ese lenguaje de la insubordinación pop se podía encontrar brillando en una pantalla. Porque si hubo algo en los ’80 que fue invasivo y peligroso hasta mutar en un lenguaje de saludable influencia destructiva, eso es el videoclip.
Si los musicales habían sido un objeto de culto convertido en guiño secreto de la comunidad gay, con El mago de Oz como el principal camino amarillo a seguir hacia el artificio donde todo se daba vuelta (y así, la nena andrógina y otros invertidos dominaban el mundo del arco iris), fue la TV por medio del videoclip que empujó al musical para diseminarlo en mil imágenes electrónicas, estallando su potencial contra una bola de espejos y así sacarlo de cualquier sala oscura (del cine, de la disco, del closet). Así, el delirio musical, ese crimen de lesa realidad que ponía en crisis todo lo que se daba por naturalmente determinado, ahora no estaba lejano, convivía en el espacio doméstico y hacía soñar cotidianamente con el exilio a un mundo con otras reglas, donde brillo, cuerpo y música se convertían en lírica enérgica y volátil. Así gestado como declaración de guerra explícita a los límites de la realidad en conserva, “Video Killed The Radio Star” de Buggles, la primera canción convertida en flujo visual que transmitió MTV, ya declaraba con su puesta en escena ridícula, vertiginosa y de un glamour de juguete descontrolado que el videoclip había nacido medularmente gay: miren si no a esa niña que escucha radio que se transforma, como una versión de cotillón de Metropolis, en una novia de Frankenstein de peluca brillante, nada puede ser más drag queen. De ahí había sólo un paso hasta llegar al colmo del arte del videoclip, con Michael Jackson y Madonna, con sus cuerpos ya devenidos trans en una comunión con la tecnología, como alguna vez lo teorizó Baudrillard. Los protagonistas de la película Miss Tacuarembó, Natalia y Carlos, quieren vivir dentro de un videoclip, sea uno de los Parchís, de Madonna, de Flashdance o de Miranda!, habitar ese género que atraviesa las décadas hasta el presente como una forma de liberar al cuerpo de los patrones que regulan al género y a la sexualidad. Película y novela empiezan cuando a la protagonista, Natalia, le regalan un televisor color al cumplir seis años: en esa pantalla todo estalla y sus rayos titilantes provocarán un eclipse total del corazón (Bonnie Tyler dixit). Y esa misma pantalla ochentosa moldeará tanto a Dani Umpi como a Martín Sastre, que decidió llevar la novela Miss Tacuarembó al cine. O, mejor, la llevó al videoclip, que ya estaba en el fragmentarismo y la velocidad con que se sucedían los capítulos en la novela. Sastre, que irrumpió en el mundo del arte con una serie de videos de pop estrambótico, dirige esta película para negarse a hacer una narración tradicional, para resbalar en una sucesión de videoclips algo cándida y deforme a la vez, que cuentan una tragicomedia de la manera más inestable, incluso para lo aceptable y predigerido del lenguaje del videoclip en la actualidad. Y en ese mundo de canciones desencajadas, Natalia, una niña frívolamente desafiante y desobediente, pariente cercano de la Alicia Silverstone de Ni idea y la Reese Witherspoon de Legalmente rubia, mezcla liturgia católica con cultura pop de manera incorrecta y subversiva. Su mejor amigo, Carlos, es un niño maricón, que prefiere jugar con niñas al borde del crossdressing, que tiene un cabrito de mascota llamado Madonna y que el infierno grande pueblerino lo quiere desterrar tanto como a Natalia. Por eso, sus tours de force serán la apostasía, porque Cristo los traiciona, los anula y la cultura pop los contiene, los proyecta. Es que la belleza camp los puede salvar: aprenden de la telenovela venezolana Cristal, protagonizada por Jeannette Rodríguez como una madre soltera convertida en modelo triunfante de pasarelas, que hay otras familias, otros ámbitos de pertenencia y que la experiencia diversa puede emanciparlos. Y por eso quieren vivir en un videoclip, la última forma suprema de esa belleza pop, porque saben que ese lenguaje es transformación, que un chisme puede derivar en una novela justiciera, que una canción puede llevar el cuerpo a un éxtasis de rebelión genérica. Y, sobre todo, sienten, tal vez sin saberlo, el valor de verdad que hay en la célebre frase de la anarcofeminista Emma Goldman: “Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa”.
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