LGBTTI
› Por Juan Manuel Burgos
La semana pasada realicé junto a un amigo mi primer trabajito del verano. Dadas mis penurias de fin de año, reconozco que podría haber sido vendiendo palitos helados al rayo del sol o pirotecnia ilegal en algún puestito del barrio, pero está vez el azar o la providencia tenían trazado para mí un destino laboral de otro orden, en las grandes ligas: como duende de la KocaKola. Aquí mi historia:
16.30. Llego a la productora que nos convoca para hacer de duendes, me dirijo a la sala donde debíamos cambiarnos y nos maquillarían, puedo ver en una habitación a los verdaderos duendes, una veintena de peruanos y bolivianos pintando a mano una montaña de botellitas vacías de la prodigiosa gaseosa.
16.45. Nos probamos los disfraces estándar compuestos por una calza a rayas, unos zapatos puntiagudos de ningún número, un pantaloncito de tafeta y una remera del mismo material que a mi compañero le baila y a mí me queda súper ajustada, me marca las tetas de tal modo que a más de uno de los presentes se le van los ojos y cruzan miradas cómplices y burlonas entre ellos. Ser demasiado delgado o demasiado gordo siempre es una buena excusa para ser considerado marica. Lo mío fue más Coca Sarli que otra coca.
17.00. La maquilladora se disculpa de antemano por si no nos gusta. Ella sabe que “los gays conocemos más de maquillaje que cualquier mujer, que nos pintamos más rápido y mejor que una mina” (vaya a saber a cuál mina se refería). En el mejor momento de la discriminación positiva nos interrumpió un encargado gayfriendly que nos quiso demostrar su buena onda con un comentario re divertido: cuando lleguen al predio tienen que hacer lo que ustedes mejor saben hacer –y luego remata con una carcajada–. Se me ocurrieron varias respuestas posibles: a) tirarle huevazos a los católicos fundamentalistas; b) coger a puño con un hombre casado o –esto último sí lo dije en voz alta–: perseguir a los heterosexuales buena onda con unas tijeras y cortarles el pito. Nadie se rió pero creo que captaron la idea.
18.00. Ya en el vehículo que nos trasladaba desde la productora al campus donde desarrollaríamos vaya a saber uno qué acción, podía sentirme una víctima importante de la trata de umpa-lumpas. Nadie nos había dicho aún cuál era nuestra tarea, pero estábamos montadísimos al fondo de la camioneta, esperando en silencio que llegara el momento de entretener a la familia nuclear. Era como un arca de Noé motorizada dividida por especies: el chofer y el mago silbándole babosos a cuanta mujer se cruzara por el camino, la coordinadora y la contadora vociferando órdenes por teléfono también a otras mujeres, más atrás las promotoras humillándose entre sí para ganar el amor de un chongo que por supuesto también las humillaba. Al final nosotras, gruñonas y absortas.
18.30. La dinámica inicial era sencilla, etaria y generizada: todos sonreíamos, los papis miraban cómo se marcaban los pezones de las promotoras Koke, mientras los más pequeños se distraían con quienes improvisadamente hacíamos de duendes, las mamis criticaban a las promotoras por gatos, a los duendes por maricas, a sus maridos por cerdos y al maldito árbol gigante porque no se encendía en el día más largo del año.
19.00. Luego de acomodarnos un poco en el espacio, nuestra misión consistía en repartir entre los presentes 500 números de talonario válidos por una fotografía gratuita con Santa. Todo esto mientras soportábamos algunas burlas homófobas de adolescentes, acotaciones xenófobas y clasistas que se pretendían cómplices por parte de los coordinadores, llantos y mocos de esos niñitos carasucias que nunca faltan en los relatos navideños y reclamos sin sentido que nos acusaban de fraude por no repartir refrescos al público. Coronó la noche el comentario transfóbico del Mago, quien después de preguntarle insistentemente a una niña si estaba segura de llamarse Noelia dijo:
–Muy bien nena, es muy importante saber quién es uno y cómo se llama. Tengo un amigo que antes era Carlos pero ahora se llama Jenifer. Y bue... hay que pagar el alquiler de alguna forma. –Risas familiares.
21.00. Finalmente pasamos las últimas dos horas en una cadena fordista de trabajo, la gente se acercaba y canjeaba dos botellas vacías reciclables por un plantín de pino. Venían a nosotros con botellas sucias, debíamos recibirlas, esquivando con una sonrisa los improperios e insultos que recibíamos cuando se acababa el stock de las coníferas o cuando la gente comprobaba que el trucho de Papá Noel había aprovechado el show de pirotecnia para fugarse y dejar plantados como arbolitos a centenas de niños que esperaban con sus padres poder fotografiarse con el anciano rojo. Entre tanto no podíamos negarnos a cargar en los brazos chorreados de desechos a cuanto niño quisiera tomarse una fotografía consuelo con nosotros: quienes trabajamos arduamente para completar el círculo insalubre y contaminante de koka, heteronormatividad y basura.
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