ES MI MUNDO
Del 21 al 27 de octubre, Buenos Aires recibirá lo mejor del cine brasileño, en un festival que cuenta entre sus joyas un documental sobre Dzi Croquettes –de Tatiana Issa y Raphael Alvarez–, un grupo de transformistas que se reivindicaban por fuera de las categorías hombre/mujer y que a pura performance desafiaron el régimen represivo que campeaba en el país vecino circa 1973 y consiguieron hacerle la croqueta a cada persona que asistió a sus shows, desde Río de Janeiro a París y viceversa.
En su rebeldía callejera y glam, brutal y estilizada, la Madame Sata (2002) de Karim Ainouz es la película que mejor define la política queer que se comenzó a desplegar en el cine latinoamericano de esta década que abre el nuevo siglo XXI cambalache. Es que todo parece contenerse y desbordarse de la historia real de ese ladrón lumpen, padre de siete hijos adoptivos, que pasó de la marginalidad homoerótica a ser centro lumínico, a fuerza de lentejuela, strass y energía física, de la bacanal carnavalesca de Río de Janeiro con su ego trans Madame Sata, suerte de femme fatale inspirada directamente en una película de Cecil B. DeMille. De Hollywood a las suburbiales calles cariocas, la línea que trazó desde la década del ’30 hasta su muerte, a mediados de los ’70, terminó creando un mito que todavía deja estela de perplejidad. Y es probable que, tras una vida dedicada a torcer el destino impuesto para un negro, pobre y puto en una ciudad latinoamericana, Madame Sata se haya muerto en paz en 1976, sabiendo que justo en ese momento su impulso rupturista en pos de un cuerpo y una familia sin ataduras disciplinarias quedaba al resguardo multiplicado en el ímpetu de una revolución comunitaria que desafió la moral oficial que en esa década infame bombardeó a la sociedad brasileña. Porque los Dzi Croquettes heredaron el fuego queer para plantear un movimiento de lo más incendiario que la cultura brasileña haya podido sostener en dictaduras.
Los Actos Institucionales (AI) eran la amenaza con que accionaban los militares golpistas en Brasil para eliminar cualquier libertad civil desde 1964. El AI-5, impuesto alrededor de las rebeliones sociales de 1968, fue la más extrema forma de limitar las expresiones populares, porque la dictadura, bajo ese acto infame, eliminó el Congreso y censuró alrededor de 500 películas, 450 obras de teatro y mil canciones. En ese contexto represivo, un conjunto de personas formó en 1973, en Río de Janeiro, un grupo que bautizaron Dzi Croquettes, en parodia-homenaje al grupo pionero de transformistas hippies de San Francisco, The Cockettes. A modo de refrito literal, trece performers le hicieron la croqueta a todo un país, exhibiendo inéditas danzas al borde del nudismo, creando cuadros teatrales desafiantes que si bien arañaban la sintonía del glam marciano de Bowie, se alejaban de la cultura rock para reelaborar un music hall híbrido, libertino, desestructurado, que se emborrachaba con estéticas y compases diversos, sin límite de musicalidad. Por ejemplo, “Así habló Zaratustra”, de Richard Strauss, se podía bailar como un tango de suavidad románticamente obscena por dos personas sin escrúpulos para el cross–dressing. Porque, sobre todo, cualquier miembro de Dzi Croquettes embestía sin género en su particular manera de mover el esqueleto, las carnes, las cachas de sus cuerpos tatuados en la “era de la purpurina”. El documental Dzi Croquettes, dirigido a cuatro ojos por Tatiana Issa y Raphael Alvarez, disemina por primera vez esas estampas bailadas, bailables, que dieron vuelta por –y a todo– el mundo que tuvo el privilegio de ver, en su momento, en vivo a esa “loca familia”. Porque aunque fueron prohibidos por un tiempo en Brasil, aunque alguno de ellos pagó con la cárcel su guerra a la normalidad, también lograron salir de gira, casi como una forma de exilio, y triunfar en Portugal, Italia y, especialmente, en París, donde se convirtieron en un espectáculo de culto y fueron amadrinados por Liza Minnelli.
“Ni caballeros, ni damas. Perdón, gente, no somos hombres; si buscan eso, están en el show equivocado. Tampoco somos mujeres, y si buscan un show de chicas, tampoco es éste.” Así se presentaba, frente a su público, esta troupe epicena: su carta de presentación era un comodín, el naipe que vale por todas o por cualquiera que se elija, porque tanto trastrueca el orden numérico como se escapa por la tangente de los dos únicos colores que definen los géneros tradicionales. Porque Dzi Croquettes eran, en su exacto decir, sobre todo tan gente como cualquier persona que veía el show; artista y público a un mismo nivel de posibilidad de hacer del género un lugar dinámico: gente que busca gente más allá del binario mujer/varón. Y así, cada espectáculo de Dzi Croquettes, según muestra el documental, baraja y da de nuevo, todo bien mezclado, porque lo femenino y lo masculino son construcción precaria de un castillo de naipes que se derrumba al primer soplido. La insistente comparación de Dzi Croquettes con una baraja tiene que ver con que en sus espectáculos lo que aparece es el juego y el truco, siempre como arte de magia de la seducción sin tanta regla y medida.
Es cierto que dos personas de talento elástico fueron centrales en la gestación de la familia Croquettes: Wagner Ribeiro, un estudiante de Medicina que descubrió la danza y el teatro como forma suprema de su sensibilidad; y Lennie Dale, bailarín, cantante y director italoamericano, radicado en Brasil para colaborar con cantantes como Elis Regina y crear una forma de bailar la bossa nova, combinando su estilo sobrio a lo Fred Astaire con su sensualidad andrógina. Que alguien de la altura, y la cintura, cabaretera de Liza Minnelli declare “no vi a nadie bailar como Lennie”, es más que un certificado de calidad de que los movimientos del cuerpo-péndulo del bailarín hipnotizan hasta a la más ducha. Sin embargo, la carrera meteórica de Dzi Croquettes, como bien muestra el documental, no es una historia de héroes o heroínas individuales sino que es la historia de un grupo sin líderes, que cruza con nueva perspectiva queer la última mitad del siglo XX, yendo desde la persecución de las dictaduras hasta la crisis del sida de los primeros ’90, y a través de la cual se pueden releer las utopías, las victorias, los fracasos y las tragedias de una generación, donde el sexo y el amor libres, las drogas recreativas, la experiencia cosmopolita y un estilo de vida en cruce constante de lo estético y lo testimonial dejaron un surco en el rostro de cualquiera que lo vivió por dentro y por fuera. Un surco que a veces ayuda a enmarcar una risotada, y otras es el tobogán de una lágrima. Es que el sentimiento de Dzi Croquettes permite siempre, por lo menos, una dirección doble, incierta, de usos múltiples.
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