Perversión barroca, monotonía en el casting y un par de personajes que se postulan para carne de conductores incorrectos e incorregibles es lo que aporta, al menos por ahora, la nueva emisión de Gran Hermano.
› Por Daniel Link
La casa de Gran Hermano ya abrió las puertas para el ciclo 2011. ¿Todo está igual? No. Han reemplazado las alfombras por pisos flotantes de madera (mucho más higiénico), han agregado una pérgola al costado de la pileta, han introducido reglas de un barroquismo perverso (o de una perversión barroca) que parece que serán la tónica de la temporada.
Los participantes (elenco muy ampliado de subnormales) tendrán que compartir lecho. Ya es difícil justificar una semejante cercanía corporal entre personas que han decidido compartir su vida: no se sabe cómo harán estos pobres de espíritu para sobreponerse a la catástrofe del sueño compartido.
Al habitual elenco de pendejos descerebrados y pajeros, y trolas dispuestas a ganarse una celebridad de quince minutos a fuerza de petes clandestinos, esta vez los guionistas han decidido introducir en la casa dos especies poco frecuentadas (hasta ahora) por la televisión argentina: una lesbiana confesa y un chico trans. Hay, además, una loca que mejora anteriores presentaciones: es una loca alegre, para nada traumada, “Mister Córdoba Gay”, a la que habría que cortarle el pelo con urgencia (y, previsiblemente, alguna loca tapada que terminará revelando su “secreto” a los demás miembros de la casa y entregando el culo detrás de unos arbustos).
Salvo esas excepciones, el casting ha sido esta vez tan monótono que sería imposible distinguir a un chico “lindo” (con esa belleza que llama al cachetazo) de otro. Entre las chicas, están las muy malas, las insoportables y las taradas a cuerda (alguien de la casa ya reclamó “a ver, una morocha que explique las reglas a las rubias”).
Que esos especímenes, que justifican todo intento extraterrestre por acabar con la especie humana, vayan a exponer sus miserias en público (el concheto de apellido Anchorena, aparentemente, sufre desde que su madre –¿cuál? ¿la conocemos?– huyó con el guardián de seguridad de la garita) no puede inquietar a nadie, y es tan poca la curiosidad que esos iguales a cero pueden despertar en la audiencia (esta vez, ningún villero, ninguna prostituta, ninguna sirvienta: clase única) que se entiende el twist genérico que se introdujo.
Luz Ríos (22 años, bailarina) se confesó lesbiana y durará lo que un suspiro en ese universo de vileza (salvo que los guionistas decidan emparejarla con alguno de los tarambanas de la casa: yo le destinaría, en ese caso, a Cristian Urrizaga, un entrenador de perros de Barracas que es capaz de comerse vivos a todos los participantes, de una sola sentada).
Alejandro Iglesias (26 años, Avellaneda) dijo padecer de “disforia de género”, hace fierros (es súper-chongo) y entró en la casa para poder comprarse la prótesis que necesita para cambiar su cuerpo (“nací como mujer”, aclaró). Tan módicos son los otros proyectos (“ser modelo”, “divertirme”, “pasar el verano”), que quién podría negarle el triunfo y el dinero. Como además parece buena gente, es el favorito indiscutido.
Lo que atemoriza (decido que jamás veré las galas) es la sarta de estupideces malintencionadas que saldrán de las bocas de los conductores, esas
cloacas.
Que Soy haga la policía de discurso.
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