DISIDENCIAS
Tengo 16 años, estoy en un telo con un tipo canoso que dice ser swinger y sexólogo. Está sacado, no deja de mordisquearme todo el cuerpo. Me chupa las tetas hasta hacerme acabar, luego se masturba y acaba también. Se acuesta al lado y, respirando agitado, me pregunta mientras señala mi pecho con su cigarrillo: “¿Hace mucho que las tenés así? Deberías hacértelas ver, parece ginecomastia y puede traer complicaciones”. Silencio. Me lleva en el auto hasta la esquina de casa. Al poco tiempo comienzo a visibilizarme como gay, he bajado 19 kilos en un mes, siento haber perdido mi cuerpo anterior, todo excepto una parte, dos partes. En los boliches me confunden con una torta, crece en mí un profundo rechazo por mis tetas y comienzo a vendarlas, a usar una remera sobre otra remera, sobre otra remera. Gasas y alfileres de gancho que se me marcan en la espalda o cuando me siento. Pruebo con chalecos. Me muero de calor. No me meto más a ninguna pileta. Cojo de pie y sin sacarme la ropa en el túnel de alguna disco. Me juro no ir jamás a un sauna. Sólo encuentro algo de paz en casa, donde puedo andar en cueros y una tía abuela costurera me ayuda con el vendaje.
Pasan unos años y de a poco me voy soltando, he subido un par de kilos y ya no se me notan tanto, soy como cualquier gordito tetón, aunque sigo sin meterme en ríos o piletas públicas. Las toallas que caen alrededor del cuello resultan una buena prótesis para mí, me cubren bien, pero son efímeras. Cuando transcurre el tiempo y no te quitás la toalla, la gente insiste y pregunta: “Quitate la toalla. ¿Por qué te la ponés así? ¿Qué pasa?”. De nuevo a las remeras.
A los 18 conocí a un chico con el que salimos durante un año y medio. La pasamos muy bien juntos durante ese tiempo, me desinhibí bastante con él, le enseñé a chupármelas. Incursionamos en saunas y, para mi sorpresa, noté cómo mis tetas atraían a más de uno. Después de haber cortado, un día, charlando, me confiesa haber sentido mucha impresión por mis mamas al comienzo. Así (me) las nombra: mamas. Palabra fea si las hay. Otra vez las remeras.
A los 19 años me decidí a sacar un turno con el médico para ver si había otro nombre para mis mamas y asegurarme de que mi salud no corría ningún riesgo. Una endocrinóloga del Sanatorio Allende (Córdoba), con rostro de profundo dramatismo, tomó mis manos y, bajo una cruz de madera que lo observaba todo, me dijo: “Antes que nada, es muy importante que sepas que esto es un problema muy común, que les pasa a muchos chicos y que tiene solución. No es tu culpa. Yo ahora te voy a pedir unos análisis y si todos los resultados dan bien y no tenés nada, podremos operarte en junio, así para el verano estás listo para la playa”, sonríe y se desconcierta ante mi cara de espanto, la cara de quien no conoce el mar, pero conoce su precio en carne. Me fui del hospital y jamás me hice las pruebas. Esa misma noche, un amante SM me pone unas pinzas en los pezones y me retuerce de placer, pero al otro día no lo dudo y, como un adicto, vuelvo a cubrirme con remeras. Una, dos, tres, como una cebolla.
A los 21 conocí en un seminario al hombre que cambió la historia de mi cuerpo para siempre. No sólo fue capaz de nombrarlo tiernamente, y de ese modo darle la posibilidad de existencia —ya no como patología, monstruo, fantasma o fetiche—, sino que hizo de éste un territorio de celebración, de placer, de batalla y de encuentro.
Y no fue hasta cuatro años después de aquella trágica consulta a la endocrinóloga que estuve listo para mirar el mar por primera vez de la mano de Mauro, compañero, soldado y activista. Ambos en cueros como, se supone, uno debe conocer el mar.
Por lo demás, como me repite una amiga travesti: “Nena, cómo garpan estas tetitas de alpiste, estas tetitas de agua”.
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