Vie 18.02.2011
soy

CINE

Yo soy mi propia diva

Discípulo, admirador, copia fiel y secretario privado de Mae West, Craig Russell supo vencer la soledad y la ansiedad que abruma a todo fan, convirtiéndose él mismo en sus divas amadas. Una drag queen de las de antes con una intensidad de rebeldía y de locura en todo el cuerpo. Se estrena por primera vez en la Argentina Outrageous!, la película que lo cuenta como protagonista, dirigida por Richard Benner y que convirtió a Russell en leyenda.

› Por Diego Trerotola

Hay un tipo específico de drag queen, cada vez más infrecuente o cada vez más nostálgica, que arrebata su potencia mujeril a las divas de la pantalla grande, tratando de apropiarse del glamour que Hollywood lustró con esmero desmedido. A esas drag queens Andy Warhol las llamaba “archivos ambulantes de la feminidad ideal de las estrellas de cine”, y se las distingue porque son como posters de películas en tres dimensiones, imágenes vivas de las estampas del divismo clásico, de Marlene Dietrich a Liza Minnelli. La superestrella warholiana Holly Woodlawn, por ejemplo, es una de esas drags que tomaron como iconos a Lana Turner y Hedy Lamarr para terminar convertida ella misma en otro icono, por su devastadora capacidad performática. “Me llevó veinte años superar el hecho de ser bautizada ‘drag queen’. Ahora es un honor, pero tuvimos que luchar por ese honor”, confesó Woodlawn, a quien ese rótulo, antes de ser aceptado como título nobiliario de la mariconería, le pesaba casi como un insulto, como una manera irónicamente despectiva de referirse a su libertad para construir un género casi fantástico, basado en clonar maneras cinematográficamente ficcionales para volverlas reales. “Ponete un par de tacos altos; intentalo. Te vuela la cabeza hasta cualquier parte”, proponía Woodlawn, dejando claro que ser drag queen es una cuestión que va de los pies a la cabeza, y que “caminar por el lado salvaje” es un viaje íntegro, físico y mental, que nos eleva, al menos, algunos centímetros del piso. Para cuando Lou Reed le dedicó a Woodlawn su canción “Walk on the Wild Side” del disco Transformer, en Canadá, Craig Russell ya había decidido subirse a los mismos tacos que te hacen volar más allá del arco iris. Y a él también le gustaba Lana Turner.

Go West

Cuenta la leyenda, que el propio Craig Russell se encargó de dictar, que a los diecisiete años le escribió una carta a Mae West para informarle que él era el presidente de su club de fans. Ni tal cargo ni tal club existían, pero la pasión de Russell urdió esa mentira para entrar en contacto con la estrella, la máxima personalidad del camp, la procaz mujerona que se jactaba de no ser angelical para desafiar toda censura con su acento campechano, revoleando las manos y los ojos más allá de cualquier modal permitido, perimido. La estrategia funcionó, la West quedó flechada porque alguien que nació cinco años después de que ella dejase de hacer cine en 1943, fundase un club para homenajearla. Así, Russell dejó el suburbio de Toronto donde vivía invitado a la mansión de West en California, viaje que se transformaría en iniciático para el adolescente porque la actriz le “enseñaría todo”, y ya no sería sólo su modelo, como lo fue para toda una generación de gays que multiplicaron los tics cómicos de la diva, sino que fue su institutriz camp. La educación formal de Russell ya lo había decepcionado, porque poco se puede aprender en una escuela superpoblada de estúpidos que le gritaban puto a cada rato. La cuestión es que él se convirtió en secretario de la West a mediados de los ’60 y, como cuenta otra leyenda, dejó de serlo cuando la actriz sorprendió a Russell, que le cuidaba su casa de veraneo en la playa, caracterizado, sin permiso, con uno de sus vestidos, su maquillaje teatral y alguno de sus pelucones. Lo cierto es que de esa transformación prohibida hasta que se convirtió en estrella drag pasó más de un lustro, en el que Russell, vuelto a su Toronto natal, terminó como un peluquero frustrado que imitaba a las divas de Hollywood frente al espejo del baño o les hacía el corte Cleopatra, versión Liz Taylor, a sus horrorizadas clientas. Pero el ascenso de la cultura gay norteamericana post-Stonewall lo convirtió en la reina del transformismo que soñaba ese adolescente cada vez que miraba los crepúsculos del mar californiano en un vestido apretado, un tocado elevado y tacos ídem.

Con la locura puesta

“Durante años, me volvía loco con mi soledad. Pensaba que yo no le importaba a nadie. Entonces, en 1971, decidí que si no podía tener a una persona, a alguien que yo quisiera, entonces las tendría a todas”, dijo Craig Russell en 1987 a la revista gay canadiense Epicene, recordando el delirio personal que lo llevó a convertirse en estrella para cautivar a las multitudes, para que todas las personas estuviesen a sus pies, debajo del escenario, deleitándose con sus creaciones, con su seducción drag. Así, egresado de la escuela de Hollywood Cosméticos, la misma a la que asistió Manuel Puig, teniendo como tutora de su tesis a Mae West, Russell no sólo tuvo a todos sino que fue todas. Porque tuvo la capacidad de ser un transformista versátil, de estar a la altura de muy distintas actrices y cantantes para poder corporizar gesto, apariencia y voz de cada una de sus admiradas estrellas y odiadas (porque también encarnaba, para la catarsis de abucheos Glttbi, a la homófoba Anita Bryant). En una era anterior al reinado del lip-sync, Russell tenía una voz privilegiada para tocar el timbre de cada diva, poder abrir la puerta para ir a cantar como cada una de ellas: lengua bífida y mutante, entonaba varios idiomas del glam. Su poder transformador cautivó como casi ninguna drag queen, que cada vez eran más visibles gracias a la expansiva cultura gay de los ’70 en Canadá y Estados Unidos. Gracias a su genio escénico y popularidad, Russell se convirtió en estrella internacional, y su vida y obra inspiraron un cuento que luego sería la base de una película. El cuento lo escribió su mejor amiga, Margaret Gibson, escritora esquizofrénica que vivía con él, en su libro The Butterfly Ward de 1976. Al año siguiente, esa historia fue el puntapié para que Richard Benner debutara en la dirección con Outrageous!, protagonizada por Russell, interpretando una versión de sí mismo y rebautizado Robin Turner, artista drag de Toronto que triunfa en Nueva York. La película explotó como clásico de culto, un poco gracias a performances antológicas de Russell descollando en las pieles de Bette Davis, Barbra Streisand, Judy Garland y, por supuesto, Mae West. Pero, también, Outrageous! tiene una frontalidad, un perfume de documental pop de una época de emergencia de la sensibilidad gay pre-sida, que pocas películas retrataron con honestidad, sin estilización, ni idealismo: escasas ficciones diversas de esa época fueron filmadas en verdaderos pubs gays o mostraron tantos guiños y tics de la sensibilidad camp. Si bien hay una intención de afirmación política de la identidad gay, de perfilar al personaje homosexual como héroe positivo, con su correspondiente happy end, también se expone su contracara, la emergente homonormatividad que alienta la transfobia: Turner es echado por un empleador gay de su trabajo como peluquero cuando comienza a hacer sus espectáculos de transformismo en pubs gays, porque ser drag queen es llevar la mariconería demasiado lejos. Pero, sobre todo, la película se planta en una defensa de cierta forma de locura, de liberadora insania, en una alianza de la drag queen con su amiga esquizofrénica, corazón ideológico de Outrageous!, con bastante de antipsiquiatría y algo de desafío a la normalización de la identidad gay. Hay algo de apología de la loca superlativa, descontrolada, insurrecta. A partir del éxito cinematográfico, el culto a Russell se multiplicó y el delirio que celebraba también lo llevó a caminar por el lado salvaje. Otras leyendas cuentan que, en los ’80, Russell se presentó desorbitado con la cabeza rapada en un show de su gira por Vancouver y arrojaba pelucas y vestidos al público, o que vivió en Alemania torturado por una nociva relación sadomasoquista con su manager. Lo cierto es que, diez años después de su hit fílmico, a Benner se le ocurrió hacer una secuela, aunque pareciera que sólo fue para incluir shows de Russell que habían quedado en el tintero, porque no hubo nuevas ideas en Too Outrageous! Lo que sí hubo fue un personaje con sida, pero no lo incluyeron en la película sólo por tratar de seguir retratando en celuloide los tópicos vigentes de la cultura gay: ahí había también una cuestión autobiográfica, porque el cineasta y su estrella vivieron sus últimos años con VIH; ambos morirían tres años después, con poco más de un mes de diferencia a fines de 1990, a causa del sida. Atrás habían dejado como testamento un par de lecciones magistrales para saber enfrentar al mal de este mundo con la locura enmarcada con una peluca. Y a quien le quepa, que se la ponga.

Outrageous!, inédita en la Argentina, se proyecta el viernes 18 de febrero, a las 16, en el Malba, Av. Figueroa Alcorta 3415.

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