SOY POSITIVO
› Por Pablo Pérez
T salió de la consulta con el infectólogo con la receta de benzetacil inyectable y fue directo del hospital a la farmacia para darse la inyección. La farmacéutica leyó la receta con mala cara. Antes de comprarla, T le preguntó si se la podían aplicar ahí. “No, acá no aplicamos esto”, le contestó la mujer. “Ah, entonces la compro en otro lado”, dijo T. Ya le había pasado otras veces: comprar la ampolla y que no se la aplicaran en el lugar donde la había comprado. Y cuando preguntaba en otras farmacias le decían que no porque sólo inyectaban medicamentos comprados ahí mismo, o porque la enfermera no estaba, o porque la penicilina podía provocarle una reacción alérgica... Esa mañana tuvo que recorrer también varias farmacias, para terminar en una donde se la habían dado la última vez que se agarró sífilis. Se alegró de ver al mismo farmacéutico, tendría que haber ido ahí directamente, era un oso muy amable y además se había olvidado de que era tan lindo. “¡Por favor, ponémela con suero indoloro!”, dijo T, que enseguida se dio cuenta del doble sentido y se sonrió; “Digo... la inyección”, aclaró. El farmacéutico siguió como si no hubiera escuchado la broma. Seguro que era gay, pensaba T, tenía modales de lady, tal vez estaba en pareja y resistía por fidelidad a cualquier intento de seducción; la simpatía de T solía ser irresistible, pero el oso, sin dejar de ser amable, sabía mantenerse distante. Lo hizo pasar al gabinete y mientras preparaba la inyección, concentrado en vaciar el aire de la jeringa, le dijo que se bajara los pantalones y se acostara en la camilla boca abajo. El algodón con alcohol le provocó a T un fresco cosquilleo y la voz dulce del farmacéutico, un efecto balsámico. “Respirá hondo, nene, estás tenso. Voy a hacer entrar el líquido de a poco... así no te duele tanto.” T sintió las palmaditas, el pinchazo, y esperó. Cuando el farmacéutico empezó a masajearle la nalga para dispersar la solución aceitosa, T se sorprendió: “¿Ya está? ¡No sentí nada! ¡Qué buena mano, tenés!”, dijo seductor; el oso, indiferente al elogio, siguió ocupado en completar los datos de la receta.
T salió de la farmacia a las tres de la tarde; como no tenía trabajo pendiente, decidió tomarse el día. Cuando llegó a la casa, encontró a P en la cama: “¡Ah, bueno! ¡Qué vidurria la tuya! ¡Siempre de joda o durmiendo!”. “Tengo fiebre –dijo P entre sollozos–. ¡Tengo miedo!” “¿Miedo? ¿Qué te pasa?” P le mostró las palmas de las manos, tenía un extraño sarpullido; corrió la sábana, el sarpullido seguía en todo el cuerpo. “¿Y desde cuándo estás así?”, preguntó T. “Empezó hace un par de días, primero en las manos...” “¿Y qué te dijo el médico?” “No fui al médico.” “¡Y qué estás esperando! –gritó T al borde del ataque de nervios–. ¡Vamos ya mismo!” “¿Adónde?” “¡Al médico, boludo, ¿adónde va a ser?! ¿Tenés obra social?” P volvió a negar. T se tomó unos segundos, respiró hondo y logró recuperar la calma. “Tranquilo, amor –dijo–. Voy a llamar a mi médico a ver si te puede ver él.” l
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