Vivo en Holanda desde hace cinco años por mis estudios; soy gay, todo el mundo lo sabe porque no lo oculto, exceptuando a mis padres, con quienes nunca he podido hablar, las palabras se trenzan en mi lengua cuando el momento es propicio. Sé que ellos lo saben: porque son mis padres y porque “se me nota” (quiera decir esto último lo que quiera decir).

Toda esta revolución que produjo la legalización del matrimonio gay hizo que todo el mundo tuviera que tomar una posición: mucha gente que no tenía una opinión al respecto tuvo que tener una, muchos quedaron expuestos en su ignorancia y otros llegaron a conclusiones que nunca antes hubieran pensado que podrían caber en sus cabecitas... Gracias a esto pude salir del armario (¿por qué digo armario cuando nosotros decimos ropero?) con mi hermano menor y fue, por supuesto, mucho mejor de lo que me imaginaba: no se acabó el mundo, ni tuve que inmolarme para dejar de ser la vergüenza de la familia y poder dejar su nombre limpio, ni ninguna de esas atroces fantasías que ocuparon mi cabeza durante mi adolescencia (¡qué palabrita!).

Toda esta introducción es para contarles la siguiente anécdota. El día que se aprobó la ley, ese mismo día a la noche, mi madre me llamó al teléfono celular en Holanda desde su teléfono fijo, sin ninguna tarjeta prepaga (cosa que nunca hace porque es muy caro, salvo emergencias) y tuvimos la siguiente conversación:

—Hola Bone (así me dicen).

—Hola, ma, ¿pasó algo?

—No, nada, llamaba...

—Ah, bueno, me alegro, ¿cómo están?

—Bien, quería contarte que tenemos que buscar un nuevo médico de cabecera.

—¿Por? ¿Qué pasó con el doctor G? ¿Se murió?

—No, no, nos mandó un mail, viste lo chupacirio que es, hablando en contra del matrimonio igualitario.