Vie 13.08.2010
soy

En el campo, las espinas

Un chico de 19 años, Marcelo Bernasconi, fue juzgado y sentenciado a prisión perpetua por el asesinato de su mamá y de su hermano. Su confesión permitió esclarecer el hecho y encontrar el arma, pero ni eso ni sus testimonios sobre los tormentos a los que era sometido a diario por su condición homosexual fueron tenidos en cuenta en la causa, que además se resolvió en tiempo record. Desde la cárcel repasa su infancia y adolescencia en el campo, un espacio donde cualquier sexualidad diversa es condenada sistemáticamente. Lejos de intentar justificar su reacción, Marcelo recuerda lo poco que se sabe de estos sufrimientos silenciosos y perdidos más allá del horizonte, mientras celebra la sensación de libertad que está viviendo ahora en el encierro.

› Por Flor Monfort

El 16 de marzo, Marcelo Bernasconi fue condenado a prisión perpetua por el asesinato de su mamá y de su hermano mayor. Fue él mismo quien, luego de un primer intento de disfrazar los hechos como un robo, confesó que había sido el autor del crimen, así como también explicó el contexto en el que había sucedido.

Según la causa, el 26 de mayo de 2009, Marcelo les disparó a quemarropa y por la espalda con una carabina 22 semiautomática, en la casa donde vivían los tres. Una casa perdida en la enormidad del campo, en el kilómetro 79 de la Ruta 36, en Oliden. El acusado del homicidio, siempre según la causa, no presentaba “alteraciones pasadas o presentes en sus funciones psíquicas”. Si la sentencia quedara efectiva, el pedido de libertad condicional se podrá hacer en 17 años. Por eso su abogado, Nicolás Malpeli, apeló a la Cámara de Casación Penal y elevó el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Según él, la falta de pericias de parte y la indiferencia frente a la confesión de su defendido son claves para plantear la necesidad de revisar la pena.

La noche de ese 26 de mayo, cuando Marcelo llegó a la DDI de La Plata, ya quebrado por el acoso de la policía y sin ganas de detallar el relato sobre un robo que, luego confiesa, nunca existió, pero necesitó inventar en ese momento, escribió una carta de 10 páginas donde cuenta su infancia y adolescencia en ese mar infinito e impune que es el campo y sus pequeñas determinaciones. “A los 10 años, mis compañeritos de escuela estaban enamorados de las chicas y yo de ellos. Como sabía lo que se hablaba de los putos, me agarró terror. En esa época, y ahí, ser homosexual era terrorífico”, explica ahora, desde la Unidad Nº 32 del penal de Florencio Varela, donde repasa su vida en el mismo orden en que lo hizo en aquella carta y repite que los jueces nada saben sobre el ámbito rural y las implicancias de tener una sexualidad diferente allí donde los patrones se “pasan” a los chicos si los ven afeminados. “Pero ellos no son putos, los putos somos los que nos hacemos cargo”, cuenta. El relato de Marcelo en ningún momento apela a la compasión, ni tampoco a la revancha. Los años de opresión en su casa no aparecen tan vívidos y tan detallados sino hasta el final de esta entrevista, cuando detalla con algo más que alivio lo que es su vida presente dentro de la cárcel.

¿Qué pasaba en tu casa?

–Mi hermano se mandaba macanas y los retos los recibía siempre yo. De parte de mi mamá, nunca un abrazo, nunca un beso, nunca nada. A la legua se notaba la afinidad con él. Yo nací y crecí en Magdalena, y tuve una infancia de campo. El campo no es como la ciudad, que tenés amigos para jugar: te arreglás solo. Fue una infancia alegre y triste. Alegre porque, si bien jugaba solo, tuve una niñez normal, pero triste porque nunca tuve el afecto de mi mamá. Eso siempre se notó durante mi vida. Cuando fueron pasando los años, muchas veces pensé si no sería adoptado. Nosotros trabajábamos en el campo donde vivíamos. Todos alrededor de la actividad de papá.

¿Cuáles son tus primeros recuerdos?

–Cuando tenía 3 o 4 años, mi mamá me regalaba vestidos, hebillas, zapatos, maquillaje. Me vestía como mujer y yo crecí como si fuera una mujer. A los 6 años me compraba muñecas. Así que en el colegio me gustaron los chicos. Pero me callé y me encerré en el estudio. Trataba de no pensar en nada. Eso me llevó a terminar noveno año con el mejor promedio. En 2004 nos mudamos de campo, papá era siempre el que trabajaba y ahí empecé a trabajar yo también. No quise seguir con la escuela. Mi papá y mi hermano hicieron un pequeño tambo de 10 vacas, pero siempre trabajábamos para una casa grande. De hecho yo estuve con uno de los hijos de mi patrón, que tiene 26 años. El les contó a todos sus amigos del pueblo. Eso llevó a que me gritaran cosas, me llamaran al celular, me mandaran mensajes. Me decían “puto”, pero a la vez querían estar conmigo. A mis amigos homosexuales les pasaba lo mismo: nos buscaban, pero nos discriminaban.

¿Cómo te llevabas con tu papá?

–Siempre tuve mucha afinidad. Era mamá con mi hermano, y yo con papá. Pero en 2007 se enfermó. Para mayo su estado de salud estaba bastante deteriorado, tenía un tumor en el colon. Una tarde le conté que me gustaban los chicos. Ya para ese entonces yo estaba más enterado de lo que era ser homosexual. Yo dije: “Este me va a pegar una patada en el traste”; pero me dio esa confianza para decírselo y, al contrario, me apoyó. Me dijo que nada iba a cambiar, que yo iba a ser siempre su hijo. Y a partir de ahí nos unimos más. El 7 de noviembre fue operado, y el 24 falleció. La muerte fue inesperada, porque había otro pronóstico.

¿Qué pasó a partir de su muerte?

–Me caí en un pozo depresivo. A los 4 o 5 días estaba llorando en mi cuarto y mi mamá me preguntó qué me pasaba. Le conté lo que había compartido con papá, buscando su apoyo. Necesitaba largar. Y me dijo de todo: que era la vergüenza de la familia, que más valía que nadie se enterase. A raíz de eso se lo conté a mi hermano. Pensé que me iba a defender, pero todo lo contrario. Me dijo: “Cuando eras chico, te tendríamos que haber tirado a un chiquero de chanchos”. Cuando éramos chicos me decía: “Vos sos el adoptado”.

¿Compartiste esa duda con tus padres?

–No, nunca me atreví, pero jamás vi fotos de mi mamá embarazada. También me resulta raro que me haya tenido a los 41 años y que no me parezco ni a mi mamá ni a mi hermano, ni en el tono de piel, ni en el tono del pelo, ni en la forma de ser. Al único que me parezco es a papá.

¿Pensás que sos hijo de tu papá y otra mujer?

–Sí. Una vez me llegó una historia, que no sé si es verdad o mentira, sobre una pelea de mis papás y un romance de él con otra mujer, que al tiempo de tenerme se enfermó y se murió. Según me contaron, ella llegó a un acuerdo para que mis papás me cuiden y mi mamá me acepte como su hijo.

¿Tenés algún entorno familiar, tíos, primos, que te vengan a visitar, que te ayuden a reconstruir tu historia?

–Tengo cuatro familias de tíos por parte de padre, pero no estoy en contacto con ninguno. Los del pueblo se quedaron con todas las cosas de mi casa y nunca aparecieron, no me trajeron ni la ropa. A los otros tres no les interesó el caso. Porque yo estaba en la comisaría 9ª de La Plata y a 20 cuadras estaba mi tío y no me vino a ver. Pero no es por el hecho, yo creo que es porque soy puto.

¿Tenías un círculo social, gente con quien te sentías bien?

–Tenía dos o tres amigos homosexuales que también eran muy discriminados en el pueblo y una amiga, pero no mucho más.

¿Qué pasó después de que se lo contaste a tu hermano?

–A partir de ese día empezó lo que yo llamo en mi relato “el infierno”. Me prohibieron salir solo y tener amigos varones. Me tenía que cortar el pelo una vez por mes, no podía tener las uñas largas, me hicieron agarrar el trabajo de campo de papá y tuve que aprender todo en una semana. Así que me tuve que hacer a los golpes. En octubre de 2008, mi mamá fue operada, yo fui uno de los únicos que sabía que tenía cáncer. A partir de ese momento, además del trabajo de campo, me tuve que ocupar de la casa.

¿Qué hacía tu hermano?

–Estaba todo el día jugando a los jueguitos. Cuando venían los patrones, agarraba la pala como si estuviera trabajando. Todos los días me decía: “Puto de mierda”. Pero en el verano de 2009 conocí a Matías, mi pareja actual, y me aferré mucho a él.

¿Cómo lo conociste?

–Por un amigo en común que le pasó mi número de teléfono. Nos conocimos en los carnavales. En él encontré la fuerza y el apoyo que necesitaba para seguir, porque hasta ese momento hice varios intentos de suicidio. No daba más.

¿No pensaste en irte con él?

–No podía porque yo me sentía la cabeza de la familia. Sabía que si me iba, ellos se quedaban en la calle. Y yo no quería eso para ellos. Tampoco podía prohibirle a Matías estar con su familia por mí. El centro de La Plata ni lo conocía, para irme a un lugar tenía que irme lejos, porque si me iba a la casa de algún amigo, tarde o temprano me iban a encontrar. Desde que conocí a Matías hasta que pasó lo que pasó, viví con esas voces detrás mío todo el día, gritándome.

¿Qué recordás de ese día?

–Fueron dos días de discusiones. El 25 de mayo fui con una de mis amigas en moto a la casa de una vecina a tomar mate. A la tarde se largó a llover, entonces cuando volvíamos le dije a mi amiga que me deje en la tranquera así evitaba el barro, porque mi casa estaba a nueve cuadras de la calle. Me dejó en la tranquera y fui caminando hasta mi casa. Cuando llegué, pensaron que les había mentido y me había ido con un macho, según ellos. Traté de hacerles entender que no fue así, pero ellos siguieron, buscaban cualquier cosa para hacerme explotar. Ese día los dejé hablando en la cocina y me fui a dormir. Dormíamos los tres en el mismo cuarto, porque no me dejaban dormir aparte. Esa madrugada me desperté a las 3 y no me pude dormir más. A las 5 y media sonó el despertador, me levanté y también se levantó mi mamá, que nunca lo hacía a esa hora. Mientras yo me cambiaba para ir al tambo, siguió hostigándome con mi hermano. Me decían: “Te fuiste con Matías”. Y en un momento mi hermano me dijo que la muerte de mi papá había sido por mi culpa, porque yo le había contado que era homosexual. Eso fue lo que me hizo levantarme con rabia. Me acuerdo de que estaba ordeñando, sentí un calor muy fuerte en la cara, como si estuviera colorado. Abrí una tranquera, hice unos pasos... Eso lo recuerdo muy borroso, como si tuviera lágrimas en los ojos y después... no sé. Según la causa, fui adentro y agarré el arma. Yo nunca había tirado con ese arma, así que no sé si estaba cargada o no. Estaría cargada. Y según la causa, maté primero a mi hermano. Yo me acuerdo de que él estaba de espaldas a mí, con un pulóver verde. Recuerdo que lo vi caer a él y el sonido del tiro, pero como si yo hubiera estado como tercera persona. ¿Viste el sonido de un tiro en el monte, ese que hace volar a los pájaros por el retumbe? Eso recuerdo: el aleteo de los pájaros. De mi mamá no me acuerdo nada. Después me corrió un escalofrío por el cuerpo y lo siguiente que me acuerdo es que iba corriendo a cuatro cuadras de casa y tenía el arma en la mano. No me animaba a volver, así que tiré el arma y me fui a la casa de los vecinos más cerca que había. Inventé que nos estaban asaltando, así que llamamos a la policía, yo llamé una ambulancia y me quedé esperando. Llegaron los primeros patrulleros a la casa de mis vecinos y me dijeron que no me preocupara, que mi mamá y mi hermano estaban bien. Pero después me llevaron a la DDI de La Plata a declarar y ahí me dijeron que yo los había matado. Se me cayó el mundo, se me cerró la garganta, no podía hablar y encima tenía quince caras encima que me querían cagar a palos. Cuando llegó el fiscal, me dijo: “Si vos sabés algo, decime, no te va a pasar nada”. Cuando me tranquilicé, le conté lo que había sido mi vida, la discusión, lo que me acordaba y que había tirado el arma. A las 6 de la tarde, cuando ya estaba oscuro, fuimos a buscar el arma. Ahí quedé detenido y nunca más salí.

¿Tenías miedo de la cárcel?

–Sí, pero sabía que tenía que llegar tarde o temprano. Primero estuve en Magdalena, pero me pusieron en el pabellón evangélico. Los homosexuales y los religiosos no nos llevamos bien, yo era el único homosexual declarado, era la ovejita rosa. Estaban todos tomando mate, iba yo y me dejaban solo. Así que le pedí al abogado que me trasladen acá. Llegué el 3 de marzo y el 10 empezó el juicio. Todo junto.

¿Cómo fue venir acá?

–En el pabellón somos 40 que somos todos iguales. Lo primero que me dijeron cuando me vieron entrar fue: “Pero si es una criatura”. Soy el más chico del pabellón. Nunca había estado en contacto con travestis, así que para mí fue todo nuevo. Y ahora cambié, ya no soy más Marcelo, ahora soy Marilyn. Ese nombre me lo pusieron en forma ofensiva en mi pueblo y me sirvió para ocultarme en aquel momento, y ahora me sirve para ocultar al verdadero Marcelo Bernasconi.

¿Cómo fue el juicio?

–Yo quise estar presente. Hubo testigos, declararon amigos, mis patrones, Matías. Declararon que me maltrataban, pero el hostigamiento era muy íntimo, de la puerta para adentro; cuando iba gente, me trataban como un rey. En el momento que me dieron la sentencia, no la sentí. Después, conversando con las chicas del pabellón, me dijeron que a todas les pasó lo mismo. Me acuerdo de que le pregunté a mi abogado: “¿Ya dieron la sentencia?”. Y ya la habían dado hace rato. Veinticinco años. Teniendo esta condena, tengo que cumplir 20 años adentro, que es la condicional de 25. Por buena conducta, podría pedir salidas en 17 años.

¿No imaginaste nunca otra salida?

–Yo me quería suicidar. Venía muy deprimido e incluso escribí una carta de despedida que está en la causa. Me despedía de todos, le pedía perdón a Matías y le pedía a mi hermano que cuide a mamá.

¿Qué querés hacer ahora?

–Quiero empezar de cero. Yo quería que pase el juicio para eso. Estoy haciendo la secundaria, quiero seguir abogacía, que son seis años. Con Matías no andamos muy bien como pareja. Afuera hay una vida que sigue y acá hay otra. No lo puedo atar a mí 20 años. Acá soy la única que se lleva bien con todo el pabellón. Me cargan, nosotras mismas nos burlamos de la causa de la otra, por ejemplo estamos jodiendo y me dicen: “Bernasconi, dámela acá”, y me señalan la espalda. Porque si te ponés a pensar te morís, así que es todo joda. Los homosexuales somos todos jodones, en nuestro pabellón hay música todo el día, bailamos, nos reímos, lloramos. Somos muy unidos. Afuera estaba libre, pero reprimida mi forma de ser. Acá estoy preso de afuera, pero libre en mi forma de ser. Acá no hay nadie que me diga lo que tengo que hacer, dejé fluir mi feminidad, que tanto la había reprimido. Acá soy travesti porque adentro de la cárcel nosotras tenemos beneficios; por ejemplo, ningún chongo le puede pegar a una marica, así que es más fácil.

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