SALIO
Los borradores de Sebreli recuperan el bello vicio de hablar mal de los otros, el de hablar de sí mismo y su calidad de flâneur maldito.
› Por Alejandra Varela
Hundir la mano en una montaña de hojas y sacar de allí la palabra enterrada que delata un amor homosexual oculto y reprimido entre Kracauer y T.W. Adorno, sólo posible en el no lugar del lenguaje. O descubrir como una perla la ambigüedad sexual de un icono del cine mudo, Conrad Veid, quien interpretara a César en El gabinete del doctor Caligari. Este ejercicio de hurgar en lo lateral con pretensiones de maldito palpita en el libro Cuadernos, que este año volvió a ubicar el nombre de Juan José Sebreli en las mesas de novedades.
Bocetos de un flâneur que ha decidido cambiar la calle por las hojas de una libreta, fácil de llevar a un café desde donde registrar el fluir de una conciencia maligna que rastrea en las comunidades masculinas de la Alemania de principios de siglo, para cruzar un apunte nada azaroso sobre los escasos amores perdurables de Carlos Gardel en tensión con sus amistades varoniles eternas.
Si existiera un hilo conductor entre las anotaciones que Sebreli impone al amparo de un estilo benjaminiano, sería esa capacidad de reconocer la homosexualidad como un modo de mirar, de iluminar las insinuaciones. Allí está su ojo, narrando desde la complicidad de quien sabe reconocerse en ese tono decadentista en el que se escuda Thomas Mann para escribir su Muerte en Venecia.
En la acumulación de notas Sebreli intenta plantar otra idea de la que se desentiende, como si evitara el combate. Se la tira al lector para que comparta ese delicioso morbo de escarbar en el desecho de papeles, de disfrutar de una escritura sin argumentación, sin investigación, sólo afirmada en el placer ocioso de escribir.
Cuadernos podría ser un intento autobiográfico construido a partir de las escenas abandonadas para El tiempo de una vida. El autor surge como un personaje de sus relatos y a la vez se esconde. Luce amistades de apellidos ilustres, piezas de una aristocracia perdida, como alguien que espía contra el vidrio a una clase social a la que no pertenece, pero que utiliza para construir crónicas donde ciertos personajes extirpados de su linaje se convierten en la expresión de su decadencia.
Dialoga todo el tiempo con un texto al que pareciera querer imitar, el voluminoso diario que escribió Adolfo Bioy Casares sobre sus domésticas conversaciones con Borges, pero Sebreli no se anima a dar ese paso, prefiere quedarse en la indeterminación y hace de la fuga una estética. Su estilográfica ata al cuaderno de apuntes un catálogo de raros donde la homosexualidad y la androginia son también una pose que se ostenta, una culpa nunca resuelta para Oscar Masotta, un recurso transgresor para Osvaldo Lamborghini. Sebreli deconstruye sus disfraces, desnuda lo que otros travisten. La escritura siempre es ficción, aunque sea el testimonio de un recuerdo. Recupera esa forma extrema de la crítica que aprendió en sus amistades juveniles con Carlos Correas y Masotta, al transcribir la vieja costumbre de hablar mal del otro. Sebreli se presenta como un escritor marginal, pero ya nadie puede creerse la invención de su personaje.
Los trazos propios del cuaderno permiten las grandes ausencias o reducciones como la de acotar la experiencia homosexual actual a la agrupación Putos Peronistas, que para Sebreli expresa una imposibilidad histórica.
Tal vez exista una nostalgia por aquellas épocas donde ser gay implicaba un lenguaje hiper codificado pero propio, enmarañado, intrincado y perciba la visibilidad de estos tiempos como una simplificación a la que observa sin entusiasmo.
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