TEATRO
Humores, sudores, hormonas y mucho músculo en juego en el vestuario de mujeres que imaginó Javier Daulte para que los ratones se diviertan.
› Por Paula Jiménez
La obra transcurre en uno de esos particularísimos espacios donde suceden cosas imposibles de pensar en ningún otro: un vestuario. Los personajes, mujeres entre 20 y 25 años, más una DT que las dobla en edad. Juntas integran un equipo que practica un deporte que nunca sabremos cuál es (usan unos palos de hockey que tienen una red en el extremo) y están a punto de salir al campo de juego para ganar una final de un campeonato “amateur” en Hungría. Las jóvenes pasan por una época de la vida donde las hormonas están al palo, donde las relaciones especulares y las grupales llegan a su máximo apogeo, donde lo trascendente y lo insustancial pueden cobrar una importancia semejante en la escala de valores personales. Sobre todo si se viene de una clase media mínimamente acomodada, y ése es el caso. Este marco de situación, pletórico de pavadas dichas y de pavadas hechas, está dramáticamente muy bien aprovechado. Es que, en esta pieza, Daulte hace una observación profunda de una banalidad y ése es su logro. Una gran capacidad de análisis le ha permitido a este director desentrañar las tensiones vitales que en ellas se entrecruzan y transmitirlas con sentido del humor. La dinámica es ágil y apabullante; hay un inteligente ping pong de acciones y diálogos que no da respiro. En este juego dramático, una de las primeras cuestiones que resalta es el desborde de los ánimos y con ello la labilidad de los límites, incluso físicos, que hay entre estos personajes. Sin tiempo ni para ponerse coloradas, se las ve a las chicas mezclarse en manoseos, gritos, peleas, y compartirlo todo, desde mostrar un pubis afeitado hasta oler una bombacha sucia de la compañera. Como si no hubiera cuerpo propio ahí sino grupal. Pero al mismo tiempo, cuando el cuerpo propio aparece, lo hace con todo su ego. Mezquindades y recelos, por supuesto, pasan a primer plano. Este punto es donde la obra se ubica en el límite entre caer y no caer en el lugar común de la competitividad entre mujeres. De hecho, en medio de todo lo que sucede –o de lo que parece suceder, porque profundamente no pasa nada–, una de las jugadoras más jovencitas se enamora de otra a la que hace excluir de la final por celos y por quererla sólo para sí misma (según nos hace saber Agnieska, el personaje de una húngara que cobra por traducir cartas y traficar chismes entre las integrantes del equipo). El deseo o el interés por la otra, de este modo, es absorbido por un mandato de género que es pasto para las fieras, un mandato que preferirá siempre vernos a las mujeres agarradas de los pelos que de la mano. Si la obra se salva de ser definitivamente eso es porque Daulte antepone estereotipos de clase a estereotipos de género (aunque los de género también están). Con todo, la caracterización que hizo Daulte de estas jóvenes habla de su gran habilidad para consustanciarse con la sensibilidad femenina, habilidad que alimenta el mito, el prejuicio, ya sé, de que los directores gays lo hacen mejor.
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