PRIMER AMOR
› Por Valeria Flores
Fue una tarde, casi noche, en una escuela donde funcionaba el Instituto de formación docente. Rodeada de álamos, un aire fresco entraba por la ventana. Estábamos en clase, tratando de hacer un trabajo grupal. Ya habíamos cruzado nuestras opiniones divergentes acerca del mundo y yo siempre estaba dispuesta a dar batalla, a no ceder terreno frente a la que me parecía una morocha aburguesada. El humo del cigarrillo flotaba como una masa informe sobre los bancos. En ese entonces, yo fumaba. En medio del bullicio de futuras maestras, le solicité el encendedor a la morocha, práctica habitual entre estudiantes. Su mano se extendió hasta donde yo estaba, como en otras ocasiones. Los dedos de ambas se tocaron, al pasar; sin embargo, una incisión abrupta del tiempo tuvo lugar casi de inmediato. Antes de soltar el encendedor ella acarició delicadamente mis dedos. Fue un instante milimétrico, casi un suspiro, pero que cambió mi vida para siempre. Una corriente de energía me sacudió, imperceptible, y resquebrajó el porte bélico de mi semblante. La pregunta se instaló, sin miramientos, en todo mi cuerpo: ¿qué significaba ese gesto?, ¿qué me pasaba a mí con esa caricia? Cuando le regresé el encendedor ella me miró de manera cómplice, con esos ojos oscuros y delineados de negro, gozando en esa boca carnosa esa batalla ganada. El brillo de mis ojos disipó la niebla de nicotina sin imaginar la dureza de vivir ese deseo abiertamente. Después de algunas idas y vueltas, de desaires y otros roces más profundos, comenzamos a salir. La pasión me arrollaba y ansié su boca, sus pechos y su sexo de forma ardiente. Desarrollé las artes del disimulo y acepté sin más la condición de callar un nombre para mis sentimientos. En el baño de la escuela aprendí la textura de una humedad viscosa y secreta con la que anhelaba intoxicarme para siempre. Pero siempre se vuelve cercano, efímero, tan fugaz como esa caricia solapada en un encendedor.
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