Aunque parezca un delirio de cómodos y ansiosos, el GPS gay es una realidad. Hace un año salió al mercado una aplicación que permite localizar los candidatos disponibles más cercanos con sólo hacer un click en el celular. Entre el chateo y el delivery sexual, este nuevo atajo de la tecnología, que bastante les debe a científicos perseguidos por homosexuales durante la Guerra Fría, impone un modo de pensar las relaciones, el sexo, los códigos de cortejo. Y esto no sólo dentro de los límites del universo homosexual.
› Por Liliana Viola
“Cuando un anciano y decrépito científico afirma que algo es posible, probablemente está en lo correcto. Cuando afirma que algo es imposible, probablemente está equivocado.” Lejos de la decrepitud y un paso más allá de la ciencia, Arthur Clarke enunció esta “Primera Ley de Clarke” cuando todavía no era célebre por escribir 2001 Odisea del espacio (1962) aunque ya había sentado las bases de la comunicación satelital en una revista científica (Wireless World, 1945); y a juzgar por el facsímil de una carta que circula estos días por Internet, en 1951 había “inventado” también el GPS (Global Position System): “Mis conclusiones son que quizá en 30 años el sistema de enlaces orbitales pueda hacerse cargo de todas las funciones de las redes existentes. Por ejemplo, tres estaciones en órbitas de 24 horas podrían proveer no sólo un servicio global de TV libre de interferencias y censura, sino además hacer posible una red localizadora de forma que cualquiera podría localizarse a sí mismo con un par de diales sobre un instrumento del tamaño de un reloj de pulsera. (...) De modo que nadie en el planeta se sentiría nunca perdido o fuera de contacto, a menos que quisiera estarlo. ¡Todavía estoy pensando en las consecuencias sociales de esto! Pero en los detalles, deberé dejar que los expertos trabajen; yo seguiré con mi ciencia-ficción y esperaré a decir: ¡Te lo dije!”.
Quién le habría dicho a Arthur Clarke que su “idea imposible” no sólo iba a estar en todos los taxis del siglo XXI sino que además entre sus aplicaciones contaría con el localizador “de hombres gays, afines, bi o curiosos” conocido como Grindr que desde su irrupción en el mercado en marzo de 2009 (accesible y gratuito tanto en I Pod como en Blackberrys) cuenta con un millón de usuarios repartidos en 162 países a los que se le van sumando, en cuanto se enteran, 2500 hombres día por día. Un buscador de candidatos, tan discreto como efectivo, que te avisa a cuántos metros, cuadras, centímetros hay alguien (el que está más cerca aparece primero) dispuesto a conocerte (“conocerte es cogerte”, parece que hay un dicho).
El mecanismo es el mismo que el de GPS: al conectarse, se abre el mapa sólo que además de las coordenadas geográficas aparecen unos puntitos rojos, uno por persona conectada. Un puntito, un hombre solo que espera, dos puntitos, pareja que espera, cuando son multitud, el radar tal vez esté anunciando algo más gordo: boliches, conferencias, fiestas de casamiento... Ideal para cuando se llega a un lugar donde no se conoce a nadie, ideal para probar suerte en el momento que menos chance tiene. Ya no hay que preguntar ni conocer la contraseña: el mapa canta.
Al hacer click en uno de los puntos, aparece la foto y esos datos básicos que la lógica ciber instauró como decisivas (edad, altura, peso, y las opciones pasivo, activo o versátil). La posibilidad de bloquear puntos molestos viene incluida. Pero si todo está bien, inmediatamente se produce un breve chat para concretar el encuentro y entonces Grindr no tiene más que hacer aquí, lo ha guiado a usted hasta su punto de destino.
Si bien se trata de un efectivo facilitador del cruising, visto en términos románticos y hasta filantrópicos, el invento también ofrece a los solos, los perdidos y los únicos un mapa de la situación. Una imagen panorámica hace de un pueblo un mundo.
De mucho le habría servido a este científico y escritor nacido en 1917 que a mediados de los cincuenta dejó Londres y se fue a vivir a Sri Lanka, a disfrutar de su amor por la India, los derechos de sus libros exitosos y el amor de los muchachos eludiendo las persecuciones de la prensa o la policía. Hizo bien Arthur Clarke; para la misma época, otro científico británico, Alan Turing, cuyo aporte en la decodificación de mensajes encriptados había sido crucial para el triunfo de los Aliados, moría en Inglaterra luego de ser sometido a un tratamiento de castración química, una de las opciones que se les daba entonces a los culpables de “indecencia grave y perversión sexual”. A Turing, que se le ocurrieron tantas cosas en la vida, como por ejemplo el principio que derivó en lo que hoy conocemos como PC, no se le ocurrió ocultar su sexualidad. Más que eso, cuando un amante furtivo lo desvalijó, fue a pedir ayuda a la policía. Luego de un juicio degradante, eligió entregarse a los brazos de la ciencia y no se sabe si por confianza en sus colegas o por claustrofobia (la segunda opción era la cárcel) , optó por curarse. Ambos nacieron en la primera década del siglo XX. Clarke, aun viviendo en Sri Lanka en los años noventa fue sometido a un juicio por pederastia, iniciado desde un diario conservador inglés cuando se filtró que el príncipe Carlos iba a distinguirlo con el título de Sir, por sus aportes a la ciencia y la literatura. Fue hallado inocente, nunca salió del closet y tuvo su distinción luego del mal trago. Turing murió en 1954. Clarke murió hace dos años. Ninguno de los dos pudo disfrutar del GPS para putos.
Curiosamente, las razones del creador de Grindr, Joel Simkhai (31 años, nacido en Tel Aviv, criado en Estados Unidos y en la actualidad recuperando con creces una inversión inicial de escasos 5000 dólares) rinden tributo a la Segunda Ley de Clarke: “La única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse hacia lo imposible”.
Lo que él llama “sus primeros pasos como gay” fueron online. Cuando descubrió en la adolescencia que le gustaban los chicos, ya estábamos en la era AOL, notable ventaja sobre las generaciones anteriores, “pero también es cierto que muchos de los candidatos, los mejores casualmente, siempre vivían muy lejos de mi pueblito perdido de los Estados Unidos”. Quién no soñó alguna vez con un detector mágico de otros, de iguales. Simkhai filosofa en voz alta: “La gran pregunta para un gay no es ‘¿Ser o no ser?’ sino ¿Quién más es? Lo que quiero decir es que todo gay en algún momento soñó con la idea de Grindr, todos lo hemos inventado, sólo que yo lo hice”. Sobre el nombre tan difícil de pronunciar y hasta de recordar, el empresario sostiene que buscó algo bien alejado de toda connotación de “orgullo”, no porque no lo tenga, sino porque esto va por otro lado. “No tiene nada que ver con los derechos, tiene que ver concretamente con levantar tipos.” El nombre pretende sonar a “guy (no gay) finder” y también tiene algún eco del nombre de un té que le gusta mucho...
Un servicio, un facilitador de relaciones, un entre nos, y a la vez una herramienta que apunta hacia un futuro de ciencia ficción: la era post gay donde las identidades ya no son tan fijas o por lo pronto están construidas con más matices. El empresario la define en términos de su casero análisis de mercado: “La mayoría de los hombres que están en Grindr están en una relación y de éstos una gran parte están acompañados en el momento de contactar a un tercero. Un treinta por ciento de los hombres conectados en Grindr son heterosexuales. Y no me refiero a curiosos, bi, o lo que sea, me refiero a heterosexuales estrictamente hablando. Los comentarios online suenan tan voluntaristas como las publicidades de shampoo o de analgésicos menstruales: ‘desde que uso grindr hace tres meses me acosté con más tipos que en los últimos 20 años’. La presencia hétero es fuerte aunque con características bien definidas: ‘Lo usan pero sólo para contactarse. Los vuelve locos la idea de que tener sexo con un desconocido pueda ser algo tan fácil, lo bajan al teléfono, no pueden creer que no se tenga que pagar, cuando llega el momento, se van’.” Lo cierto es que, al menos en Inglaterra, el boom de grindr se desató al día siguiente de que el actor e ícono gay Stephen Fry le hiciera una demostración en cámara de cómo se usa el GPS al hétero conductor del súper hétero programa TV show Top Gear. En un día lo bajaron 40.000 usuarios.
Este localizador, cuya sola idea despierta la risa incrédula y nerviosa, es más que un delivery sexual y una derivación del chat. Bisagra entre lo virtual y lo carnal, se apropia de la lógica ciber que ya tiene inscripto el erotismo de la búsqueda, y la opción de hacerlo sin salir de casa. Y enseguida se lanza cuerpo a cuerpo. Parte de la ilusión más cándida (“¿Qué habrá over de rainbow?”) y recibe una respuesta inmediata capaz de atravesar los muros. Elude la caminata hacia el reino de Oz, la instancia virtual es mínima (el mecanismo en sí repele la tendencia a mentir, divagar, falsear la foto) y la real depende, como en los viejos tiempos, de la química. Como toda red social, su éxito depende de la cantidad de gente que entre en juego. Por ahora, es boom en las grandes ciudades y mientras requiera tener un buen teléfono será cosa de un grupo. Pero habrá que darle un tiempo, la tecnología es uno de los bienes que se democratizan más rápido que los alimentos y el trabajo.
Bisagra también entre la obsesión por la seguridad y la gestión que define a nuestros tiempos, a pesar de que lo primero que se nos ocurre es la figura de un delincuente que busca puntos para desvalijarlos o borrarlos del mapa, lo cierto es que estando todos insertos en una red telefónica se hace más difícil actuar sin ser identificado. “Si radar descubre submarino, cuidado, que submarino descubre radar”, decía un viejo lema de tiempos de guerra. Todos los objetos mágicos con los que convivimos ahora mismo son derivaciones de toda una tecnología dedicada a ganar la Segunda Guerra Mundial. Radares, satélites, decodificadores, matrices informáticas han sido readaptados en tiempos de paz en electrodomésticos y objetos que facilitan las relaciones, las sexuales entre ellas. Todavía estamos pensando en las consecuencias sociales de todo esto, que, como los trucos de los magos, son más difíciles de desentrañar. Es que “cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Y ésa es la tercera y más famosa Ley de Clarke.
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