25 DE NOVIEMBRE
Una alerta sobre violencias usualmente invisibles a propósito del día contra la violencia hacia las mujeres.
› Por Mauro ï Cabral
Anda dando vueltas por el espacio —diarios, blogs, programas de radio y televisión— una noticia asombrosa. Se dice por ahí, que la homosexualidad de las mujeres tendría una cura. La noticia en cuestión lo aclara, por lo general, apenas lanzado el anuncio. No es una cura sino un tratamiento capaz de prevenirla (o, dicho de otro modo, de evitarla). Y ya se sabe: en materia de lesbianismo, mejor prevenir que curar. Lo extraño de la noticia es que luego de esta primera parte ya no habla más ni de homosexualidad, ni de lesbianismo, ni de orientación sexual alguna. De lo que habla, eso sí, es de ambigüedad genital.
Es cierto: la así llamada ambigüedad genital ha tenido y tiene una relación constitutiva con la homosexualidad. Si consideramos su codificación como “intersexualidad”, por ejemplo, un mismo nexo las relaciona, semántica y engañosamente, en el campo de lo sexual. Si atendemos, en cambio, a su historia, homosexualidad, intersexualidad y transexualidad comparten ese pasado cifrado en la figura de la inversión (inversión del deseo, inversión del cuerpo, inversión del alma). Nuestro presente político también las vincula a través de una misma lógica de subjetivación, y es así como quienes celebran la politización del “homosexual” esperan poder celebrar un día, del mismo modo, el devenir sujeto político del “intersexual”. Hay, sin embargo, otra relación: la relación médica (lo que es decir, en este caso, la relación paranoica).
La proliferación de los sexos —y, en particular, la multiplicación consecuente de sus relaciones carnales— ha sido y es una preocupación biomédica de primer orden. Desde mediados del siglo XIX a esta parte se han puesto en juego distintos dispositivos científicos destinados a reducir la cuenta de los sexos a dos (hombre y mujer) y las posibilidades de su ejercicio sexual a una (llamada, justamente por eso, heterosexualidad obligatoria). Sin embargo, y como viene ocurriendo desde los comienzos del mundo, los seres que encarnamos formas diferenciadas del sexo no hemos dejado de nacer, ni de ejercitarnos. Y nuestra propia existencia ha sido tomada como señal de peligro: ¿acaso nuestros genitales no vienen a confirmar que el desorden sexual es posible? A pesar del doble cambio de siglo, la paranoia sigue ahí, en su lugar. En este contexto, se comprenderá, el nacimiento de niñas con genitales masculinos constituye uno de los acontecimientos más alarmantes.
La virilización de genitales que deberían ser femeninos es producida, en muchos casos, por aquello que se denomina hiperplasia suprarrenal congénita (es decir, la producción atípica de andrógenos en las glándulas suprarrenales). Su tratamiento médico combina, en una mayoría abrumadora de casos, la reducción quirúrgica del clítoris y, a menudo, otros “arreglos” quirúrgicos destinados a feminizar la apariencia de los genitales, lo que ha creado, hasta nuestros días, una legión de mujeres privadas no sólo de sensibilidad genital sino también de la posibilidad de elegir sobre un cuerpo que era, desde un principio, suyo. Y no sólo mujeres: a pesar de la asignación al sexo femenino, y de las prácticas habituales de “normalización” corporal, muchas niñas con hiperplasia suprarrenal congénita se identifican en el sexo masculino (como ocurre, en realidad, con muchas otras niñas y niños sin hiperplasia suprarrenal alguna). El activismo político intersex ha denunciado y denuncia estas prácticas normalizadoras como formas occidentales de la mutilación genital.
El abordaje quirúrgico de la hiperplasia suprarrenal congénita está siendo lentamente reemplazado por el abordaje farmacológico (en particular, el abordaje de aquella forma de la HSC producida por el déficit de 21—hidroxilasa). Desde hace ya varios años se administra a mujeres embarazadas “con antecedentes” una droga llamada dexametasona, la cual tiene como propósito principal impedir la virilización de un feto destinado a ser una mujer heterosexual. La administración prenatal de dexametasona no evita la necesidad de tratar otros efectos peligrosos de la hiperplasia suprarrenal congénita, y expone a madres y fetos a los riesgos de un tratamiento cuyos efectos a largo plazo no han sido aún comprobados. Esta intervención fetal tiene, además, consecuencias negativas para la salud de la madre, la cual es reducida, en virtud de esta intervención, al status de medio viviente en el que se aplica este dispositivo químico de control sexual.
Desde décadas repetimos, sin pausa, que la biología no es destino. Durante todas esas décadas, el manejo médico de la intersexualidad avaló esa repetición, afirmando que los cuerpos sexuados podían ser modificados sin consecuencias, porque la clave del género no era el sexo sino su construcción social (y en nombre de esa versión tan peculiar del construccionismo ahí quedaron nuestros cuerpos, en el teatro de operaciones). Hoy, nos dicen, la historia es distinta: vivimos en los tiempos de otra naturaleza.
El tratamiento prenatal con dexametasona tiene, en estos tiempos, la potencia temible de las promesas biomédicas. Después de todo, al evitar al mismo tiempo la virilización del cuerpo y del cerebro, este tratamiento promete eliminar, por acción de un único corticoide, la ambigüedad sexual, el marimachismo, el lesbianismo y la transexualidad masculina. Y es que diversos estudios han comprobado que las mujeres con hiperplasia suprarrenal congénita son distintas a muchas otras. Juegan con autos, pelotas, soldados. Quieren usar el pelo corto y treparse a los árboles. Algunas hasta son buenas en matemáticas. Muchas no quieren tener hijos. Muchas no quieren tener relaciones sexuales. Muchas otras (¡demasiadas!) quieren tenerlas sólo con mujeres. Y hasta están aquellos que, nacidos XX, con ovarios e hiperplasia suprarrenal congénita, desde el primer día afirmaron que eran hombres y no mujeres. El horror. ¿Cierto?
La medicina, que tanto ha avanzado, no ha descubierto todavía la manera de inocularse contra su propia vocación eugenésica. No ha inventado el modo de controlarla, de curarla y, menos aún, de prevenirla. Y ni qué hablar de reconocerla. Es cierto: a lo mejor esta droga antipromesa sí existe, guardada celosamente en algún laboratorio extranjero y su existencia ignorada todavía no ha sido ni es noticia. Pero ya vendrá el día.
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