Este año se cumplen cuarenta desde que Freddie Mercury, Brian May, John Deacon y Roger Taylor decidieron ponerse la corona y convertirse en Queen. Y veinte desde que Freddie, el alma irreverente y marica de la banda, murió de sida no sin antes dejar un tema y un videoclip en el que él mismo se levantaba de su propia tumba. Algo así sucederá ahora que salieron a la venta –desde ayer en Argentina– los primeros discos remasterizados de la Reina –Greatest hits y Greatest hits II–, primer paso de la reedición completa de toda la discografía de una banda que más allá de las frustradas reuniones con vocalistas que nunca dieron la talla de Mercury, seguirá tocando.
› Por Diego Trerotola
Nunca fue sólo rock and roll. Ni antes, ni ahora. Aunque los Rolling Stones lo cantaran con todas las letras y las fuerzas, nadie podía creérselo. Ni siquiera viendo a un Mick Jagger espumante, vocalizando cada palabra del estribillo de “Es sólo rock and roll (pero me gusta)” en el video de esa canción de 1974, compuesta el año anterior con la ayuda de un David Bowie en su mejor momento glam. Había, hay, en Jagger y Bowie una teatralidad, un impulso que excede el rock and roll, y que desde siempre se precipitó en lugares extraños, a veces místicos, o existenciales, o sexuales, o estéticos, pero que toda vez cortó cualquier pureza del rock, si es que eso existió alguna vez. Porque el rock nunca se sirvió solo. Capas y capas, muchas, que a veces terminaban en una canción que podía pertenecer a la tradición del rock, pero que se resistía a reducirse solo a eso, y por esa misma cualidad, por la incapacidad de ser o servir únicamente una cosa, es que gusta la mayor parte de las veces. Y, en especial, el rock de los ‘70 se parecía más al desborde de sí mismo, quedaba en claro que se contaminaba, intoxicaba tanto del sexo como de las drogas –que siempre lo acompañaron en plan trinidad non sancta–, pero también de otras formas expresivas, de otros estilos de vida, de otras músicas. Por eso aquella fue la década donde surgieron más sub-rocks o géneros híbridos que, a fuerza de expandir las posibilidades de ese sonido aún joven, también terminaron incluyendo otras experiencias periféricas que venían a diluir, incluso aniquilar, cualquier atisbo de pureza musical. En ese contexto surge Queen, un cuarteto de universitarios que, justo cuando empezaba a terminar el siglo XX, se unió para encarnar tempranamente ese espíritu de contaminación de manera majestuosa. Y la jugada no les salió nada mal. Igual, no es difícil terminar ganando con un poker de reinas.
“Pasó bastante tiempo desde que formamos Queen hasta que tuvimos un contrato discográfico. Esa es la razón por la que nos preocupaba que la gente dijera: ‘Aquí están los Queen, el glam rock está de moda, y ellos siguen esa tendencia’. Nunca copiamos a nadie. Estábamos metidos en el glam rock antes de gente como Sweet y Bowie, y nos preocupaba que hubiésemos llegado demasiado tarde. Nuestro camino fue presentar un tipo de música teatral diferente”, recordó Freddie Mercury, refiriéndose a los inicios, siempre preocupado porque la propuesta de su banda fuese distinta, que se notara la dimensión de originalidad, por más sutil que fuese. Que cuatro varones salieran a tocar con las uñas esmaltadas, sobremaquillados, pelos largos muy batidos, apretados en ropa femenina y enjoyados a destajo, en ese momento significaba casi más de lo mismo para un rockero inglés. Es que la ruptura de las convenciones genéricas para una banda inglesa habían empezado con un Marc Bolan y su T-Rex amplificando la ambigüedad boogie con las boas de pluma al viento, seguido de cerca por un David Bowie que se fue a buscar purpurina a Marte, porque la disponible en el planeta Tierra no alcanzaba para brillar en escena. Si bien se juntaron en 1971, abandonando sus proyectos musicales anteriores, Mercury, Brian May, John Deacon y Roger Taylor, es decir los Queen, recién grabarían su primer disco dos años después, lo que implicaba que los grandes hitos del glam ya estaban muy cristalizados, no sólo había discos y shows de superficies brillosas, también películas. El miedo de Mercury estaba fundado. Pero también, él tenía la carta más fuerte, su idea del show escénico iba a ser más exhibicionista, más marica que andrógino o marciano, y su humor radicaría en una mezcla algo absurda de melodrama y comedia. Su propuesta de sofisticación iba a ser extremista, megalómana. Y eso lo fue sobre todo en Mercury, que construiría su imagen yendo de la hipermujer al hipermacho, es decir, de la exageración de los rasgos de identidad genérica hasta volverlos caricaturales: fue de tapados de piel y calzas de baile a los uniformes blancos o los pantalones de cuero, tachas, musculosa (look inspirado en un club alemán leather). “El concepto de Queen era ser regios y majestuosos. El glamour formaba parte de nosotros, y queríamos ser dandies. Queríamos provocar y ser escandalosos.” Y lo que atravesaba cualquier ropaje, y que subrayaba la hipérbole genérica, era siempre su histrionismo amanerado como escándalo, tanto en sus gestos como en los juegos vocales, que Mercury ejercía como presencia magnética de la banda. Y ponía el pecho como nadie a la escena. De hecho, su torso desnudo fue marca registrada de Queen, más que cualquier otra imagen teatral: primero su pecho asomó debajo de los tapados de piel, confundiéndose sus vellos con pelos del animal para ser camaleón bestial epiceno, después fue un exhibicionismo arty con esos trajes de ballet con escote impúdico hasta el pubis, para terminar con el pelo en celo de macho leather haciendo juego con su amplio bigote cepillo, que enmarcaba su característica dentadura amenazante. Entre otros significados, la palabra Queen remitía a la jerga gay, con un uso similar a “loca” en español, y definía una personalidad maricona teatral. Y es increíble cómo la banda, principalmente en la figura de Mercury, exaltó dos estereotipos de la cultura gay en décadas distintas, para terminar encarnando dos estados del fetiche homosexual para un público masivo; porque si hay algo que siempre quiso Queen es ser la música de todos y todas, volverse la banda que reina, el sonido planetario.
La tendencia era que los riffs de la guitarra de Brian May se dipararan muy seguido bajo influencia del hard rock, de bandas como Black Sabbath y Led Zeppelin, y eso siempre se barajó entre sus cuerdas, metiendo púa para crear una cierta explosión sonora, esa estridencia que justificara el temblor de Mercury, que aúlla su típico orgasmo oral. Pero el mercurio es un metal líquido, de forma cambiante, y esa era la condición que el grupo quería hacer estallar. Nada de petrificarse en un estilo glam hard rock, sino ir fluctuando hasta cubrir la mayor totalidad de terreno para fertilizar las raíces musicales y llegar a hacer germinar la fruta prohibida. Y en veinte años de carrera, Queen fue una banda prolífica, ambiciosa, que trató de desmarcarse de sí misma, aunque haya un sello característico, la tinta en que mojaron cambió bastante de color. Quisieron penetrar con cualquier instrumento y tener adentro toda la gama sonora, el activo y pasivo de una empresa como Queen debía quedar satisfecho en la diversidad musical: sí, fueron pioneros en lo de usar el versátil para hacer contactos en su performance. Nada de límites en el rol, nada de una sola pose, su discografía sería explícitamente descentrada, un kamasutra que agota todas las posiciones para inventar nuevas. En el cuarto de sus catorce discos de estudio, Freddie Mercury descubrió que con su hiperquinética naturaleza podía ir más allá: “Nos pasamos un poco en cada álbum, pero así es como es Queen. En A Night At The Opera había todos los sonidos imaginables, desde una tuba hasta un peine. No teníamos límites. Tan pronto como lo acabamos supimos que ya no había límites en lo pudiéramos hacer”. La coronación de la sensibilidad operística de Queen, que da nombre a este disco de 1975, que partió al medio una década ya terriblemente fracturada, creó ese lugar sin bordes a partir de un corazón que delata todo, llamado “Rapsodia Bohemia”, que debería ser una canción pero el singular le queda mal, porque la estructura de esa creación, que en rigor fue fusión de tres canciones, va de la lírica al hard rock en viaje sónico, para hacer tronar una vitalidad aplastante. Y si bien “Rapsodia Bohemia” parecía un truco de magia que podía generarse sólo en estudio con las posibilidades que ofrecía la ingeniería de grabación de instrumentos y voces, cuando la pudieron poner a punto para tocar en vivo (lo que costó sudor, lágrimas y, seguramente, orgasmos), se transformó en algo muy cerca de la idea wagneriana de gesamtkunstwerk, traducida como obra de arte total, fusión equilibrada de música, teatro y artes visuales. Sea como fuere, esa idea de espectáculo envolvente, definitivo, uniendo de manera inédita ópera y rock, de unos épicos seis minutos y pico de duración, fue un éxito infrecuente, que las radios aceptaron por más que transgredieron los tres minutos de la canción pop que sus antenas limitadas toleraban. El éxito del rock contaminado, que de “Rapsodia Bohemia” desbordaba en todo el disco, que iba de lo alto a lo bajo a no se sabe dónde, que tocaba fondo y el cielo, haciendo incógnitas paradas intermedias, para dar con la medida de desmesura que los Queen aprovecharon para instalarse en la arenas movedizas del cambio permanente. “Sabíamos que si hacíamos armonías vocales nos compararían con los Beach Boys, y si hacíamos algo heavy seríamos como Led Zeppelin. En cambio siempre nos ha gustado confundir a la gente y demostrar que realmente no nos parecemos a nadie. Quizá tengamos más en común con Liza Minelli que con Led Zeppelin. Seguimos más la tradición del mundo del espectáculo que la del rock’n’roll.” Se sabían hijos de Judy Garland, o por lo menos “amigos de la Dorothy” de El Mago de Oz, buscadores de lo que vuela sobre el arcoiris para proyectar como prisma su gama luminosa. Ser diversos, en definitiva, de operísticos a operarios de la música, de los coros gospel ensordecedores a las melodías simples, limitadas a tres notas, del rockabilly a lo Elvis de “Crazy Little Thing Called Love” al “funk negro” a lo Chic de “Another One Bites the Dust”, ambas canciones incluidas en The Game, el disco que abre las puertas de los ‘80 para seguir jugando a trasformarse; porque inmediatamente Queen haría su alianza musical con David Bowie en “Under Pressure”, composición que sumó y multiplicó demasiada presión mutante. Y, casi, casi, también Queen graba con Michael Jackson, porque la amistad de Mercury y el Rey del Pop los llevó al borde de la creación colectiva. No pudo ser, pero igual, quién te quita lo mutado.
Para profundizar su proyecto de gesamtkunstwerk, Queen había aceptado realizar la banda de sonido para la remake ultracamp de Flash Gordon, ciencia ficción de chongo rubio en cuero y calzas que parecía un clon en lavandina de Freddie Mercury, y que su tema central, con el coro “Flash, ah, ah”, se cuenta entre lo más burlesco que alguna vez se haya hecho pasar como música épica. Esa quinta dimensión del disparate de cuarta de Queen era esencial, cada canción, entre sus tonos y semitonos incluía siempre una ironía, una forma de comedia absurda, disimulada o explícita, en clave o clavada: la tendencia a lo melodramático, a canciones de amor y desgarro, que tenía Mercury como compositor y letrista, casi siempre tenía una vuelta de tuerca desopilante. No hay sombra de casualidad en que dos discos esenciales de Queen, Una noche en la Opera y Un día en las carreras, compartan títulos con películas de los hermanos Marx: como aquellos cómicos anarquistas, a la banda inglesa también le faltaba un tornillo, pero eso no invalidaba que se pasaran de rosca. “Afrontémoslo, queridos, somos la banda más absurda que haya existido nunca”, decía Mercury, para quien toda seriedad fracasaba para volverse disfrutable como su reverso, como una deformación de la comedia, esencia según Susan Sontag de esa sensibilidad camp tan, tan cara a los homosexuales. El colmo camp llegaría con un videoclip, el de “I Want to Break Free”, canción de The Works, álbum de 1984. La creación de MTV en 1981 llevó el videoclip a paradigma global de la modernidad audiovisual, marcó la década pop con su hedonismo musical express, sus grajeas epifánicas de éxtasis sensorial. Y no había género más adecuado, amoldable, a esa sensación de incandescencia que el camp necesita para ser y estar. Y los Queen fueron lejos para un mudo rockero que todavía no tenía los poros abiertos para ondas más nuevas: hicieron un video híbrido de todas las formas de mariconería posibles no apto para venas heterosexistas. El videoclip iba en tres partes: los muchachos de la banda aparecían travestidos en plan familia trans de sitcom, seguía con Mercury haciendo un cuadro de danza colectiva y artificiosa, volviendo a una estética ballet de los shows setentosos pero más que El lago de los cisnes la cosa iba de Sopa de Ganso, con todos revolcados en orgía de frotación, para terminar gritando en pantalón de cuero como master leather; si bien la historia del videoclip está llena de estética marica para que tengan y repartan, el caso de “I Want to Break Free” es insuperable en su afán de catálogo gay caricatural, carnaval marica sin red, mascaritas sueltas: es la mismísima putez en tres dimensiones (eso también lo inventaron los Queen, antes que Michael Jackson, el videoclip en 3D). A esta altura, Mercury ya había tirado la chancleta y les había pegado a varios en los ojos incrédulos, y mochos quedaron cuando el cantante hablaba frontalmente de su vida sexual, porque el mismo año del video se había puesto en pareja con Jim Hutton, y la prensa preguntó si esa canción y ese video eran un himno gay, como se lo había interpretado. Y él respondía que se pensaba eso por su orientación sexual, pero tanto la canción como el video no habían sido ideas suyas, sino de John Deacon, el bajista, el más tímido miembro de la banda (parte de la diversidad de Queen se debe a que los discos de la última década contenían canciones compuestas por cualquiera de los cuatro integrantes, saliendo del régimen musical Mercury-May). Aunque fue controversial esa imagen múltiple pero siempre marica de Queen, y el video indignó a más de un reaccionario (héteros y gays), la cuadrilla fue a por más, duplicó la apuesta: en los recitales Mercury salía a cantar esa canción con tetas hipertróficas, unos talles más que Dolly Parton, para ganarse botellazos a diestra y siniestra, pero con la certeza de que tenía que seguir poniéndole el pecho al rock, aunque ahora no fuese peludo sino de siliconas de cotillón. Su estilo de comedy rock no paró nunca, aunque el sida de Mercury lo llevó a abandonar los escenarios hasta su muerte. Pero los discos siguieron saliendo hasta el último suspiro. Innuendo (1991) fue casi póstumo, y casi nadie puede interpretar la alegría que podía tener, y menos se podía dejar de ver una autobiografía mercurial de la agonía del cantante. Y así “The Show Must Go On”, el track final, fue el summun lacrimógeno y melodramático porque no se puede escuchar más que como despedida, música de velatorio, el lado b de “I Will Survive” de Gloria Gaynor, el otro himno de la era del sida, festivo, que ayudó a superar el dolor de los estragos masivos en esos años de “peste rosa”. El duelo de Innuendo duró poco y nada. Por suerte. En noviembre de 1991, mes de la muerte de Freddie Mercury, dos comediantes salidos de un sketch de Saturday Night Live recibían a la gente en los cines con un trailer donde sobre el decorado de un cementerio se burlaban de un estreno de ese invierno norteamericano, la versión norteamericana de Los locos Addams. Los dos graciosos en cuestión eran Mike Myers y Dana Carvey y estaban anunciando una película protagonizada por dos heavy metals que se estrenaría en 1992, El mundo según Wayne, dirigida por la cineasta rockera Penelope Spheeris. La tumba sobre la que cantaban podría ser la de Mercury, y tal vez esa interpretación tuviese lógica porque la película que anunciaban comenzaba con una versión de “Rapsodia Bohemia” en plan comedia para resucitar a un borracho a fuerza de headbangers, ese baile a pelo batido de los metaleros, que coreaban desafiando la ridícula vitalidad de Mercury. Está bien, de los seis minutos originales de la canción lo redujeron a tres, pero lo volvieron parte definitiva del pop invencible, a fuerza de parodiarlo, bardearlo, faltarle el respeto, que es lo que se puede aprender de la lección de Mercury, de Queen, ir más allá de cualquier límite de su época, de los géneros, de la cultura impuesta, para hacer de la creación algo libertino para ver cómo todo puede dar una vuelta carnero. Y ahora, en el año que se soplan las cuarenta velas de la formación de Queen, y veinte años del “no somos nada” de la muerte de la reina FM, la última pirueta que se les ocurrió es que Sacha Baron Cohen, el cómico guarango hasta la escatología protagonista de Borat y Brüno, interprete a Freddie Mercury en una biopic a punto de comenzar a rodarse. Porque así, definitivamente, lo que alguna vez fue tragedia ahora puede volver a ser comedia, como diría un marxista (de tendencia Groucho, se entiende), porque con esa voltereta se puede intentar cubrir el espectro del arte total. Y así el show puede y debe seguir siendo camp.
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