Susana Alvarez tuvo que disculparse frente a Milagros Andrada. No volvería a usar el nombre que todavía figura en su documento, no pondría trabas para que la joven pudiera terminar las prácticas iniciadas en la escuela 105 de La Pampa, que Alvarez dirige. Es más, la invitó a hacerlo. En enero, claro, cuando sólo hay silencio tanto en el patio como en las aulas. Milagros desistió de tan vacuo ofrecimiento. Como estudiante del Instituto de Formación Docente de Santa Rosa sabe que para que las prácticas tengan sentido, maestras y maestros, alumnas y alumnas tienen que estar en acción. Como también sabe que es su derecho ser tratada según su identidad de género, más allá de lo que diga un documento al que ahora mismo difícilmente pueda llamar de identidad. Por eso, tal vez, no le dolió tanto cuando Alvarez la llamó “gorda barbuda” como cuando le impidió seguir adelante con sus prácticas junto a otras compañeras que fueron testigos de cómo la directora se jactó de haber averiguado su “nombre de varón”. El silencio que ahora reina en la escuela no amparó entonces a la directora. Milagros la denunció por discriminación y la denuncia fue escuchada. Aunque el pedido de disculpas se haya hecho a puertas cerradas y se haya expresado en el mismo acto el mandato de no repetir lo que se dijo durante la conciliación. Aunque haya trascendido que la directora fue acompañada por un abogado penalista que insistió en negar la identidad femenina de Milagros y por un grupo numeroso y compungido de maestras que pusieron el cuerpo para apoyarla. El episodio es paradigmático. Porque es evidente que no todo está permitido. Porque es evidente que aunque no todo esté permitido la violencia se enmascara en castigos administrados en dosis pequeñas que se pretenden invisibles pero no lo son tanto: como el trato en masculino para quien se llama Milagros, como el mandato de silencio, como la oferta de terminar prácticas docentes en una escuela vacía.