El tiempo suspendido del Carnaval, esa utopía libertaria que cíclicamente se realiza, llama a poner el cuerpo en la calle anulando los filtros del qué dirán, más cuando se ha peregrinado hasta Brasil para tirar la chancleta. Claro que la violencia también se desenfrena y las experiencias distan de ser ideales unos pasos más allá del paso de la comparsa.
› Por Alejandro Modarelli
En la sobremesa familiar argentina de apenas unas décadas atrás, el vocablo Brasil acreditaba la alianza de lo contradictorio: la plenitud en la falta. La pachanga en harapos, las cosas africanas. Mientras el epíteto de primera potencia económica regional era todavía un falso relumbrón de sus elites ricas (Belindia era el hallazgo semántico que definía el ensueño), y las favelas se recreaban en nuestro imaginario como concentraciones monstruosas, el toque distintivo del país vecino lo daba sobre todo el Carnaval. Entonces, decíamos, toda injusticia social se vuelve secundaria a través del largo preparativo de la escola de samba, cuando la pobreza de los zurcidores ejerce su revancha contra el destino a través de los disfraces prodigiosos. La falta de todo en las clases populares era la consecuencia del derroche de lo poco. Porque en el brasuca pobre, se decía en la autocomplaciente mesa argentina, el hambre se sacia cuando se enciende la escola.
Para las clases medias argentinas, la sensualidad brasileña pertenecía a un simpático escalón bajo en la evolución cultural (hoy, en cambio, sería el encanto que adorna su nueva prosperidad) y más valía batallar siempre a favor del cuerpo prudente –desde el saquito de hilo para cubrir los hombros y el escote a la proscripción de la sunga– que celebrar el cuerpo vibrátil de Eros reaparecido. En la subestimación de lo sensual habitaba, seguro, la envidia del goce proscripto. De ahí que las locas vernáculas, incluida la Perlongher, que terminó sus días en San Pablo, creían ver un principio de esperanza en la irreverencia y el derroche del Carnaval brasileño. Un salvoconducto contra los rigores del escondite y la razzia policial, contra el sometimiento a las leyes del ahorro calvinista y al género binario, y sobre todo para desmentir el dictatum facistón aquel que hacía de la vida diaria apenas el pasaje del trabajo a la casa, de marrón claro a marrón oscuro, sin detenerse en el bar o la tetera.
En el libro Fiestas, baños y exilios-los gays porteños en la última dictadura, algunos rememoran la época de la peregrinación libidinosa a Río de Janeiro. De su participación en las modestas comparsas familiares en el Tigre al desfile en esa especie de Campo de Marte de Carmen Miranda que es el sambódromo. Conseguir un papel de relleno en la escola era ya haber ingresado, en los posteriores relatos del suceso, al privilegio del cosmopolitismo gay. Río en los setenta y ochenta era la ilusión de la libertad sexual. Y para muchos fue, precisamente, la ciudad maravillosa donde visitaron por primera vez los bajos fondos del porno. En el porteño Multicine de Lavalle –en esos tiempos tolerado para pajeros– se daba, ay, El Decamerón de Pasolini para un público constreñido a autoconsolarse (quién dice si a Pier Paolo, que nunca dejó de ser medio católico, esa función de consuelo no le hubiera divertido), mientras que en Brasil Sexo a caballo era ya un clásico del porno local.
Revuelta contra la política cristiana de la carne, se decía que el viejo espíritu de Carnaval suspende el tiempo ordinario, que es el del orden burgués opresivo, pero también el del amparo de los derechos. Porque ¿quién precisa derechos para gozar si de lo que se trata es del goce sin ley? Por eso, ay, aquellas transgresiones periódicas que suspenden las jerarquías sociales, ese fulgor anárquico medio idealizado por los bajtianos, es muchas veces también el de las violaciones tumultuarias, o las violencias callejeras contra los más débiles. Jarana y montaje de las locas, sí, pero muy a menudo un poco de gay bashing cuando lo que la vida ordinaria venía reprimiendo era la violencia. El fascismo también pide carnaval.
Las sonrisas fuera de Copacabana y vecindades a veces se borran pronto y (contaban testimonios en Fiestas, baños y exilios) bicha o viado eran en ocasiones las expresiones más generosas hacia los gays que, al sacar del armario el cuerpo imprudente del Carnaval, hacían alarde de la profunda mirada de doncella. Que posan, en fin, de lo que son. Porque una cosa es subvertir con gracia las marcas superficiales del género, el peinetón, el conchero que truca los genitales y las plumas, y otra ser un puto estridente en plan de levante al que unos homófobos que no se toman licencia deciden poner en su lugar.
En Brasil dicen que la libertad se ha escapado de la vida cotidiana y que en esos días de Carnaval el pueblo sale a buscarla. ¿Tiempo mesiánico, tiempo utópico? Hay quien piensa que la utopía materializada en esas jornadas de deconstrucción universal ejerce sobre la realidad de los brasileños un influjo psicológico liberador: les permite soñar en otro mundo posible. Otros, como Roger Caillois, ven en la rebeldía, la ruptura, el cruce de clases (ay, tan acotado en los heterosexuales y tanto más amplio en las locas) aquel caos que en realidad perfecciona el orden. Una forma de regulación que da descanso, un cheque con vencimiento, que dura lo que dura una vacación. Los visitantes de la joda saben que al otro día deberán volver al lugar que les corresponde, más seguros que nunca de que el tiempo se les acabó.
La terca ilusión de las locas argentinas de los setenta y ochenta buscaba sin suerte señales verdaderas y permanentes de libertad más allá de las playas cariocas. Después de casi treinta años del fin de las dictaduras vecinas, el antiguo paraíso sexual sigue bullendo fuera del pingüe sambódromo, sobre todo en las teteras de la Estación Central, donde antes de la vuelta a casa el trabajador descarga tensiones en pajas solitarias, espiadas y admitidas.
Hay algo que recuerda que ese mesías que se llama Espíritu de Carnaval y que alguna vez un optimista definió como Espíritu de Brasil viene abandonando los sueños de cambios de las locas, tortas y trans del país. Porque mientras que los evangélicos avanzan en el Congreso, y los crímenes de odio en las calles, la terca ilusión del Brasil glttbi sigue hasta ahora, sin suerte, buscando entre sus diputados señales verdaderas de justicia e igualdad, más allá de las monumentales Paradas de San Pablo.
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