Vie 27.06.2008
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ENTREVISTA > ALEJANDRO PAKER

Andrógino a flor de piel

Fue el maestro de ceremonias en Cabaret; antes, en Monólogos del pene, había demostrado sus dotes especiales para el arte de la peneflexia y ahora, obedeciendo tal vez a su destino fálico, integra el elenco de Pepino el 88. De la comedia de la vida a la comedia musical, Alejandro Paker va y viene, si es posible, con tacos.

› Por Fernando Noy

Acabás de estrenar Pepino el 88 y hace poco te despediste de Cabaret. Ese personaje proyectaba una sensualidad ilimitada. Contame algo sobre eso, pero en lo personal...

—Si cuento, será una excepción, porque generalmente no hablo sobre mi sexualidad. Sobre este tema pienso el típico “no aclares que oscurece”. Pero bueno, lo que jamás negaría es que soy absolutamente sexual y cuando alguien me baja línea tipo “uy, ¿por qué tanto?”, llego a pensar que soy adicto. Es un mismo placer revitalizador, rejuvenecedor, vitamínico, me energiza como si tomara aminoácidos. Muchos comentan que después del sexo acaban agotados, a mí me sucede todo lo contrario. Me siento potenciado, me pega más que un buen porro. En otros tiempos llegué a ser incluso descarnado, hasta sin alma para el sexo, pero al crecer de verdad descubrí que toda mi vida estaba en esto y logré finalmente disfrutarlo cada vez más y mejor. Ahora es una fiesta, ya superé las culpas. Además estoy re enamorado.

Foto: Sebastián Freire

¿Nada de nada te molesta ya?

—Lo que me irrita y enoja es que al sexo se lo confine y asocie siempre con la sordidez. Porque lo hétero también tiene mucho de sórdido. Al mismo tiempo se confunde el término porque no digo un baño, pero el coche, el potrero, el ascensor, no son sólo espacios meramente sórdidos.

Igual estamos bastante mejor, al menos comparando con tiempos pasados...

—Pero igual se sigue siendo muy careta e inquisidor en puntos básicos. Por ejemplo, cuando escuchás que no contratan a alguien por ser homosexual... ¿todavía con eso? Como que en apariencia todo está bien, superamos varias trabas, somos más abiertos, pero en el momento de tomar ciertas decisiones más de uno se ataja esgrimiendo y remarcando: “Ojo que es puto”. Algo tenemos los seres humanos y de lo que me hago cargo: eso de ser pro y que de pronto te salga un comentario en contra. No me queda otra que aceptarme con todas mis contradicciones y mis miedos.

¿El mayor miedo?

—Sobre todo, miedo al amor, ¡ja!, sentimiento que descubrí de niño en el colegio con mi compañero favorito, por quien al principio sentía una afinidad muy afectiva. Me fue llamando la atención el constante deseo recíproco de acariciarnos, comenzar a extrañarnos los fines de semana. Al principio queríamos compartir todo, luego vino lo sexual.

Y en la adolescencia, ¿fuiste muy enamoradizo?

—Tuve una adolescencia con la hormona loca, Rosario olía a sexo en todas partes. Lamentablemente hoy pasa algo diferente. Antes había como un nuevo respeto por el ejercicio de esa libertad con todos sus matices. La gente tranquilamente hacía sus levantes por la calle y estaban los boliches donde todo el mundo se mostraba asumiendo su diversidad. Ahora siento que esto ha cambiado. Aquellos lugares se han esfumado y los que aparecen generalmente apuntan a un grupo de gente determinada, a un status más social de lo gay, pongámosle. Antes, todos, a pesar de colores y características diferentes, terminábamos encontrándonos.

¿Pagaste por placer?

—No, ni he cobrado. Alguna que otra vez, tuve una relación por conveniencia, todavía influenciado por los mandatos familiares de seguridad económica y que hoy por suerte están completamente superados. De todos modos, nunca estuve con alguien que no quisiera.

Hablando de familia, ¿cómo fue que insististe hasta lograr tu vocación?

—En mi casa no me apoyaban para nada, al contrario. Empecé un curso municipal gratuito para adolescentes y tuve la suerte de toparme con dos grandes maestros: Norberto Campos y Gladis Temporelli. Me inculcaban jugar y jugarme. Después ya nunca más dudé de que mi destino estaba por completo en esto, a pesar de una muy mala experiencia recién llegado a Buenos Aires con el director Pepe Cibrián. Yo ya no quería seguir padeciendo y él tenía un discurso descalificador y de mucho maltrato. Nada que ver conmigo. Opté por otro camino. Retomé y sigo trabajando en esa línea. Ahora, mi única pasión consiste en no permitir que nadie me mueva de mi esencia. He tenido que luchar tanto que hasta mis deseos tienen músculos.

En Cabaret te ovacionaban como a una prima donna. ¿Cómo lograste el rol protagónico?

—Trabajo y devoción.

¿Tuviste que componer un personaje para quedarte con el papel? ¿Cómo lo hiciste?

—Desde las primeras audiciones al personaje lo sentí andrógino, mera proyección. Trataba de que no se supiera si era hombre o mujer, necesitaba ejercer esa dualidad muy libremente. Lo imaginé con tacos altos, pero al final la producción decidió que usara borceguíes. Al ponérmelos, desde el principio descubrí que me obligaban a andar a su manera. Entonces libré una secreta batalla contra los borcegos. Por empezar, movía las caderas como loca, trataba de volverlos alados. Ya después, en Cabaret, igual al borceguí lo caminaba en puntas de pie. ¡Tomá! En la audición lo que hice fue montar siete muñecas Barbie como cada una de las chicas del Kit Kat Club, y a los chicos, también muñecos, jugué a que me los cogía. A ellas las lamía, las masturbaba, incluso me las comía. Las muñecas terminaban abolladas de placer. El presentador, que es mi personaje, se proyectó en un personaje que sexualiza todo, se coge hasta a la baranda. Detrás de las enormes pestañas postizas, las miradas están como imanes. En la improvisación me iba desvistiendo de hombre, y al vestirme paralelamente de mujer se le veía la concha. Era un momento denso, trágico, después de eso tenía que cantar muy arriba. Y así quedó para la puesta definitiva. El libreto en realidad marca un micrófono antiguo de pie y a él relativamente involucrado, pero era una escena bisagra. Y yo sentí que en ese momento había que mostrar hasta las entrañas, me depilaba íntegramente.

¿Fue muy terrible lo de la depilación?

—Quedaba a flor de piel. Pero al mismo tiempo descubrí una nueva y deliciosa sensibilidad, aunque al tercer día pique tanto.

¿Cómo encaraste tu trabajo anterior, tan distinto, en los Monólogos del pene?

—Ahí jugué al chongo. Y cuando te sentís obligado a hacer de chongo nace el estereotipo. Por supuesto recorrí a los recuerdos de mi infancia rosarina. Nos divertimos con mi compañero. Teníamos que estar todo el tiempo en pelotas, expresando desde nuestra genitalidad y haciéndonos cargo de nuestros atributos masculinos por sobre todo lo otro.

Ahí fue cuando descubriste la peneflexia. ¿De qué se trata exactamente?

—Son ejercicios básicos de elongación peneana que de verdad me ayudaron a formar algunas de las figuras más complicadas retorciendo, toqueteando, estrujando mucho, pero sin sentir dolor. De la galería innumerable de figuras, más que la de “El Hongo Atómico” o la de “Torre Eiffel”, la que me encantaba era la de “Vagina”. No la típica trucada sino una concha digamos de verdad.

Pero, ¿cómo lo lograbas?

—Es muy simple. Trabajaba con dos dedos estirando al máximo el cuero de ambos testículos, con los tres dedos restantes armaba de manera perfecta los pliegues de una vulva adolescente. Eso, proyectado en primer plano por una cámara en vivo, provocaba un efecto alucinante. Además yo la hacía cantar cada noche un tema diferente. Al fin logramos divertirnos con nuestra genitalidad sin sentirlo como un peso. Realmente me cago en los que digan que es poco estético. Si todo está para ser mostrado, contemplado, chupado, degustado, ¿por qué no se muestra el pito en la tele o en el cine sino fugazmente? Las mujeres están servidas en bandeja, pero al asunto de los hombres tratan de velarlo diciendo esas pavadas. Grave error, porque justamente es todo lo contrario.

Parece que lo fálico te persigue, porque ahora estás haciendo Pepino, pero el 88.

—Sí, bajo la dirección de Daniel Suárez Marzal. Hago el personaje de Frank Erown, uno de los primeros en atreverse a bajar línea desde el humor sobre la realidad de la política nacional. Está perdidamente enamorado de Rosita, una ecuyère interpretada por Karina K, mi brillante Sally Brown de Cabaret por la que siento una gran admiración, aparte del cariño. También está Víctor Laplace en el terceto protagónico. Rosita y Frank son dos almas a las que el circo une para salvar.

Y del circo de tu pasado, ¿qué rescatás?

—Que aprendí muchísimo de mis peregrinaciones eróticas, tanto masculinas como femeninas. Aunque parezca obvio, lamentablemente sé de muchos que desconocen este sentimiento. No separar pasión y deseo es todo un aprendizaje.

¿Hay cosas que te sorprenden o escandalizan todavía?

—Sí, hay. Ayer, chateando con un amigo que ahora vive en Italia me contaba que le asusta algo de las nuevas generaciones que, a pesar de estar bombardeadas de advertencias, a la hora del sexo no se cuidan y, para colmo, cada vez se cuidan menos. Estar vivo vale demasiado y ponerse un forro tarda dos segundos. Algo que me causa gran curiosidad, por otro lado, son las decenas de mails de mujeres que tratan de citarme para tomar algo, pero quieren que vaya totalmente maquillado. Nuevos matices del placer, quizá. Como en La lección de piano, cuando él la escucha tocar embelesado, pero lo único que contempla casi con veneración es el agujero de su media corrida. El sólo ansía tocarla a partir de ese trocito de piel.

Para despedirnos, ¿algo para agregar?

—Tantas cosas, pero por sobre todo que soy un tipo de mucha fe, aunque parezca previsible siempre estoy contenido, acompañado, impulsado por Dios. Tengo veneración por la Virgen de San Nicolás. Para mí son un mismo espíritu con el que logro comunicarme y me siento permanentemente conectado. La Virgen es de mil modos esa madre que nunca tuve sino en ella. No la busco sólo en los altares, siento su aliento cuando concreto algo positivo para mí. Es una fuerza que azuza constantemente mi esperanza y, por sobre todo, jamás pregunta ni reprocha nada.

Pepino el 88, miércoles a sábados a las 21 y los domingos a las 19.30, en el Teatro Presidente Alvear.

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